miércoles, 25 de diciembre de 2013

El adiós de Mandela



La muerte del gigante líder sudafricano, el pasado jueves 5 de diciembre, cierra un capítulo de la historia de los tiempos modernos, una época signada por guerras devastadoras, inmensas catástrofes sociales y profundos cambios políticos y económicos. Uno de estos últimos fue precisamente el logrado por Nelson Mandela con el fin del régimen racista del Apartheid, que durante décadas mantuvo envilecida a una población por el simple motivo del color de su piel.
     La lucha librada por este coloso de los derechos humanos desde sus años mozos, cuando integraba las milicias armadas del Congreso Nacional Africano (CNA), siendo acusado de sabotaje y terrorismo y confinado en las mazmorras del gobierno de Pretoria, se yergue en la perspectiva del tiempo como una de esas hazañas épicas que sólo lograban los grandes héroes de los cantares de gesta o de los poemas homéricos.
     Cerca de tres décadas en la cárcel no mermaron su paciencia, su esperanza y su valor para afrontar uno de los objetivos más trascendentales de su existencia: acabar con un sistema inicuo e injusto que sojuzgaba a sus hermanos de raza, que los condenaba a una forma de vida que contradecía los grandes postulados contemporáneos de lo que los occidentales llamaban la democracia, la libertad y los derechos humanos, valores intrínsecos de una auténtica civilización.
     Había estado muy mal hace unos meses, cuando se pensó que ya era el momento de su partida, pero asombrosamente se recuperó y habitó entre los suyos algunos días más para acostumbrarlos a la ausencia a través de la ceremonia indolora del adiós, hasta que finalmente se ha ido, dejando sumida a la humanidad en una orfandad parecida a la que deja la ausencia del patriarca de la familia, el pater familias, el jefe de esta tribu global que es nuestro planeta con los adelantos de las comunicaciones y la tecnología.
     Sus restos han sido velados durante más de una semana, para que todos puedan rendirle el homenaje póstumo, y a la ceremonia de sus honras fúnebres han acudido cerca de un centenar de dignatarios del mundo entero, desde presidentes de la república hasta soberanos reales, pasando por primeros ministros, expresidentes y diversas figuras del mundo de la política, el arte y la cultura en general.
     Algunos milagros inesperados han ocurrido en el estadio de Johannesburgo donde se han realizado los oficios religiosos, como el apretón de manos entre el presidente Obama y su similar Raúl Castro, o la cercanía física de dos rivales enconados de la política francesa como el presidente Hollande y el expresidente Sarkozy, o la sorprendente familiaridad demostrada entre las dos últimas esposas de Nelson Mandela. Giros curiosos que se producen a partir de ese fenómeno inexorable que es la muerte, que logra borrar a veces todas las diferencias, que nos iguala ente su insondable misterio acercándonos en una extraña solidaridad que habitualmente no la tendríamos.
     No deja de tener sus luces y sombras la increíble vida de este hombre que fue acusado de terrorismo y que purgó una larga carcelería sin quebrantarse, arrostrando los años de encierro con un estoicismo y una valentía verdaderamente admirables. Si muchos de sus detractores lo acusaron de haber apuntalado la impunidad de sus victimarios, con el fin de obtener el gran objetivo de su lucha, deberían pensar solamente en lo que puede significar para una persona las condiciones en las que purgó un encierro tan injusto.
     Pues si logró transar con las autoridades blancas del régimen de Pretoria, para conseguir primero su liberación y luego el tránsito hacia un gobierno democrático, pasando por el trabajo de una Comisión de la Verdad y Reconciliación que tuvo que transigir en algunos puntos cruciales del proceso de transferencia, el resultado obtenido no pudo haber sino justificado de alguna manera los pasos dados. Allí están las palabras de Desmond Tutu, el obispo anglicano amigo de Mandela que presidió dicha Comisión, para corroborarlo: “Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón.”
     En esa línea del perdón es donde mejor se puede explicar y entender el significado de la obra de Mandela, a despecho de quienes pretenden regatearle méritos a su lucha y a lo obtenido con ella. Era quizá el único camino para allanar el fin de ese sistema supérstite de las viejas prácticas coloniales en pleno siglo XX. Ello constituye, pues, el legado más trascendente del líder sudafricano que acaba de ser despedido con los más altos honores por los representantes de una humanidad compungida por su partida.
                                                                                            
Lima, 24 de diciembre de 2013.
    

Mudanzas



     No deja de ser doloroso abandonar el lugar donde uno ha vivido por muchos años, ese espacio querido donde, con el tiempo, se han forjado alegrías y tristezas, momentos de intenso júbilo e instantes de profunda desolación. Toda una vida se ha escanciado entre aquellas paredes, que ya poseen mucho de lo que somos; repiten los ecos de voces acumuladas con el transcurrir de los días, tantos avatares y vicisitudes que hacen la existencia de todos los hombres.
     Por esa razón, marcharse no es cosa fácil, tan sencillo como empacar tus cosas y partir. Uno construye en una casa, otra casa, hecha con los singulares materiales de nuestras risas y llantos, murmullos y quejidos, esperas y ansiedades, exaltaciones y exclamaciones, gritos y silencios. Toda esa serie de vivencias se queda adherida para siempre a sus muros y a los ámbitos que la conforman, espacios que cobijan ese sinfín de circunstancias que constituye la vida humana.
     La decisión para abandonar definitivamente un lugar de varios años de residencia se puede tomar en un segundo, pero el hecho mismo de empezar la mudanza puede durar varias semanas, mientras el ánimo y el valor de hacerlo se van asentando lentamente en el alma. Como si el sentimiento se preparara trabajosa y pausadamente para acostumbrarse a la idea del abandono, construyendo en la imaginación y la memoria el futuro inmediato para hacerlo más asequible.
     Luego vendrá el traslado y el acarreo presuroso y tenso de los objetos que hacen nuestro cotidiano vivir, tarea ardua como la que más y que requiere el concurso indispensable de manos solidarias. Un pequeño ejército de hormigas zigzagueantes se deslizan raudas por el suelo de la casa a ser abandonada, recogiendo los menudos enseres que restan después de que los armatostes y el viejo mobiliario han sido arrastrados hasta el camión de las mudanzas.
     El ajetreo es parejo y atosigante, el momento tanto tiempo postergado ha llegado y no hay más remedio que proceder a desarmar las camas y los aparadores, las mesas y las vitrinas, previamente vaciadas de sus valiosas colecciones, que han sido colocadas en convenientes cajas, arropadas con papel periódico, para que el traqueteo del transporte no termine estropeándolas.
     Un caso especial lo constituyen los libros, el verdadero tesoro de toda casa que se respete, embalados diligentemente para acompañar a su dueño al flamante destino de un mejor espacio para la biblioteca. Igual suerte corren las revistas y los periódicos de colección, segmento donde destacan nítidamente los suplementos de todo tipo, reunidos a través de muchos años de paciente interés y cuidado.
     Los artefactos eléctricos requieren de un trato singular, pues su frágil y delicada naturaleza los hace vulnerables a cualquier descuido en su traslado. La menor desidia puede significar una seria avería que anule su funcionamiento. Felizmente todo ha sido trasladado con el mayor cuidado y dedicación, que al final ha llegado a su destino tal como lo imaginábamos o deseábamos.
     La siguiente tarea será la inversa, la de desempacar y desplegar todo en sus flamantes sitios, acomodando cada cosa donde previamente se le ha designado como lugar. Pueden tardar varios días o semanas, según sea el tiempo disponible para ello, para dejar la nueva casa en orden. Mientras tanto, cada objeto dejado abandonado clama silencioso por hallarle su propio espacio. Pronto cada quien estará en su lugar y la vida volverá a girar según su sempiterna rutina.
     Deberemos adaptarnos también al nuevo barrio, donde rostros desconocidos y fríos nos observan tratando de reconocer a los nuevos vecinos; tendremos que salir muchas veces en son de reconocimiento por las calles, los pasajes y las avenidas, buscando hallar nuevos referentes para nuestro despistado trajinar. Habrá que hacerse a la idea de tener otras bodegas, otras panaderías, otros centros de compra donde abastecernos cotidianamente.
     Es un vuelco radical toda mudanza, no precisamente como irse a otra ciudad o país, pero no les va a la zaga. Es un pequeño cataclismo emocional, un sismo cuya intensidad está en directa proporción a nuestra sensibilidad. El reacomodo es lento pero irrefrenable, y tardará el tiempo que sea necesario para decir con relativa certeza que ya estamos afincados en nuestro nuevo hogar.
                                                                                
Lima, 16 de diciembre de 2013.