domingo, 30 de noviembre de 2014

Un mundo sin cabeza


     Con la decapitación de Peter Kassig, un ex combatiente del ejército estadounidense en Irak y cooperante en Siria, se cierra al parecer, aunque sea momentáneamente, una cadena de ejecuciones atroces que ha perpetrado a lo largo de este año el Estado Islámico (EI) y alguna otra organización yihadista.

     Anteriormente habían perdido la cabeza otros cinco ciudadanos occidentales, dos estadounidenses, dos británicos y un francés, a manos de movimientos fundamentalistas islámicos, constituyéndose en una cruel parábola que exhibe el sinsentido por el que marcha el mundo en estos tiempos.

     Los periodistas norteamericanos James Foley y Steven Sotloff, los cooperantes británicos David Haines y Alan Henning, más el francés Hervé Gourdel, han perdido literalmente la parte más noble del cuerpo humano en medio de un paisaje lunar, vestidos con un traje naranja y arrodillados al costado de su verdugo, cubierto totalmente de negro y blandiendo una amenazadora cimitarra cual heraldo negro que anuncia la muerte.

     Todos ellos habían sido secuestrados meses antes, generalmente en Siria, en el marco del nacimiento del Califato que la agrupación Estado Islámico (ISIS, en sus inicios) decretó en parte de los territorios de Siria e Irak. La coincidencia de que todos los ejecutados pertenezcan a naciones protagónicas de Occidente, se debe justamente a que sus países han liderado las acciones bélicas para hacer frente a dicha pretensión política de los extremistas musulmanes. Estados Unidos, secundado especialmente por el Reino Unido, se embarcó en una campaña para acabar con la naciente entidad política que según su punto de vista constituye una seria amenaza para la paz en la región.

     Además, una forma de obtener recursos para sus objetivos políticos era precisamente a través del secuestro, pues así conseguían jugosos rescates de parte de las naciones a las que pertenecían las víctimas. Pero si ello fue posible con países europeos como Alemania, Francia o Países Bajos, Estados Unidos siempre fue reticente a prestarse a esos intercambios, lo mismo que ahora el Reino Unido, razón por la que sus ciudadanos en juego hayan tenido este triste final.

     Se sabe que entre los autores de estas bárbaras ejecuciones se encuentran jóvenes europeos, preferentemente franceses e ingleses, que habrían abrazado la causa de estas organizaciones radicales en los meses previos a su aparición en los videos, que luego han sido colgados en los portales de internet. Convertidos en luchadores de las guerras que promueven en el Medio Oriente, han sido detectados a través del acento con el que se dirigen en los mensajes que sirven de colofón a las vidas de estas inocentes víctimas.

     Todo hace pensar que Monsieur Guillotin ha entronizado su práctica en pleno siglo XXI, gracias a estos combatientes integristas con ínfulas de cruzados del medioevo. El paisaje es invariable: un paisaje desértico, dos hombres en posiciones diametralmente opuestas, uno en traje invariablemente naranja, y el otro siempre de negro, partícipes de un salvaje ritual que concluye con el feroz corte que el segundo le inflige al primero hasta desprenderle la cabeza del cuerpo y luego exhibirla sangrante a sus pies.

     No hay imagen más reveladora de lo que ha venido a significar el mundo en nuestros días, la cruel metáfora de una época que ha perdido todos los valores que alguna vez sirvieron para edificar estas civilizaciones, el espejo perfecto de una especie que ha abandonado la razón para rendirse al sangriento vasallaje de las ortodoxias y los fundamentalismos en todas sus formas, la demostración cabal de cuál ha de ser el destino de una humanidad que parece marchar aceleradamente a su declive fatal.

 

Lima, 29 de noviembre de 2014.  

Pandemia digital


Observando a los jóvenes de nuestro tiempo, y aun a los no tan jóvenes también, sumidos en sus juguetes electrónicos a toda hora y en todo lugar, no puedo menos que pensar que se trata de una verdadera pandemia universal, una afección altamente contagiosa y letal que hace divertidas y voluntarias víctimas a generaciones enteras de seres humanos, a millones de usuarios convertidos en auténticos zombis que viven enfrascados en sus rutilantes adminículos.

     Efectivamente, la adicción a los artilugios virtuales tiene todos los visos de una enfermedad generalizada, pues hasta en los lugares más inverosímiles se puede ver a estos dichosos ejemplares sometidos al cortejo irresistible de aquellas benditas maquinitas que los conectan a los vericuetos y laberintos de las más diversas aplicaciones, donde se mueven a sus anchas entre una sarta de insignificancias y naderías.

     Es lo que Milan Kundera llamaría “la fiesta de la insignificancia”, el reino de la banalidad transmutado en moda, el privilegiado territorio de la estulticia encumbrado a la categoría de actividad dominante y monopólica, donde millones de existencias sucumben roídas por la miseria de su dependencia a las cosas, a una en especial, aquella que les ofrece la posibilidad maravillosa de despojarse cada vez más de su humanidad y rendirse a la silenciosa y efectiva dictadura del silicio y la luz led.

     En los autobuses atestados de las grandes ciudades, en los trenes del metro, puede observarse a una mayoritaria legión de hombres y mujeres maniobrando sus hábiles digitales para encontrar al instante lo que con tanto ahínco buscan a cada momento: el mensaje esperado –o inesperado, da igual– de fulanito, la fotografía reciente de menganita, el comentario anodino de zutanito. Arriesgando las amenazas que se ciernen sobre el dueño de uno de estos aparatos en una ciudad con altos estándares de robos y arrebatos al paso, los urgidos usuarios no miden los peligros que su actividad entraña en estas condiciones. Muchos han perdido sus preciadas joyas por retar temerariamente a los tiempos violentos que corren.

     En las aulas de clase de los colegios secundarios y superiores, que son los que más conozco, todos quienes poseen uno de estos objetos electrónicos se ven compelidos a una servidumbre invencible, manipulando y maniobrando constante y compulsivamente sus imprescindibles compañeros virtuales. Hasta en la calle, se desplazan con la vista fija en su telefonito móvil, tecleando sin cesar y a una velocidad asombrosa, mientras casi se llevan por delante todo lo que se les interponga en su camino.

     No sé hasta qué límites se llegará en esta invasión todo terreno de la tecnología en los fueros cada más depreciados del ser humano, pues resulta cada vez más evidente que éste se está convirtiendo, si no es que ya lo ha hecho, en un simple apéndice de la máquina en cuestión –como en la recordada prosa de Cortázar sobre los relojes –, que no puede pasarse un momento del día sin acudir al traqueteo digital que lo devora. Hasta parece que fuera una manía de nuestro tiempo, una dependencia absoluta de las cosas que tanto había preocupado a los existencialistas hace medio siglo. Está probado que, hoy por hoy, la inmensa mayoría de individuos ya no puede vivir sin su aparatito de marras, conectado ad infinitum a un artefacto que ha terminado convirtiéndose en su amo tiránico.

Lima, 16 de noviembre de 2014.

Celebración de la Virgen del Rosario en Manchay


     El primer domingo de octubre los jaujinos suelen celebrar su fiesta patronal, la que se realiza secularmente con un programa especial, donde participa toda la comunidad, presididos por las autoridades eclesiásticas y los mayordomos de cada ocasión. Pero desde hace unos años la fiesta se ha descentralizado, pues como los hijos de Jauja han migrado a diversas regiones del Perú, especialmente a Lima, la festividad religiosa también se ha trasladado a la capital, con las mismas características que posee en la ciudad que otrora fuera la principal urbe del flamante país.

     Algunas veces había asistido a dichas celebraciones en la época en que vivía en Jauja, pero realmente no le di la importancia que, evidentemente, puede tener para una persona creyente, pues en vistas de mi gradual escepticismo, que ha terminado estableciéndose en un agnosticismo casi irreversible, paulatinamente me iba alejando de todo aquello que sonara a fe o tuviera connotaciones religiosas, a pesar de mi gran interés por los estudios de lo religioso que posteriormente iría afirmándose mucho más entre mis curiosidades intelectuales.

     Es así que se me presenta la oportunidad de revivir una fiesta tradicional de mi provincia, pero escenificada en un remoto e impensable lugar. Digo remoto por lo distante, tanto de su centro de celebración usual, como por el lugar desde donde debería trasladarme, aun viviendo en la misma ciudad. E impensable por lo arbitrario que haya sido precisamente esta comunidad, situada en el valle de Manchay, la que terminaría acogiendo una festividad de esta naturaleza. Lo de arbitrario es solo en apariencia, si nos atenemos a los antecedentes y personajes en juego –el párroco de la comunidad es un hijo de la provincia juninense, extraño mestizo de ascendencia japonesa, que los naturales conocen como el padre José–.

     La aventura prometía ser interesante, así que nos dispusimos a ir en familia, preparándonos con anticipación para el día señalado, con la expectación de quien aguarda vivir un momento único e irrepetible en su, por lo demás, gris rutina citadina.

     Partimos muy temprano rumbo a Manchay, perteneciente al distrito de Pachacámac, al sureste de la provincia de Lima. El ómnibus que abordamos nos lleva por los distritos de San Juan de Lurigancho, El Agustino, Santa Anita, Ate y La Molina, para al cabo de hora y veinte minutos de recorrido, dejarnos en una amplia avenida, desde donde puede divisarse la colorida iglesia situada en la plaza principal del asentamiento urbano. El día es soleado y la gente se dirige por la única calle que da acceso al lugar de las celebraciones.

     Apenas llegamos a la plaza, nos sorprenden las multicolores alfombras, hechas de flores y aserrín teñido con anilina, confeccionados por los pobladores en una labor de paciente y colectiva participación. En la zona central de la plaza, se ha levantado el altar para la liturgia respectiva, y se han dispuesto cientos de sillas blancas para el público asistente, guarecidos del sol primaveral por un inmenso toldo de lona también blanca. Ubicados en las pocas sillas que quedaban disponibles, nos dispusimos a ser partícipes del ceremonial religioso.

     Es mediodía y el sol reverbera en un cielo malva, una atmósfera calurosa envuelve a todos los circunstantes, que escuchan la prédica sacerdotal entre el sopor de la hora y media de duración y el tedio compartido. La ceremonia va llegando a su fin y por los altoparlantes anuncian que después de la misa se realizará la procesión de la Virgen por todo el perímetro de la plaza, donde aguardan las 42 alfombras alusivas.

     Al son de una banda de músicos, las andas de la Virgen del Rosario, patrona tanto de Jauja como de Manchay, ambos pueblos hermanados por su devoción mariana, recorren los cuatro costados de la plaza principal, acompañadas por cientos de feligreses que, contritos y ceremoniosos, caminan a los lados entre cánticos y oraciones. Nos adelantamos a la muchedumbre para observar las abigarradas alfombras, contemplando sus diversas facturas, apreciando el arte y la paciencia desplegados para su confección.

     Una vez terminada la procesión, luego de otras dos horas de expiación cristiana, en medio del candente sol del desierto, estragados y sudorosos los rostros, la multitud se congrega al pie de la iglesia, mientras la imagen recibe el homenaje de un grupo musical venido desde Jauja, antes de su ingreso al santuario que dará fin oficialmente a la celebración religiosa.

     Los mayordomos, previamente, han invitado a los asistentes al almuerzo de confraternidad, que se servirá en las instalaciones del colegio situado al costado mismo del recinto parroquial. Es así que una vez que la imagen de la patrona de Manchay ha ingresado a su sede central, los hombres y las mujeres que han hecho el recorrido, acuden a la invitación del oferente, ocupando las mesas que han sido dispuestas en un amplio ambiente del local escolar, así como en parte del patio, protegido igualmente por una carpa acondicionada para la ocasión.

     Nos aprestamos a tomar una de las mesas disponibles para almorzar el delicioso menú que nos sirve un regimiento de mozos que, sin embargo, parece que no se dan abasto. Previamente nos servimos una sabrosa chicha de jora que nos espera en una jarra de vidrio, junto a una botella de vino que, seguro, servirá para asentar el almuerzo. Llegan los platos con generosos trozos de cerdo, papas sancochadas y choclos vistosos. Todos comen, luego de la larga jornada religiosa, aunque este es también un acto religioso, una verdadera liturgia de la vida, una celebración cotidiana de la sagrada existencia.  

     Ya el día llega a su fin, la tarde se enseñorea y las primeras sombras empiezan a cubrir la meseta que hace apenas unas horas ardía bajo la canícula del mediodía. También es hora de marcharse, pues la jornada ha terminado y el próximo año nos aguarda para este ritual cíclico, algo que nos permite entender el tiempo cíclico de los antiguos peruanos, para quienes el futuro está atrás y el pasado adelante, pues la concepción temporal de nuestros antepasados poseía esa sabiduría que sólo en hechos como este podemos aprehender cabalmente.

Lima, 17 de octubre de 2014.

Lecturas paralelas


     Creo que es la primera vez que las circunstancias me han deparado la ocasión de ensayar la lectura de dos novelas en simultáneo, cuando lo normal en mis hábitos lectores es que las diversifique entre novelas, ensayos, poesía, teatro, periódicos y revistas. Se trata de dos obras absolutamente disímiles: Doña Bárbara, del escritor venezolano Rómulo Gallegos, y El sabueso de los Baskerville, del insigne Arthur Conan Doyle. Como todos saben, la primera pertenece al ciclo novelístico de América Latina que los críticos han denominado la literatura de la tierra; mientras que la segunda es una de las novelas de detectives, o del llamado género policial, del cual el escritor escocés es su más preclaro representante.

     Hay notables puntos de contacto entre ambas obras de ficción que no han dejado de sorprenderme, lo cual me hace pensar que no existen casualidades casi en ninguna actividad humana, pues todo pareciera obedecer a un designio secretamente determinado, haciendo que el entendimiento del hombre constantemente se ejercite en desentrañar los arcanos que envuelven sus actos más imprevisibles.

     Siendo narraciones tan diferentes, poseen una asombrosa coincidencia de inicio, pues ambas comienzan con la llegada a una comarca, respectivamente, de dos jóvenes herederos de bienes y tierras que casi no conocían. Santos Luzardo y Henry Baskerville comparten en la ficción ese destino común. Pero pronto saltarán las disparidades. Sin embargo, no debo dejar de hacer notar que la sabana y el páramo, dos zonas geográficas muy próximas en sus características, son los escenarios respectivos de estas fascinantes historias.

     El arribo del joven abogado Santos Luzardo a Altamira, la hacienda de la familia en el cajón del Arauca, provoca un revuelo entre los personajes de la región, especialmente en una mujer dotada de poderes que los hombres comentan sotto voce en sus tertulias cotidianas. La llaman doña Bárbara, y la conocen como la bruja del lugar, así como por la devoradora de hombres, una leyenda extendida por los llanos y tejida cuidadosamente por las incontables historias de sus designios y aventuras. Mientras tanto, cuando Henry Baskerville llega a Devonshire, previo paso por Londres, donde tiene ocasión de conocer a Sherlock Holmes y a su acompañante el doctor Watson, la región estaba conmocionada por la misteriosa muerte del anciano Charles Baskerville.

     Mientras la novela venezolana se sitúa en la disyuntiva clásica de barbarie y civilización, planteada por el argentino Domingo Faustino Sarmiento en su célebre obra Facundo, la obra del médico escocés discurre por los laberintos y acertijos del género policial, donde destaca la esclarecida mente del detective más famoso de todos los tiempos y su brillante dominio de la ciencia de la deducción. Si Doña Bárbara se yergue como un relato de los avatares del proceso de desarrollo de nuestros pueblos después de su independencia, la novela policial alcanza su epifanía cuando Sherlock Holmes calza definitivamente todas las piezas de su puzzle personal, y da con el misterio que encerraba tanto la muerte del viejo Baskerville, como con otros asuntos oscuros que terminan diseccionados por la fría razón del escrutinio lógico de este amante de los casos raros que devanan los sesos de los demás seres humanos.

     Y así he llegado al final de ambas obras, aunque en verdad –siempre las confesiones serán preferibles-, lo que realmente ha sucedido es que he abierto un paréntesis para leer una de ellas; mientras leía la novela de la sabana, ha caído en mis manos la historia detectivesca, entonces he dejado en receso por breves días a Rómulo Gallegos, y me he visto inmerso en la vorágine apasionante del relato de Conan Doyle sobre un suceso criminal que buscaba aclararse.

     Gran experiencia en el arte del cotejo inconsciente de dos historias, dejándose llevar por dos caminos distintos, trazados por manos maestras que no dejan sosiego. Final sorprendente de la novela llanera, desaparecida la poderosa mujerona y vencedor de la barbarie el joven Luzardo enamorado de Marisela. También final asombroso del relato policial, con la muerte del culpable de toda esa parafernalia de horror y desvelado al fin el macabro ardid de un sabueso infernal para acabar con la vida los Baskerville.

 

Lima, 1 de noviembre de 2014.