sábado, 29 de diciembre de 2018

La primera mestiza peruana


    La primera mestiza peruana nació en Jauja en 1534, hija de don Francisco Pizarro y de doña Inés Huaylas Yupanqui, princesa inca nacida de la unión de Huayna Cápac y de Contarhuacho, curaca y señora de Ananguaylas. Su fascinante y todavía desconocida vida está relatada en el hermoso libro Doña Francisca Pizarro. Una ilustre mestiza 1534-1598  (IEP, 1989), de la singular historiadora peruana María Rostworowski.
    El Inca Atahualpa habría entregado a su hermana Quispe Sisa, Inés, como compañera del conquistador, de cuya unión nacieron dos hijos: Francisca (1534) y Gonzalo (1535). Por ese entonces, Jauja era la capital de la gobernación de Pizarro, fundada según la tradición española el 25 de abril del mismo 1534, pero su lejanía del mar y del Cusco, impulsaron a este a mudar dicha capital a la costa, al valle de Lima para fundar el 18 de enero de 1535 la Ciudad de los Reyes.
    La rebelión de Manco II y el sitio de Los Reyes marcaron distancias en la actitud de las mujeres, quienes en medio del levantamiento indígena se dividieron, estando unas a favor de los españoles y otras jugándose por la causa de los naturales. De igual manera, en cuanto a la pugna por la sucesión de los linajes, que según la ley andina de la herencia le correspondía al más fuerte, provocaba mortales rivalidades entre los hermanos y entre las hermanas.
    Cuando Francisco Pizarro mostró su interés por Cuxirimay Ocllo, la prometida de Atahualpa, bautizada como Angelina, dejó a Inés, a quien casó con Francisco de Ampuero, para no dejarla desamparada, entregándole bienes y propiedades para asegurar su bienestar económico. Este fue un matrimonio mal avenido, pues el español maltrataba a la ñusta, habiendo ella recurrido a las artes oscuras de la brujería para intentar eliminarlo. Al ser descubierta, fue llevada a juicio el 21 de febrero de 1547, cuando aún no se había instituido el Santo Oficio de la Inquisición, hecho que se verificó por cédula de 25 de enero de 1569. Llama la atención que quienes ayudaron a Inés en su pretensión, los hechiceros Paico, Yanque y Yaro, fueran sometidos a castigos severísimos, como la hoguera y el garrote, mientras que ella no fue tocada, regresando luego con su marido, de cuya siguiente relación no existen datos ciertos.
    La infancia de Francisca –igual que la de su hermano– transcurrió al cuidado de Inés Muñoz, la esposa del hermano de Pizarro, Francisco Martín de Alcántara, debido a que su padre y su tío murieron en 1541. Recibió una educación española. Doña Inés Muñoz casó en segundas nupcias con Antonio Ribera, quien sería el tutor de doña Francisca hasta cumplir los 17 años en que parte a España. Su salida de la capital se efectuó el 15 de marzo de 1551, haciendo numerosas escalas durante la travesía.
     En la península, pasó al poder de Hernando Pizarro, el hermano mayor de su padre, quien fue el que decidió la pena del garrote para Almagro, motivo por el que fue desterrado al África por orden del Rey, pena que se le fue conmutada por la de prisión en el castillo de La Mota en Medina del Campo, condena que purgó entre 1540 y 1561 con todas las comodidades que le permitía su situación económica.
    Allí llegó la mestiza por orden de su tío, con quien se casaría en 1552, ella de 17 años y él de 50. Tuvieron cinco hijos, tres varones –Francisco, Juan y Gonzalo– y dos mujeres –Isabel e Inés– de los cuales le sobrevivieron dos, en tanto que Hernando fallece en 1578. Doña Francisca volvió a casarse, esta vez con Pedro Arias Portocarrero, quien era hermano de la esposa de su hijo Francisco. Viviría hasta el 30 de mayo de 1598, en que falleció a los 64 años de su edad. El marido vivió unos pocos años más.
    El libro tiene un anexo referido al testamento de doña Francisca, documento donde provee todos los pormenores que deberán cumplirse en caso de su muerte. Hay otro extenso anexo sobre la querella judicial que siguieron Francisco de Ampuero y Francisca Pizarro sobre los gastos de su viaje a España. Nunca más regresó al Perú, menos a Jauja, su ciudad natal, erigiéndose en todo un símbolo del mestizaje peruano, al igual que el Inca Garcilaso de la Vega, cuyas vidas paralelas muy bien pueden servir para trazar el derrotero de nuestra identidad como hijos de dos mundos, de dos culturas que se imbricaron en algún momento de la historia y nos dejaron un múltiple legado que debemos saber honrar.

Lima, 23 de diciembre de 2018.

sábado, 22 de diciembre de 2018

Dramas prenavideños


    Es curioso, pero pareciera que precisamente por estas fiestas de fin año, donde se mezclan elementos religiosos –cada vez más atenuados– y estrictamente comerciales, se acentúan las enormes desigualdades sociales que atenazan a nuestra sociedad, encarnados en esos dramas cotidianos de los que somos involuntarios testigos desde el momento en que trasponemos el umbral de nuestras casas. No sin razón Nietzsche decía justamente que toda la filosofía la encontramos tirada en medio de la calle.
    En ese sentido, viajar en transporte público es tremendamente aleccionador. Un joven con evidentes limitaciones visuales sube al carro en el que viajo, tantea una mejor ubicación de pie entre los asientos delanteros y, después de unas breves palabras de introducción, entona alguna melodía con una zampoña que cuelga de su cuello. Continúa con una sentida alocución sobre su condición física, a la que se ha sobrepuesto con una indudable fortaleza de ánimo, dice,  para seguir en la brega en eso que algún filósofo llamó la lucha por la vida. Luego, algunos compases más, y pasa entre el público para solicitar alguna colaboración.
    Enseguida sube un hombre mayor con una canasta que contiene golosinas. También se encara a los usuarios del vehículo y empieza a narrar su propia peripecia, de la cual su hijo es el protagonista, postrado en cama por cierta enfermedad que le impide valerse por sus propios medios. El padre tiene que salir a conseguir el sustento a través de la venta de galletas, chicles y chocolates. No sé qué tanto, me pregunto, le podrá ayudar este tipo de negocio, pero observo en el rostro humilde del señor todo el drama de la existencia humana, mucho más quizás que en una novela de Sartre o en un tratado de Heidegger.
    Más adelante sube otro joven, casi un adolescente, que se dirige a los pasajeros en tono lastimero para relatarles su desventura. Su madre ha sido atropellada por un irresponsable chofer que se ha dado a la fuga. Estuvo internada en un hospital hasta hace unos días y ahora ya está en su casa, pero con una diferencia fundamental: no puede moverse, ha quedado parapléjica. Con visible llanto contenido en los ojos, el muchacho nos muestra sendas fotografías de su mamá en el hospital, primero, y en su casa, después. En ambas, echada en una cama, con la mirada lánguida de quien no pareciera todavía haber asumido su nueva situación.
    Son sólo tres dramas de los muchísimos que, estoy seguro, existen en todas partes. La diferencia es que de algunos sabemos algo porque salen a las calles a compartir sus penas y tribulaciones con los circunstanciales prójimos que se cruzan en sus caminos; pero de cuántos otros no sabremos quizás nada más que están allí, en el más frío anonimato, soportando estoicamente los golpes de la vida, yo no sé, como diría nuestro poeta más universal, seres que en silencio sobrellevan su pesada cruz sin tener a nadie, a veces, que pueda acudir en su ayuda.
    Mientras miles de hogares viven alborozados los momentos más exaltantes que preceden a la celebración de la Navidad, como las compras de regalos y los preparativos para la cena de Nochebuena, otras familias sufren los infortunios del destino, la tragedia desconocida del azar, que los ha elegido esta vez a ellos para aguzar los contrastes de la condición humana, para hacernos entender de qué sinsentido y absurdo está gobernado el mundo. Lo cierto es que nadie, a menos que esté premunido de alguna creencia religiosa, puede explicar la razón de esta dicotomía; tal vez porque no la haya, y estemos a expensas, como dice Schopenhauer, de la más ciega voluntad.
    Cómo conjugar, entonces, esta doble realidad que se nos hace más encarnizada en tiempos como estos; cómo celebrar, sin algo de culpa, una fiesta que, más allá de toda creencia, es una oportunidad de estrechar los lazos de quienes formamos parte de esa pequeña tribu que es la familia, la ocasión esperada durante todo un año para compartir como se debe con todos quienes forman parte de ese tejido esencial que es el motivo y el soporte de toda vida humana. Menudo desafío para tan complejo dilema.  

Lima, 20 de diciembre de 2018.

sábado, 15 de diciembre de 2018

En las narices de la fiera


    En la estela del mejor reportaje periodístico, y de la pluma de uno de los mayores escritores del idioma, he leído con expectación febril La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (Oveja Negra, 1986), libro en que el Nobel colombiano Gabriel García Márquez relata la fascinante historia del riesgoso viaje que se atrevió a realizar el cineasta chileno allá por 1985 al país que estaba prohibido de volver por orden de la dictadura de Pinochet.
     Esta hazaña, digna de una emocionante película, tiene todos los componentes además de una novela policial, desde su ingreso a territorio patrio bajo una nueva apariencia e identidad, con la intención expresa de documentar visualmente los doce años del régimen militar y su impacto en la sociedad, hasta su agónica salida que uno lee con el alma en vilo, cuando el cerco policial se estrechaba contra él y su caída parecía inminente.
    El narrador empieza describiendo la primera impresión que tuvo al llegar a Santiago, ciudad a la que halló cambiada, curiosamente limpia, radiante y pulcra, desarmando su intención inicial de filmarla con los estragos del gobierno militar en las calles, denunciando su inepcia en los sitios más evidentes. En medio del toque de queda que imperaba por ese entonces, se produjo dentro del hotel en que se alojó la primera coordinación con el equipo italiano que lo ayudaría en su tarea.
    Al día siguiente tendría algunos percances con los carabineros en el centro de la capital, de los que salió airoso gracias a su buena estrella. Filmó por cinco días más, en contacto permanente con el equipo francés, que operaba en el norte del país; el holandés, que lo hacía por el sur; y el italiano, en el propio Santiago.
    Descubre la miseria en los puentes del río Mapocho, donde turbas hambrientas se disputaban la comida con los perros y los buitres, pues “el milagro militar ha hecho mucho más ricos a muy pocos ricos, y ha hecho mucho más pobres al resto de los chilenos”, gracias a las recetas celestiales de la escuela de Chicago implantados por orden de los grandes centros de poder económico mundial y administrados servilmente por los ministros de economía del régimen.
    Miguel Littín y Elena, su acompañante, más el equipo italiano con el que coordinaba cada paso, recorren las llamadas poblaciones, esos barrios marginales de las ciudades mayores, como Santiago y Valparaíso. En ellas, los bolsones de la resistencia tienen viva la memoria de Salvador Allende, el presidente mártir, y de Pablo Neruda, el poeta inmortal, dos muertos vivos. Visitan Isla Negra, la legendaria y exótica casa que el vate construyó a 40 kilómetros al sur de Valparaíso, donde recibía a sus amigos con grandes banquetes y modales de pontífice.
    Se entrevista en secreto con los dirigentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, la más importante organización de la resistencia, integrada por jóvenes valientes que se jugaban la vida en la clandestinidad haciendo frente a las embestidas de la bestia, operando desde las sombras para tratar de desarticular las siniestras maquinaciones de los servicios de seguridad, que perseguían con saña y desaparecían con gran diligencia a los opositores y críticos del usurpador de La Moneda.
    Después de otras tantas idas y vueltas, corriendo riesgos enormes en las mismas barbas de la policía, equivocándose a veces en los códigos y las señales secretas de comunicación, Miguel Littín llega una noche, en pleno toque de queda, a la aldea de Palmilla, en el Valle Central, donde vive su madre en la vieja casa del abuelo griego. En un primer momento ella no lo reconoce, de tan cambiado que está, pero luego casi se desmaya al saberlo.
    La aventura llega a su fin con la prometida grabación en la misma sede de gobierno, el Palacio de La Moneda que fue bombardeado y destruido cuando el fatídico golpe del 11 de septiembre de 1973. Después de una espera de varias semanas, y en medio de infinitas precauciones, se terminan de filmar los treinta y dos mil doscientos metros de películas, la inmensa cola de burro que el cineasta Miguel Littín tuvo la dicha de colocarle al general Pinochet en sus mismísimas narices.
    Una historia apasionante, que se sigue entre el vértigo y la indignación, pero que de alguna manera nos recompensa de la ignominia que significó para América Latina la existencia de una dictadura atroz, criminal y genocida, una de las más feroces del continente, junto a la de Argentina. Una jugada maestra del artista que se burla de sus perseguidores y presenta al mundo un material valioso para el conocimiento de los entretelones de un periodo sombrío de nuestro pasado reciente.

Lima, 8 de diciembre de 2018.


sábado, 8 de diciembre de 2018

Cuentos andinos y costeños


    De la obra del escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez (1933-2018), sin duda que el título más reconocido y mencionado, en cuanta conversación, recuento o reunión se celebre en su nombre es País de Jauja; sin embargo, ello no debe opacar la ingente producción cuentística realizada por el narrador desde los años sesenta del siglo pasado, entre cuyos volúmenes sobresale notablemente Ángel de Ocongate y otros cuentos (PEISA, 1986), libro que acabo de releer con el placer renovado de constatar que se trata de la muestra más acabada de la descollante prosa poética del autor.
    El libro se divide en dos partes: la primera, ambientada en el mundo andino; y la segunda, teniendo como escenario paisajes de la costa. Puedo decir que todos, o casi todos los relatos, me han subyugado de manera especial, pues en ellos permea como una pátina de un antiguo misterio que, conjugado con el intenso lirismo que domina lo narrado, imanta al lector como si de un enigma sagrado se tratara. Veamos los resultados.
    En el cuento que abre el libro, que da nombre al conjunto y celebrado unánimemente por la crítica, asistimos perplejos a la historia de un ángel caído, errante y taciturno, que monologa interminablemente sobre su condición y su destino, tratando de descifrar el sentido de su existencia, situación que dota a sus reflexiones de misteriosas reverberaciones metafísicas, pues son también las preguntas que puede plantearse cualquier mortal, con independencia de sus limitaciones humanas, aun cuando el ángel cree hallar al final el sino de su condena en ese silencio, en esa soledad, crepúsculo y exilio con que se cierra provisoriamente el relato.
    En el segundo cuento, “En la luz de esta tarde”, domina una atmósfera fantasmal, donde un narrador en segunda persona va describiendo una realidad de la que lentamente el lector se va percatando que es ajeno; un mundo del que el protagonista-no protagonista está excluido, porque sencillamente está muerto. Y contempla, entonces, cómo su joven mujer, su madre, su padre y su hermana se mueven en esos espacios donde él ya no existe, pero donde está sin duda, mas como una presencia del trasmundo que visita los lugares y a los seres que conoció en vida, para quienes ya es sólo un recuerdo, un doloroso y querido recuerdo.
    En el “Cantar de Misael”, un legendario músico, nimbado por el mito, se aparece una noche en el puesto de Juan Gonzáles, también músico y que tenía su negocio en uno de los caminos del ande. Dado por muerto, el visitante se pone a escuchar las melodías que ejecuta el vendedor en su vihuela; mas, ante el requerimiento de este, el forastero pulsa las cuerdas y entona huaynos y yaravíes, despidiéndose luego tal como vino, entre la penumbra y el misterio.
    “Puente de La Mejorada” también es un relato erizado de enigmas, donde un sueño recurrente atormenta a Severiano Ramírez, hasta que llega al lugar ya entrevisto en su mundo onírico, visión que se resuelve en un final abierto que el lector puede conjeturar según sus propias inclinaciones. Lo mismo sucede en “El cuentero”, que relata la forma cómo el narrador y un grupo de amigos son desvalijados por un zorro, diablo o condenado, que por contarles tres cuentos les saca un dineral.
    Tolomeo Linares es un artesano dedicado a construir  partes para los fuegos artificiales. Vive en una casita precaria en el arenal, hasta que un día decide, con todos los ingredientes de los que se agenciaba en los numerosos trabajos que le encargaban, construir un castillo que lentamente se va elevando en medio del asombro de sus vecinos. Cuando está listo, con su rosa de corona, enciende la mecha que va recorriendo la estructura del artilugio desatando un espectáculo de luces abigarradas que terminan incendiando su casa y a él mismo, consumido por el fuego como una estatua solitaria. Es el final dantesco de “Rosa de fuego”.
    La presencia de un árbol desconocido en el jardín interior del negociante Anastas Isakian, provoca reacciones adversas de quienes lo ven o se acercan, especialmente de su mujer Noemí, que mira con suspicacia y animadversión al objeto de contemplación de su marido. “Enigma del árbol” nos presenta un final atroz, terrible y macabro, cuando al regresar de su encuentro con Estrella, Anastas se entera consternado de que Noemí le ha prendido fuego al árbol.
    En “Amaru” oímos el monólogo sostenido,  ribeteado de un intenso lirismo, de la sierpe mítica, evocando sus instantes creativos, sus pulsaciones vitales que tendrán siempre un perpetuo renacer, como de las cenizas lo hace el Fénix de la mitología europea.
    La segunda parte son relatos –como ya lo dije al comienzo– en la costa, concretamente en Lima, como “El organillero”, donde un músico ambulante y su mono recorren las calles de Barrios Altos ofreciendo sus vaticinios, hasta que un día se planta frente a un balcón desvencijado donde aparece una mujer misteriosa. Cierta mañana, al ver que la casona ha sido repentinamente demolida, encarga su simio a la dueña del lugar donde duerme y desaparece para siempre.
    “Encuentro frente al mar” es un cuento circular, como aquellos que solía imaginar Borges. Un joven decide ir al mar de La Punta para redondear un cuento que le ronda hace días. Encuentra en una banca un cuaderno con dibujos y versos. Pronto llega su dueña y entablan una conversación por algunos minutos. Se despiden y el joven regresa en el tranvía pensando en la muchacha y en el relato que va a escribir, donde describirá a su vez la historia del protagonista que va a la playa en invierno y tiene ese encuentro con la joven, y así hasta el infinito, como perdiéndose todo en la noche y la llovizna, diluyéndose como un sueño.
    Laurencia es una mujer de sesenta años, célibe, inmaculada, incólume, virgen, que se apresta a dar fin a una jornada que para ella debe ser motivo de afán cotidiano. Un narrador en segunda persona detalla los pormenores de ese momento en el siguiente cuento: “El descanso de la doncella”. El siguiente es “Princesa hacia la noche”, relato saturado de una atmósfera de inminencias fatales, la narración de un pescador sobre los últimos momentos de su mujer que agoniza allí en la cabaña donde viven frente al mar.
    “Flavio Josefo” se trata de un retrato, o un cuadro, donde un religioso sentado en una banca de la Alameda de los Descalzos, una noche envuelta en la neblina, evoca pasajes de su vida a la vista de un cuaderno que lleva entre las manos. En “El fierrero”, un hombre forja un tejido extraño de metal en la roca, a donde ha llegado para instalarse con su mujer lisiada y su hija anémica.
    “Una flor en la Buena Muerte” es, tal vez, el cuento más misterioso del conjunto. José María de Alesio es un empleado de la funeraria “El triunfo” –qué nombre para más irónico–, que cada tarde, cada noche, se encamina a la plazuela de la Buena Muerte, donde es protagonista de un hecho excepcional y fantástico al contacto con unos peces disecados que se exhiben en el escaparate de un taxidermista.
    Un viajero recuerda, a partir de una llave encontrada en el armario, la habitación de un hotel donde estuvo alguna vez, en una ciudad de la cual no tiene la certeza, pero que fue clave para el rumbo que tomó su destino. Es la idea central del cuento “Una habitación del hotel, quizás…”.
    En “San Juan, una tarde”, un cuadro antiguo del santo colgado en una trastienda de barrio, despierta la curiosidad y la suspicacia de los amigos del tendero, quien les relata los pormenores de su historia.
    “A lo mejor soy Julio” es un cuento extraño: un hombre llamado Rafael Fuentes es confundido permanentemente con un tal Julio, hasta que termina convenciéndose de que tal vez sea cierto que es como lo llama la gente, no sin desconcierto y admiración.
    “Leda en el desierto” es un magnífico colofón de este espléndido volumen de textos narrativos atravesados por un tenue y delicado lirismo. Un indudable hallazgo del reconocido escritor en su veta más íntima de orfebre de la palabra, pues cada secuencia está labrada con la maestría de una auténtica filigrana.

Lima, 1 de diciembre de 2018.
      

sábado, 24 de noviembre de 2018

Ida Vitale o la vitalidad de la poesía


    Una buena noticia para América Latina, por segundo año consecutivo, es la concesión del Premio Cervantes 2018 a la extraordinaria poeta uruguaya Ida Vitale, tan vital ella a sus 95 años y todavía viviendo en olor de poesía, esa forma laica y suprema de la santidad. Abrumada de premios –el 2009 recibió el Octavio Paz; el 2014, el Alfonso Reyes; el 2015, el García Lorca; el 2016, el Reina Sofía; el 2017, el Max Jacob; y este año, el que otorga la Feria del Libro de Guadalajara; y ahora, el más importante de la lengua–, la escritora, poseedora de un gran sentido del humor, ha ironizado diciendo que los premios los dan a la ancianidad, pero que no dan la impunidad.
    Creadora trashumante, salió de su país natal cuando la dictadura militar se instaló en los años 70, como casi en todos los países nuestros. Se instaló en México, donde fue acogida cálidamente, según la magnífica tradición de esa gran nación que antes hizo lo mismo con españoles, argentinos, chilenos y tantos otros exiliados que huían expulsados por los déspotas de turno. Al final recaló en Austin, en los Estados Unidos, donde ejerció la docencia por cerca de una década, hasta el retorno definitivo a la patria para vivir con la democracia recobrada.   
    Y allí, en su Montevideo querido, ha recibido el anuncio del ministro de Cultura de España, quien además ha leído uno de sus más emblemáticos poemas. Integrante de la generación del 45, con nombres mayores como los de Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti e Idea Vilariño, esta creadora infatigable, bajo el embrujo magistral de Juan Ramón Jiménez y de José Bergamín, ha sabido dotar a sus versos de una sencillez y profundidad parejas, piezas líricas desnudas de retórica, donde aborda todo el abanico de la experiencia humana. De su oficio, artesana de la palabra, dice: “Expectantes palabras,/ fabulosas en sí,/ promesas de sentidos posibles,/ airosas, aéreas, aireadas, ariadnas./ Un breve error / las vuelve ornamentales./ Su indescriptible exactitud/ nos borra”.
    En su libro del 2002, Reducción del infinito, título revelador de su afán constante por corregir, borrar, pulir el poema, habla del verso como alimento para el hambriento, del pan del espíritu, como “si fuese el fruto necesario / para el hambre de alguien”, en este mundo cada vez más alejado de las necesidades del alma, de la belleza del lenguaje, de la estética inconcebible de la palabra, que se ha pervertido en las sentinas de esa comunicación amputada y tronchada de las redes virtuales, herida de muerte en el balbuceo vertiginoso del hombre pasmado de estos tiempos.
    Fue compañera de ruta del acucioso crítico literario Ángel Rama, muerto en  el infausto día aquel de 1983 en que un accidente de aviación en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, se llevó a lo más selecto de nuestras letras, truncando las expectantes vidas del crítico uruguayo, del novelista peruano Manuel Scorza y del poeta mexicano Jorge Ibargüengoitia. La poeta ya estaba unida al también escritor platense Enrique Fierro, recientemente fallecido el 2016.
    Es el segundo año, decía, en que el afamado galardón recala por estas tierras, pues el año pasado le tocó el turno al estupendo escritor nicaragüense Sergio Ramírez, rompiendo una vez más el pacto no escrito de alternar cada año entre un autor de la península y uno de América Latina, lo que en verdad era, y es, una absurda política de premiación literaria, sobre todo teniendo en cuenta no sólo el estricto asunto demográfico –los hablantes del español somos abrumadoramente mayoritarios en este lado del Atlántico– sino también la calidad indudable de los creadores hispanoamericanos, que superan en número a los autores españoles. Hay varios nombres todavía en vereda, aguardando su momento para acceder a tan codiciado reconocimiento.
    La suya es una poesía descarnada, que alza su vuelo en procura de lo imposible, para que la luz de esta memoria, su palabra dada, nos busque paso a paso, con oído andante, por los jardines imaginarios de este invierno equivocado. Sumerjámonos, pues, en su maravillosa poesía, para salir cada vez  refrescados al insomne barullo de los días.

Lima, 18 de noviembre de 2018.
  
   

Psicoanálisis del fujimorismo


    El Perú vive uno de los momentos más cruciales de su historia, ahora que ha vuelto a descubrirse un caso más, de los muchos revelados en las últimas décadas, de corrupción endémica en las altas instancias de los poderes del Estado y de las organizaciones políticas. Lo sucedido en las recientes semanas, a raíz de las audiencias celebradas en el Poder Judicial, con respecto a un pedido de la fiscalía de detención preventiva de la lideresa del mayor partido de la oposición, invita a reflexionar sobre la naturaleza política, social, psicológica y moral de una agrupación que en las tres últimas décadas ha jugado, mal que nos pese, un rol protagónico en la vida nacional.
    Se trata, a todas luces, de un caso sui géneris, tanto por la índole de los personajes involucrados en el mismo, como por las consecuencias aterradoras que vamos viendo en el desenvolvimiento de los hechos que son materia de análisis. Tenemos, por un lado, el comportamiento abiertamente antidemocrático de dicho partido, sus tácticas sibilinamente dilatorias en asuntos que conciernen a investigaciones a gente de su entorno, así como los arteros mecanismos de defensa a que echan mano cada vez que se ven confrontados en situaciones de flagrante falta o delito. Por otro, está su tozudo  empecinamiento en negar descaradamente lo que es evidente para cualquier observador desapasionado: su nexo inocultable con gente facinerosa en distintos ámbitos del poder,  y su insensato afán de seguir protegiendo y apañando a personajes cuestionados hasta la médula, sosteniéndose en el cargo con la mayor desvergüenza del mundo.
    A nadie pueden convencer, por ejemplo, de que se trata de persecución política la impecable investigación fiscal que ha puesto en detención preventiva por 36 meses a su máxima figura. No pueden agarrarse al hecho de que como la susodicha es un personaje político, todo aquello que le atañe necesariamente debe poseer esa condición, como quieren razonar los interesados voceros del fujimorismo y su larga cohorte de opinantes, opinólogos y blogueros de ocasión que le sirven de furgón de cola a tan descabellada interpretación. Aquí no se trata de una presa política, como lo ha reconocido el propio presidente actual del Congreso, sino de una política presa, en virtud de las causales que establece el Código de Procedimiento Penales, por los presuntos delitos que serán materia del siguiente paso del proceso que se le sigue.
    Los mensajes de texto en una conocida red social,  revelados por la prensa, los han dejado igualmente en una situación penosa. Han sido hallados, como se dice, en calzoncillos. Ellos pueden argüir en su defensa todos los derechos que quieran: a la libertad de pensamiento, a la de expresión, o a lo que se parezca; pero que no pretendan que todas esas procacidades e injurias con las que se expresan del gobierno, del Presidente de la República y de algunos medios de comunicación, los deje sin mácula ante la opinión pública, pues ello es la demostración tangible e irrebatible de que estamos ante una recua de sujetos impresentables y ordinarios que en verdad siempre constituyó la esencia del fujimorismo. Tampoco tenemos que hacernos los sorprendidos.
    Por eso extraña la tardía renuncia del congresista Francesco Petrozzi a sus filas, cuando la verdadera interrogante que debemos hacernos es por qué este señor, un artista del mundo de la ópera con una trayectoria reconocida a nivel internacional, tuvo la malhadada ocurrencia de postular con ese grupete de pacotilla al Congreso, cuando era evidente que entre esa mesnada y la cultura existe todo un abismo insalvable de distancia. Está demostrado hasta el hartazgo, de que cada vez que escuchan la palabra cultura, al estilo del jefe de propaganda nazi Goering, sacan la pistola de su verborrea lumpenesca y de alcantarilla, disparando a diestra y siniestra contra quienes encarnan un mínimo de decencia y civilidad en este país. La tristemente tríada de los noventa, representada por Martha Chávez, Carmen Lozada y Luz Salgado, ha tenido sus réplicas aumentadas y corregidas en las Rosa Bartra, Úrsula Letona, Leyla Chihuán, Karina Beteta y Alejandra Aramayo de hoy, que cobijadas bajo el grupo de chat La Botica han desvelado ante el país y el mundo los subterráneos lúgubres y tenebrosos de sus almas, la sordidez calamitosa de sus espíritus, corroídos por la lepra de la ordinariez y la mediocridad.
    La señora K. jamás adoptó un talante democrático, como cuando se negó a reconocer su derrota en las últimas elecciones, y saludar por consiguiente al vencedor, en clarísima actitud de pataleta infantil, aun cuando eran evidentes sus esfuerzos fallidos de acomodarse a las circunstancias políticas, espoleada únicamente por el interés y el cálculo en su forma más burda. En suma, la suprema impostura, la abolición de todo rastro de decencia, la negación misma de lo que significa civilización, educación y cultura en la convivencia humana.

Lima, 10 de noviembre de 2018.
   

sábado, 27 de octubre de 2018

Trópico de cáncer

A Roberto y Sarita, in memoriam 

    En menos de dos meses, hemos tenido la desgracia de perder en nuestro entorno familiar a dos personas, muy estimadas por sus múltiples valores que como seres humanos demostraron en diferentes facetas de la vida. Dos amigos que supieron ganarse nuestro cariño a fuerza de su radiante simpatía, su afectuosa entrega y el paciente cuidado que permanentemente ponían en el trato con cada uno de sus amigos, a quienes envolvían con su tierna sonrisa en un abrazo de luz y de cálida alegría.
    Hemos visto con pavor la progresión de sus males que lentamente los iban minando, debiendo someterse a engorrosos tratamientos médicos que al fin y al cabo poco o nada pudieron hacer para detener siquiera el avance arrollador de ese mal tan temido en nuestros tiempos: el cáncer. El temible cangrejo se ramificó a una velocidad espantosa, atenazando con sus malignas extremidades diversos órganos vitales que sucumbieron vertiginosamente ante su letal avance.
    Cómo olvidar a Sarita, cariñosa y risueña amiga que compartió con nosotros instantes de sana alegría y esparcimiento, como invitada segura a cualesquiera reunión –ya sea cumpleaños, aniversarios o fechas especiales– que celebrábamos en casa; así como cuando teníamos ocasión de visitarla en su espaciosa y ecológica residencia en una zona de La Molina. Cuántos años nuevos esperamos allí, o en su anterior vivienda en Surco, atendidos diligentemente por su esposo Wilmer, siempre bonachón y dicharachero,  y sus bellas hijas Nátali, Gabi y Sandra –joven mamá de un precioso e inteligente niño.
    Supimos de su enfermedad hace poco más de un año, cuando empezó su tratamiento de quimioterapia en el hospital de Neoplásicas, dando positivos resultados, aparentemente, pues luego continuó con sus intensas actividades sociales viajando e incursionando en algunos medios, promoviendo siempre la superación individual y el desarrollo personal como herramientas para alcanzar el bienestar y la calidad de vida. Cuando la enfermedad recrudeció regresó a Lima, donde estuvo al cuidado de sus hijas hasta los momentos finales, dejando con su partida un reguero de penas y recuerdos que han marcado con dolor a todos quienes apreciamos y gozamos de su amistad.
    Y cómo no recordar a Roberto, magnífico amigo que nos brindó su cariño y su generosidad sin reservas. Cada vez que nos lo encontrábamos en la calle, se acercaba con una gran sonrisa en los labios pronunciando nuestros nombres adornados con graciosos adjetivos, comentando los sucesos domésticos o sociales con su característico lenguaje coloquial y de replana, recreando o inventando curiosos y divertidos términos para nombrar a las cosas más comunes y corrientes. Su voz singular nos despedía con su sonora resonancia alejándose entre bromas y risas.
    Hincha acérrimo del Sporting Cristal, el club de sus amores, que pintó de celeste no sólo los ámbitos caseros y los objetos de su uso cotidiano, sino hasta su corazón y su destino. Acudía al estadio todas las veces que el equipo rimense se enfrentaba al rival de ocasión, y ganara o perdiera, volvía siempre con la pasión más celeste que nunca. Tenía en la memoria las fechas y los nombres de partidos y jugadores de diferentes épocas, jornadas gloriosas y campeonatos del tradicional equipo de La Florida. Su esposa, la señora María, y sus hijos Consuelo y Tito compartían esa pasión, así como Flavio y Fabián, sus nietos adorados.
    Cuando sintió una pequeña molestia, hace unos meses, fue a consulta, cuyos resultados arrojaron preocupantes desenlaces. Desde ese momento, fueron ellos los que estuvieron más cerca de Roberto, acompañándolo en sus pruebas y chequeos en el hospital de Policía, hasta que los dolores se hicieron más intensos e insoportables. Como lo veíamos abatido, tratando de darle ánimos, le decíamos que pronto estaría mejor para celebrar los cumpleaños que venían –a los que él era infaltable con sus regalos y su radiante alegría–, mas su respuesta invariable apuntaba tenebrosamente a que pronto lo visitaríamos en el cementerio.
    Un día de finales de julio recibimos la súbita noticia que nos dejó paralizados. Cómo es que en tan poco tiempo haya podido progresar el mal, desgarrando la jovial y jocunda vitalidad de un hombre todavía fuerte y joven, tronchando sus sueños y esperanzas de ver a sus seres queridos realizarse en este mundo. Qué injusticia, qué desazón, qué desesperanza e impotencia sentimos ante el destino que se lleva antes de tiempo a los seres más entrañables, dejándonos la sensación incontrovertible de estar asistiendo a una cruel equivocación cósmica, a un error garrafal de los hados. Pero qué más… dos jóvenes vidas segadas tan abruptamente.
    Esta es mi despedida provisional, amigos inolvidables, en algún momento y en alguna instancia, más allá del tiempo y sus contingencias, volveremos a estar juntos para seguir celebrando el sencillo acontecimiento de la amistad y sus dulces frutos, volveré a verlos sonreír con su enorme y natural felicidad en homenaje perpetuo a la vida que ustedes  prodigaron por los caminos y las sendas de este mundo.

Lima, 27 de octubre de 2018.   

La muerte en Estambul


    Una verdadera tormenta política se ha desatado en el mundo árabe, con graves implicancias internacionales, a raíz de la desaparición seguida de muerte del periodista saudí Jamal Kashoggi en el Consulado de Arabia Saudita en Estambul. Todos los testimonios recogidos por la inteligencia turca apuntan a que Kashoggi, luego de haber ingresado a la sede diplomática el pasado 2 de octubre –con el fin de realizar trámites documentarios en vistas a su próximo matrimonio con una ciudadana turca–, no salió más, y que un grupo de 15 agentes enviados por el régimen de Riad lo habría torturado, asesinado y troceado para desaparecer todo rastro de su crimen. Enseguida, su cuerpo fue aparentemente diseminado por lugares que la policía turca investiga con denuedo.
    La versión de las autoridades de la monarquía saudita ha variado conforme han pasado los días: primero dijeron que no sabían nada de su paradero; después, que estaban investigando entre sus representantes en Turquía; para, finalmente, admitir que el periodista había muerto en circunstancias en que se produjo una pelea al interior de la legación diplomática. Una explicación bastante pueril, por decir lo menos, que sin embargo ha contentado a medias al mandatario estadounidense, quien se ha mostrado igualmente errático en sus respuestas ante el hecho.
    Las reacciones a nivel mundial pasan, en primer lugar, por la cancelación de su asistencia al foro en el país árabe –llamado el Davos del Desierto– de los representantes de Francia, Reino Unido y Holanda; en segundo lugar, Alemania también suspende la venta de armas que ya tenía pactado con el reino; y en tercer término, la presión y exigencia de los respectivos gobiernos de la Unión Europea para obtener una explicación valedera sobre lo ocurrido con el periodista saudí.
    Jamal Kashoggi fue muy cercano a Mohammed bin Salmán, el príncipe heredero que ejerce el poder, hasta el año pasado, cuando comenzó a distanciarse por estar en desacuerdo con algunas actitudes del monarca en relación a las libertades fundamentales que ponía en entredicho con su forma de gobierno. Esto lo obligó a exiliarse en los Estados Unidos, donde colaboraba con una columna de opinión en el influyente diario The Washington Post, en cuyos artículos manifestaba constantemente su preocupación por los serios recortes a la libertad de expresión en su país, así como amenazas a críticos  del régimen, persecuciones a los disidentes y violaciones de los derechos humanos. La última columna que el diario publicó del periodista, enviado por un amigo después de unos días de su desaparición, se tituló justamente “Lo que más necesita el mundo árabe es libertad de expresión”.
    Decía que Donald Trump ha tenido una actitud errática porque ha pasado de condenar el asesinato a tener una reacción más indulgente cuando el gobierno árabe se ha desmarcado del mismo, pero sobre todo porque está en juego el apetitoso negocio de las armas, que Estados Unidos vende al país que es el mayor productor de petróleo del planeta. Quien no ha sido para nada contemporizador es el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, quien ha condenado en duros términos lo ocurrido culpando directamente al príncipe, además de revelar los audios donde se aprecia la cruel tortura a que fue sometido el periodista, pues lo golpearon, le cortaron los dedos y finalmente lo descuartizaron. Sencillamente, horripilante.
    El caso de Kashoggi es uno entre los centenares de periodistas asesinados cada año en el mundo: en Ecuador, en México, en el Medio Oriente, en Italia, en Rusia, etcétera. Enumerarlos llenaría páginas de páginas, demostrando todo ello lo riesgoso y peliagudo que puede llegar a ser este oficio que el entrañable Gabo llamaba el más hermoso del mundo. Al ser el periodista una figura imprescindible en la sociedad, como fiscalizador y crítico del poder, se gana fácilmente la enemistad de autócratas, dictadores, sátrapas y toda esa laya de pequeños hombres investidos de poder que se arrogan el ilegítimo derecho de disponer de la vida y la muerte de aquellos que osan cuestionar su ilimitada y todopoderosa majestad.
    Aun en las democracias se intenta silenciar con medios velados y trampas legales a la prensa, cuando ella es molesta y esclarecedora de los abusos y tropelías que se quieren perpetrar desde el poder legítimamente constituido. El acoso, la persecución, la amenaza, la denuncia, se convierten en armas contundentes de ciertos políticos que en pleno Estado de Derecho buscan exterminar al mensajero, para ocultar y enterrar sus propias inmundicias, acallando las voces que señalan los delitos y latrocinios en que incurren con el fin de ser cubiertos por el vil manto de la impunidad. Lo vemos ahora mismo en nuestro país, a propósito de los últimos acontecimientos con una ley mordaza que felizmente no prosperó.
    No debemos bajar la guardia ante la prepotencia y exigir inmediatamente la exhaustiva investigación de la muerte de Kashoggi, para que los criminales se sometan a la ley y reciban el castigo que merecen. La comunidad internacional no debe permitir que los asesinos se salgan con la suya. Estaremos vigilantes.

Lima, 27 de octubre de 2018.       

martes, 16 de octubre de 2018

La embestida neofascista

    Estamos asistiendo, entre espantados y absortos, al auge de líderes y movimientos de ultraderecha que están accediendo al poder, o lo están intentando, en numerosos países del mundo, especialmente de Occidente, que incluye Europa y América. El caso más reciente lo vemos en Brasil, donde el candidato del ultraconservador Partido Social Liberal (PSL), el exmilitar Jair Bolsonaro, acaba de obtener un rotundo triunfo en las elecciones de la primera vuelta del pasado 7 de octubre con un impresionante 46 % de los votos.
    Y todo indica que en la segunda vuelta alcanzará la mayoría suficiente para convertirse en el próximo inquilino del Palacio de Planalto. Las posibilidades del candidato del Partido de los Trabajadores (PT), Fernando Haddad, heredero del legado de Lula y víctima de la desconfianza del electorado hacia un partido que terminó envuelto en los escándalos de corrupción que todos conocemos, son pocas, por no decir mínimas, salvo que en el último momento, un vuelco en la conciencia cívica del pueblo brasileño impida el triunfo, que sería letal para la democracia de ese país y para América Latina, del líder neofascista.
    No es poca cosa lo que puede suceder el próximo 28 de octubre, fecha de la segunda vuelta y día clave que decidirá el futuro del gran país sudamericano. Pero cómo es que hemos llegado a este escenario de pesadilla, al punto de que un desconocido, que supo aprovecharse de la coyuntura crítica que vive el país, se haga del poder a través de una campaña impulsada por los instintos más primarios del ser humano. Apelando sobre todo al miedo y a la mentira –como ya lo vimos en su momento en el caso de Donald Trump en los Estados Unidos–, ha logrado cautivar a una población desorientada y confusa por los hechos de los últimos tiempos.
    Sin embargo, lo que me llama poderosamente la atención, es el afán contemporizador y hasta cierto punto indulgente y concesivo de algunos líderes de opinión que buscan minimizar, por no decir banalizar, lo que está a un paso de suceder. Ver simplemente el asunto como un casual juego de la democracia, donde se alternan cada tanto posiciones contrapuestas del espectro político, resignándose a que sea ese pueblo, obnubilado por un mensaje populista, el que decida lo que cree que más le conviene, es no percibir el paisaje de fondo y aquello que verdaderamente está en juego.
    Un hombre que es capaz de decirle a una mujer que no la violaría porque es fea, o que preferiría un hijo muerto a uno gay, o que las mujeres no deben tener el mismo salario que los hombres porque salen embarazadas, o que la función de la policía no es torturar sino matar; que ensalza la violencia y es nostálgico de la dictadura, que ama las armas y piensa que la violencia es la panacea social, y que tener una hija sólo puede explicarse por un momento de debilidad, no es precisamente el hombre idóneo para dirigir a una nación. Es un crápula, un verdadero energúmeno que tendría que pasar, como mínimo, por un consultorio psiquiátrico para evitar así que se convierta en un peligro para la sociedad.
    Pero así es la democracia, pues, dicen sus abiertos y enmascarados defensores, restándole importancia a la amenaza que se abate sobre un país en su hora más aciaga. ¿Acaso no ha declarado también que no reconocería un resultado si él no fuera el ganador? La gran paradoja de la democracia es que precisamente permite albergar en su seno a personajes con tintes marcadamente autoritarios y despóticos. Un espécimen que tiene instalado en su estructura mental un mundo binario para explicarse la realidad, que utiliza el pensamiento maniqueo para encasillar y luego despreciar a los demás sólo porque son diferentes, no creo que sea la figura más adecuada para conducir los destinos de un país. Un individuo que, como su mentor norteamericano, no tiene ningún empacho en exhibirse  impúdicamente como un racista, machista, xenófobo, homófobo, misógino, sexista y demás lindezas, sencillamente está incapacitado moralmente para erigirse en presidente de cualquier país. Pero ya vemos que la realidad, desgraciadamente, es distinta, que los pueblos pueden elegir prácticamente a su propio verdugo, como la historia lo ha demostrado hasta la saciedad.
    Es por eso que cientos de miles de mujeres, encarnado en el movimiento #EleNao (Él No), expresaron hace unas semanas en las calles de las principales ciudades brasileñas su rechazo a Bolsonaro, por representar justamente aquellos valores anacrónicos y antihistóricos que pretende imponer una vez salga elegido presidente de la República. Igualmente los intelectuales brasileños han salido a decir, solitariamente, lo que sienten y piensan ante el peligro que se cierne sobre su país a partir del próximo 28. La periodista y escritora Eliane Brum, los sociólogos Fernando Limongi y Manuel Castells, la escritora e historiadora Lilia Schwarcz y muchos más advierten claramente a sus compatriotas del abismo ante el que alegremente se inclinan con su decisión de ese domingo. En el mismo sentido se han manifestado los músicos emblemáticos de ese país, como los entrañables Caetano Veloso, Gilberto Gil y Chico Buarque. Es mejor no hablar, en cambio, del apoyo que viene recibiendo este candidato de algunas figuras del deporte de ese país, así como del movimiento evangélico, situación que es hasta cierto punto entendible.
    La humanidad se degrada con sujetos de esta calaña. No queremos más en el mundo personajes como Trump, Orbán, Salvini, y ahora Bolsonaro, pues constituyen una auténtica afrenta para la dignidad humana y para el sentido común de la decencia, la civilización y el respeto por los inalienables valores del espíritu.

Lima, 13 de octubre de 2018.   

domingo, 7 de octubre de 2018

Edgardo Rivera Martínez


    En un día en que normalmente nos hubiésemos levantado con la noticia del anuncio del Premio Nobel de Literatura 2018, cosa que no sucederá, pues, como todos sabemos, este año no se concederá el citado galardón –por los oscuros sucesos de acoso y abuso sexual que envuelve a la Academia, actualmente en reformulación–, en cambio, nos sorprende tristemente con la del fallecimiento de un querido autor nacional.
    La muerte del escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez (1933-2018), marca un hito en la historia de las letras peruanas, pues su figura trasciende de la mera presencia local y regional para escalar a niveles no sólo nacionales sino incluso internacionales, teniendo en cuenta, entre otros logros, su segundo lugar en el concurso Rómulo Gallegos con su afamada novela País de Jauja. Su partida del último jueves 4 por la noche nos deja en la mayor desolación, en un año signado curiosamente por la ausencia de tantos notables creadores, artistas e intelectuales del Perú y del mundo.
    La última vez que tuve ocasión de estar en contacto con Edgardo fue a raíz de la publicación de mi primer libro, cuyos originales le hice llegar a mediados del año pasado con el fin de que pudiera escribir un breve comentario para la contracarátula. Como el tiempo pasaba, y mi editor presionaba para tener ya las palabras del reconocido narrador, me vi en el apuro de volver a escribirle excusándome por la impertinencia y el atrevimiento de solicitarle algo que, tal vez –especulaba para mis adentros– no estuviera a la altura de sus expectativas y por lo tanto mereciera la pena unas frases.
    Estaba en ese trance, debatiéndome en la incertidumbre de no saber si mis textos le suscitaban alguna reacción, cuando recibimos la llamada de Betty, su esposa y leal compañera, quien se disculpaba por el retraso en nombre de Edgardo y pasaba a explicar brevemente el motivo de la demora. Nos dijo que, en primer lugar, Edgardo estaba escribiendo su próxima novela y, como es lógico suponer, esto le absorbía casi todo su tiempo; pero que, haciendo un paréntesis, se había puesto a leer mis originales, siendo capturado por los temas que desarrollaba, con tanto interés y paciencia, que pasaba de uno a otro texto con la interrogante y el asombro de no saber quién era realmente ese autor que se permitía abordar de tal manera las materias de que trataba.
    Celebré silenciosamente esa primera condecoración del maestro, para enseguida, al cabo de unos pocos días, recibir los comentarios elogiosos que aparecen ahora en la contraportada de la flamante edición de mi  El centauro en el espejo (Acuedi, 2018). Nada me resulta por ello más gratificante que el hecho de que el mayor nombre de las letras jaujinas haya apadrinado, de esta manera, mi debut libresco.
    Por eso siento que, en muchos sentidos, Edgardo está y estará con nosotros por siempre, y que su legado es infinito e inagotable, pues aparte de sus libros –entre novelas, cuentos y ensayos– está su calidad de ser humano, visible y patente en los pocos pero intensos momentos que la ocasión nos brindó de departir en su compañía. Abundar en el significado de su obra sería reiterar los tópicos que ya se han repetido en las necrológicas y homenajes que se le han tributado, por lo que sería ocioso recalar en ellos. Lo único que no debemos olvidar es cómo su literatura inscribió en el imaginario de los lectores la bienhechora y fantástica idea de una sociedad que ha llegado a armonizar sus aparentes contrastes, un país de todas las sangres que alcanza por fin ese oasis de armonía, inclusión y tolerancia, gracias al conjuro de una cabal comprensión de la aventura humana abierta a todas las vertientes de la cultura, simbolizado mágicamente en el arte –especialmente la música–, que se yergue en el gran catalizador de todas las diferencias y en el signo mayor de la gran fraternidad universal.
    Ese es el sentido trascendente del nombre poético que eligió precisamente para conjugar la diversidad que nunca debe significar separación ni distancia: Jauja, el país del mito y la historia, la utopía al alcance de las manos, la Arcadia fundacional y real, la tierra bíblica que mana leche y miel, el anhelado El Dorado de los conquistadores, la ciudad moderna que puede ser la metáfora perfecta de la felicidad para los seres humanos ya no más condenados a cien años de soledad.
    Hasta siempre, maestro; los inmortales viven más allá de las contingencias de la carne y el tiempo.
   
Lima, 7 de octubre de 2018.            

sábado, 22 de septiembre de 2018

La langosta se ha posado

    He terminado de leer El hombre en el castillo (Minotauro, 2018), de Philip K. Dick, una estupenda novela de 1962 que puede ser catalogada como una auténtica ucronía, una historia alternativa o, como dicen algunos críticos, una historia contrafáctica, tendencia que se ha puesto en boga últimamente en la literatura de la llamada ciencia ficción. Los países del Eje han vencido en la Segunda Guerra Mundial y se han repartido áreas de influencia del territorio de los Estados Unidos. Los nazis ocupan la costa atlántica y los japoneses la pacífica.
    Ambientado en la ciudad de San Francisco, donde prevalecen autoridades y empresas niponas, Robert Childan es un comerciante de objetos antiguos de colección que administra Artesanías Americanas S.A. Los esclavos pululan por el puerto, mientras los alemanes habían convertido el mar Mediterráneo en campos agrícolas, a la par que en África ponían en práctica el exterminio de toda la población aborigen. Asimismo, los viajes interplanetarios eran impulsados como parte de su política de conquista y colonización  de los planetas.
    El señor Baynes es un sueco de origen judío que llega a San Francisco para una transacción comercial con el señor Tagomi, jefe de las Misiones Comerciales del Gobierno Imperial. Se trata en realidad de un espía, pues en realidad es alemán y usa pseudónimo, que trata de informar a los japoneses de los planes germánicos para dominar a su ex aliado. Un grupo de la SD nazi le sigue los pasos con el fin de capturarlo y enviarlo de vuelta a Europa.
    Los alemanes tienen un campo de concentración, con hornos crematorios, en Nueva York; el presidente Roosevelt había sido asesinado por Joe Zangara; los japoneses no destruyen la flota norteamericana en Pearl Harbor; son algunos de los hechos contrafácticos que pueblan la novela. Este último dato figura a su vez en la novela “La langosta se ha posado” de Hawthorne Abendsen, que varios de los personajes de la historia leen a pesar de estar prohibida en el país. El escritor vive en las montañas Cheyenne -eso es lo que hace creer, al menos- cercado por alambre de espino electrizado, resguardado en su castillo por la amenaza que pende sobre su cabeza al haber escrito un libro que se aproxima a la historia real, pero que es toda una provocación al entramado por el que discurre la ficción.
    Un elemento insólito en una realidad ya de por sí fantástica es la presencia del I Ching, el viejo oráculo chino, el libro de los cambios, guía a la que se acogen diversos personajes de la historia, que ven en sus designios claros derroteros de aquello que les va a suceder, o advertencias precisas para que ejerciten variaciones eficaces de hechos que casi son inminentes.
    A la muerte de Hitler asume el mando del Reich Bormann. Y cuando este último fallece, los viejos Goering y Goebbels compiten por la sucesión, en una sorda lucha que termina con el triunfo del segundo. Entre tanto, el señor Childan realiza una visita a la casa de los Kasoura, Paul y Betty, unos clientes que alguna vez se interesaron por ciertos objetos de su tienda de antigüedades. En cuanto ha traspuesto el umbral de su departamento, siente el wabi, ese sentido minimalista del arte japonés de la armonía, de la proporción en el espacio en la mejor expresión del Tao. Descubre a la vez que ellos también están leyendo el libro prohibido, al cual Paul considera no tanto de ciencia ficción -género al que es aficionado- sino de aquellas que hablan de otro presente posible.
    Quien también está leyendo el libro es Freiherr Hugo Reiss, el cónsul del Reich en San Francisco, cruzándosele por la mente en algún momento la posibilidad de eliminar a su autor, cosa que finalmente descarta. Mas este proyecto criminal está en marcha a través de Joe Cinnadella, un hombre de la SD, la policía secreta alemana, encargado de acabar con Abendsen. Para ello busca involucrar a Juliana Frink, ex esposa del judío Frank, con quien ha entablado una relación. Ésta se da cuenta de la misión secreta y lo deja malherido en un hotel de Denver, camino hacia la casa del escritor.
    Mientras consulta el oráculo, hace una llamada a Cheyenne anunciando su visita próxima. Pero cuando llega y conoce a la mujer del escritor, y enseguida a él, se produce una situación inesperada. Una discusión sobre un asunto trivial deja tensa la atmósfera del encuentro, en un final que rompe todo ese encanto esperanzado que el lector se había hecho sobre un momento axial de la novela. Sin embargo, más allá de este revés, la novela es una magnífica demostración del talento narrativo de este autor que ha entregado al género obras imprescindibles.

Lima, 16 de septiembre de 2018.   

Sentimiento del tiempo


    Acabo de leer Elegía, una estupenda novela del recientemente fallecido escritor estadounidense Philip Roth (1933-2018), candidato en todos los últimos años al Premio Nobel y autor de una compacta obra de ficción y de ensayos que lo sitúan entre los más importantes autores contemporáneos de los Estados Unidos, conjuntamente con Cormac McCarthy, Don DeLillo, Paul Auster, Thomas Pynchon y otros de la hornada posbélica de la segunda mitad del siglo XX.
    Elegía es una preciosa novela sobre el acabamiento vital, sobre las enfermedades que lentamente nos van preparando para el momento final, ese instante que a todos los mortales nos tiene reservada esta vida que, como dice el protagonista, nos has sido dada por alguien al azar y fortuitamente, por una sola vez y sin razón conocida o conocible. Un verdadero enigma para el ser humano, una apuesta en la que nos jugamos el todo o la nada, o como lo diría poéticamente el gran Giuseppe Ungaretti, un relámpago de luz entre dos eternidades de tinieblas.
    Un hombre ha muerto y están en el cementerio para despedirlo una de sus tres exesposas, sus hijos, su hermano y su cuñada y algunos colegas. También su enfermera particular, Maureen. Su hija Nancy toma la palabra para contarles a los presentes la historia de cómo su bisabuelo fue el fundador de ese camposanto judío en donde ahora se aprestan a enterrar a su padre. Luego interviene el hermano mayor del difunto, Howie, quien traza la semblanza del fallecido, hijos ambos del joyero del condado Elizabeth, en Newark.
    Se evocan sus varias operaciones de niño, especialmente uno de hernia que termina en un pensamiento pavoroso. En la noche anterior a la intervención, es testigo de la muerte del niño que comparte su habitación en el hospital, inaugurando de manera brutal su primera conciencia de la muerte. Ya mayor, divorciado de su primera esposa, Cecilia, se somete a una operación del apéndice, devenida en peritonitis; otra clarinada de alerta de los avisos que va dando el destino sobre la marcha inexorable hacia la muerte.
    Se quedó un mes en el hospital, tenía 34 años y estuvo a un pelo de perder la vida. Veintidós años después, volvería al quirófano en un hospital de Manhattan para una cirugía cardíaca. Nuevamente, en 1998 vuelve a ser ingresado para someterse a una angioplastia de la arteria renal. Es decir, estos sucesivos hitos que van marcando las señales indubitables de su deterioro físico, le hacen contemplar el mismo fenómeno en las personas que lo rodean, un sentimiento del tiempo concreto y tangible.
    Al jubilarse a los 65 años, abandonó Manhattan para instalarse en el complejo residencial para ancianos Starfish Beach y dedicarse a la pintura. Allí conoce a Millicent Kramer, una viuda de su edad que después de quebrarse en medio de una sesión del taller de pintura, que el hombre había abierto en las instalaciones del complejo, termina suicidándose días después. Reflexiona hondamente si ese es el camino que él debe tomar también ante la embestida de la decrepitud que es inminente. Es la clásica disyuntiva en que se sitúa el ser humano cada vez que tiene que plantearse el problema del sentido de la existencia, sobre todo en un momento en que ya se presiente el desmoronamiento y la cuesta abajo de nuestro paso por este mundo, pues como alguien le recuerda al  protagonista, hay una verdad atroz que debe llevar en su memoria, una sentencia lapidaria que martillará su pensamiento a partir de ese instante: “La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre.”
    La conversación del hombre con el sepulturero, en una de sus visitas al cementerio en donde descansan sus padres, es toda una lección sobre la vida y la muerte, un aprendizaje práctico en medio de la tierra escavada y de la fosa que se va abriendo paletada tras paletada para recibir ese cuerpo que ha sido abandonado para siempre por ese otro misterio que solemos llamar alma, y que no es sino ese fuego invisible que nos insufla esta maravilla que, a pesar de todo, denominamos vida.
    Con este libro, Philip Roth ha ingresado triunfalmente al grupo selecto del rincón privilegiado de mi biblioteca personal.

Lima, 1 de septiembre de 2018.

domingo, 26 de agosto de 2018

El espíritu de la tribu

    A raíz del drama que vive un país hermano nuestro y del consiguiente éxodo que ha comenzado a experimentar una parte importante de su población, que huye de la espantosa crisis económica, del insoportable clima de vulnerabilidad en todos los sentidos vitales, espoleados en última instancia por el innato sentido de supervivencia, se empieza a agitar entre nosotros, de un modo peligroso e irresponsable, el fantasma grotesco de la xenofobia.
    Es el mismo sentimiento que ha permitido en Europa, por ejemplo, el encumbramiento de partidos y movimientos populistas de derecha que recuerdan de manera estremecedora los tiempos previos a la ascensión de Hitler al poder en Alemania en los años 30 del siglo pasado. O la misma llegada del actual presidente Donald Trump a la Casa Blanca, en medio de un discurso racista que le hablaba directamente a los instintos supremacistas de una población evidentemente desinformada. Alimentando prejuicios hacia el extranjero, atizando la gratuita hoguera del miedo o el odio hacia el inmigrante, se pretende inclusive construir interesadas plataformas políticas, ahora que nos acercamos a las elecciones municipales.
    Y lo asombroso es que estos demagogos tengan una audiencia cautiva que fácilmente cae rendida ante argumentos absolutamente deleznables y falaces. Será que estamos observando en carne propia, o escuchando más bien, la llamada de la tribu, eso que Vargas Llosa describe magistralmente en su reciente libro de ensayos: el apelar a los estratos más primarios o primitivos de la naturaleza humana, de donde han surgido los populismos y los nacionalismos de toda laya.
    Las infelices declaraciones de un candidato a la alcaldía de Lima, de cuyo nombre no quiero acordarme, retratan cabalmente ese espíritu de la caverna que vive agazapado en nuestros fondos abisales, instalado en la ignorancia y la insensatez que caracteriza las reacciones de muchos seres humanos. Es decir, responden desde la endogamia, desde la falta de empatía, desde la carencia de mínimos rasgos humanitarios, de aquello que Karl Popper ha calificado como la esencia misma de una sociedad cerrada, un mundo devorado por un ego que se mira eternamente al ombligo.
    Acaso no es suficiente contemplar lo que actualmente se vive en el Viejo Mundo, con la llegada de miles de inmigrantes sirios, iraquíes, marroquíes, nigerianos, etcétera; que igualmente escapan de las guerras, la hambruna y la violencia desatada en sus países de origen, y que la Europa civilizada paradójicamente hasta ahora no ha podido canalizar de la forma más adecuada. Los debates sobre las cuotas tienen entrampados a los socios comunitarios, a pesar de los esfuerzos de la canciller alemana Ángela Merkel y del presidente francés Emmanuel Macrón. Lo cierto es que personajes como Víktor Orbán en Hungría, de Jaroslaw Kaczynski en Polonia y de Matteo Salvini en Italia no permiten abrigar muchas esperanzas al respecto.
    Tampoco el haber sido testigos globales de las inhumanas políticas antiinmigracionistas implementadas por el inefable mandatario estadounidense, con los hijos menores separados de sus padres e instalados en verdaderas jaulas humanas, y estos últimos devueltos a sus países de manera brutal. Imágenes de horror que tardarán mucho tiempo en borrársenos de la memoria. Ni qué decir de aquellos que llegan de los países árabes, sometidos a vejámenes sin par y tratados poco menos que como delincuentes en potencia. Políticas, qué duda cabe, dictadas por la estupidez y la indigencia moral de un individuo que increíblemente ejerce el liderazgo político de la mayor potencia del planeta.
    Está demostrado además, por los estudios más serios que existen sobre la materia, que las inmigraciones han sido un factor fundamental en el desarrollo económico de los pueblos, más allá de los primeros inconvenientes y molestias que se puedan sentir en el corto plazo, situación que el gobierno debería manejar con la mayor sagacidad posible para impedir que la población nativa más vulnerable se resienta de sus efectos. Una de las primeras medidas que se deben adoptar, por ejemplo, sería la reubicación de los recién llegados en las diferentes regiones del territorio, según las capacidades y las disponibilidades correspondientes.
    No debemos olvidar, por último, que el Perú, salvando las distancias, vivió un hecho semejante en la década del 80 del siglo pasado, cuando una realidad parecida empujó a miles de compatriotas a emigrar al extranjero, siendo Venezuela uno de los principales países que acogieron fraternalmente a ese contingente de peruanos que buscaban mejores perspectivas de vida. Los sentimientos de solidaridad y hermandad latinoamericanas en su más pleno vigor, patentizado en una actitud que, ahora, nos corresponde ejercer por un mínimo sentido de reciprocidad.
    Cada vez que un integrante de la tribu profiera sus iracundas voces, convocando todos esos miedos y recelos atávicos de la especie, ya sabremos quiénes son sus referentes, los de antes y los de ahora, para negarnos a oírle ni darle siquiera espacio en esta sociedad democrática y solidaria que todos debemos ayudar a construir, pues esa llamada proviene desde lo más profundo de la cueva en la que siguen viviendo algunos especímenes en esta era de los grandes avances científicos y tecnológicos, pero también, queremos creer, de los grandes progresos en materia de estrictos valores humanos.

Lima, 25 de agosto de 2018.

Pañuelos verdes


    La campaña emprendida por las mujeres en la Argentina a favor de la aprobación de la ley que despenaliza el aborto, es un capítulo más de esa larga lucha que libran los seres humanos en pos de la realización de sus plenos derechos. Tras quedar aparcada, transitoriamente, luego de sufrir el rechazo en el Senado de ese país el pasado 11 de agosto, el destino de la norma es irremisiblemente positivo, pues tarde o temprano tendrá que ser aprobada en consonancia con la marcha indetenible de los derechos humanos en el mundo.
    Desde antes de que fuera aprobada la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en la Cámara de Diputados el 14 de junio, los diversos colectivos civiles que agrupan a las mujeres han venido realizando marchas, plantones, manifestaciones que exigían el reconocimiento legal de una práctica que nadie aprueba per se, pero que en el marco de una realidad punitiva, que empuja a muchas mujeres a someterse a operaciones  clandestinas con los consiguientes riesgos para su salud, se torna perentoria para detener las cifras escalofriantes que todos los años ensangrientan las estadísticas de mortalidad en el país sudamericano.
    Porque la verdadera discusión debemos situarla en el dilema entre aborto legal, seguro y gratuito por parte del Estado, o aborto ilegal, clandestino, altamente inseguro y en condiciones insalubres en manos de parteras o comadronas que terminan en la mayoría de los casos en muerte. Y no como lo plantean los sectores conservadores, encabezados por la Iglesia Católica y otras iglesias evangélicas, entre estar a favor del aborto o en contra de él, en campañas que denominan pro vida, pero que paradójicamente favorecen políticas que la niegan en la práctica. Porque lo cierto también es que, con ley o sin ella, las mujeres seguirán practicándose el aborto, en detrimento de las de menos recursos, que jamás podrán acceder a clínicas costosas, mientras que las pudientes gozarán de mejores condiciones.  
    Por 38 votos contra 31, la derrota provisional de esta batalla ha devuelto al país hasta 1921, en un verdadero salto hacia el pasado, una medida a todas luces retrógrada, a la ley que penaliza todos los casos de aborto, con excepciones de los casos de violación y de peligro para la vida de la madre. Miles de pañuelos verdes, símbolo de esta gesta, agitaban las activistas a las puertas del Senado, ese día crucial que se discutía en el recinto legislativo  por largas horas hasta mucho después de la medianoche. El resultado no pudo ser más desolador, pero ellas saben, así como muchos de los que apoyamos su causa, que vendrán otras batallas que terminarán consagrando sus legítimos derechos.
    Pues lo mismo sucedió con la ley del divorcio de 1987, aprobada finalmente en contra de las posiciones sectarias y reaccionarias de siempre. Otro tanto fue con la ley del matrimonio igualitario de 2010, que significó un serio revés para la Iglesia Católica y otros sectores conservadores y homofóbicos de la sociedad argentina. En ambas campañas, la polarización dividió al país, como ahora, y luego de una ardua lucha se consiguió aprobarlas reconociendo legalmente derechos inalienables del ser humano.
    En América Latina sólo Uruguay, Guyana, Cuba y Ciudad de México han aprobado leyes de plazos que minimizan las muertes por abortos clandestinos. Es emblemático al respecto el caso de Uruguay, donde entre 2001 y 2012 se produjeron 38 muertes por prácticas ilegales. Desde este último año, cuando se aprobó la ley, la mortalidad es casi cero, lo cual demuestra su efectividad y contradice los argumentos de quienes creyendo apostar a favor de la vida, no hacen sino negarla criminalizando a la madre y negando a las mujeres su derecho a una libre maternidad, a decidir de una manera libérrima cuándo y cómo ser madres.
    Otro caso ejemplar es el de Irlanda, probablemente el país más católico de Europa, donde el 66% de los irlandeses votó a favor de permitir la interrupción del embarazo en el referéndum de mayo de este año. Un resultado histórico para la causa feminista internacional, que acabó también con la injerencia de la iglesia en asuntos que competen al ámbito público de una nación que es una república, donde rige el laicismo y se legisla en favor de mayores derechos para los ciudadanos.
    La lucha continúa, pues como dice el Rig Veda, uno de los textos sagrados de la milenaria sabiduría de la India, citado por el filósofo Nietzsche como epígrafe de uno de sus libros capitales: “¡Hay tantas auroras que aún no han despuntado!” 

Lima, 25 de agosto de 2018.