sábado, 19 de mayo de 2018

De regreso a las cavernas

    El hombre viajaba en un bus de transporte público que lo llevaba desde la parte sur de la ciudad hasta la zona norte, donde vivía. Ocupaba un asiento delantero hacia la ventana, vestía ropa sencilla, una camisa manga corta, pantaloneta y zapatillas. Portaba, además, una bolsa de rafia que lo tenía colocado entre los pies.
    A medio camino sube al vehículo un vendedor ambulante para ofrecer sus productos, visiblemente es venezolano, de los muchos que han emigrado a estas tierras por la situación dramática que vive su país. Empieza saludando, usa correctos y educados modales, relata brevemente su historia para tratar de persuadir al público de que colabore con él. Menciona que en Venezuela trabajó por varios años como profesor de educación física en un liceo y que la realidad económica terminó expulsándolo de su tierra natal para buscar mejores alternativas tanto para él como para su familia. Aún es joven y habla de la importancia de la educación, de cómo es fundamental que la gente entienda que el cuidado de la ciudad es una demostración palpable de nuestra cultura, que arrojar basura por las ventanas de los carros o caminando por la calle constituye un agravio inaceptable para el medio en que todos vivimos. Luego pasa a ofrecer sus golosinas, con mucha cortesía y amabilidad; algún pasajero le compra una bolsita de caramelos, otros desisten con un ligero movimiento de cabeza. Cuando pasa frente al asiento del hombre que viene del sur, éste lo felicita por aludir en su plática a la educación y al tratamiento de la basura, le da una moneda y el joven vendedor le agradece.
    En el siguiente paradero sube un vendedor de bebidas, el hombre que viene del sur le pide una botella de agua. Mientras espera su vuelto, observa que el vendedor maniobra indebidamente por encima de mi hombro rozándome con su caja de mercadería. Entonces el hombre interviene para decirle que tenga cuidado retirándose a un costado. Es en ese momento que me dirige la palabra para hablarme de los terribles niveles de educación que padece nuestro país, hasta el punto de que la gente no tiene ningún respeto por nada ni por nadie, que se conduce por el mundo premunida de un individualismo salvaje que sólo la hace pensar en sí misma, en sus propios problemas y en la manera cómo solucionarlos, no importándole los medios a su alcance para conseguirlos.
    Entrando más en confianza, confiesa que está de vuelta en el Perú después de más de veinte años, todo el tiempo que reside en Italia, donde tiene una esposa y unos hijos, a quienes ha tenido que dejar por sus errores cometidos con la ley. Pero, agrega, él no es un delincuente, no ha robado ni matado a nadie; la razón de su expulsión son motivaciones estrictamente jurídicas en las que no entra en detalles. Sólo le queda esperar, armado de una paciencia digna de Job, hasta agosto de 2020 para poder regresar al país donde ha vivido buena parte de su existencia.
    El contraste entre ese modo de vida en un país europeo con el nuestro es para él deprimente, desolador. Siente que ha regresado en el tiempo por lo menos cincuenta años, ya no reconoce la ciudad que dejó a fines del siglo XX y que se ha convertido en este caos palpitante, en esta Lima desorganizada, anárquica, sucia, más horrible tal vez de la que alguna vez la describiera Sebastián Salazar Bondy. Demorarse más de dos horas para llegar de un punto a otro de la ciudad, en medio de un tráfico endemoniado, es sencillamente devastador para él. Las vías concebidas para ser rápidas, como aquella por donde ahora vamos, llamada precisamente Vía de Evitamiento, que deberían servir para hacer más fluido el tránsito de los vehículos, lucen a ciertas horas del día totalmente repletas de todo tipo de transporte, deslizándose autos, camiones y buses con una lentitud que desespera y abruma. Justamente estamos atrapados en el laberinto, en esta soleada tarde otoñal, en medio de un atasco que cada vez es más habitual. El público como que se va acostumbrando a esta normalidad monstruosa de la que ya no es consciente, o quizás la acepte con cristiana resignación para poder sobrevivir sin mayores sobresaltos. Pero para el hombre que viene del sur esto es apabullante, insoportable, lisamente infernal.
     Comparto su punto de vista y confirmo todas sus aprehensiones, lamentando su condición de repatriado temporal. Cuando ya tengo que bajar, al despedirme estrechándole la mano, le deseo suerte y me quedo imaginando cómo habrá de poblar sus días en este auténtico regreso a las cavernas que es su experiencia entre nosotros, estos trogloditas del tercer mundo que feliz o infelizmente ignoran que habitan en algún estadio del paleolítico en pleno siglo XXI, perdidos y deslumbrados por los fuegos fatuos del avance tecnológico que no hace sino enmascarar esa verdad esencial de nuestra condición de homo sapiens en entredicho.

Lima, 16 de mayo de 2018. 

lunes, 14 de mayo de 2018

Visibilidad del feminicidio


    Cada vez más casos de acoso, maltrato, agresión y violencia en contra de las mujeres salen a la luz y se ponen de actualidad en la prensa de todo el mundo, desnudando una situación de indefensión, extrema vulnerabilidad y sometimiento al que se encuentran expuestos miles de seres humanos que sufren dichos agravios por su sola condición de género.
    En el Perú, por ejemplo, y para comenzar por casa, ha conmocionado a la opinión pública el cruel atentado contra la vida de una joven a manos de un individuo que, planificando pacientemente su crimen, le roció de gasolina y le prendió fuego en un bus atestado de pasajeros en una calle céntrica del distrito de Miraflores. Aduce el victimario que lo hizo porque se sintió utilizado, como si el haber sido rechazado en sus pretensiones de conquista le confiriera el derecho de reaccionar de esa manera.
    La víctima, una chica de 22 años, tiene más del 60% de su cuerpo quemado, debiendo someterse a numerosas operaciones para tratar de reconstruirle la piel que ha sido dañada. Está inducida al sueño para que pueda soportar el doloroso trance que vive. De hecho, su vida ha sido arruinada de forma irremisible, pues nadie podrá devolverle jamás las posibilidades, las ilusiones y los sueños que albergaba antes del trágico suceso.
    En España, se discute aún el polémico fallo de un tribunal de Navarra que ha condenado a cinco energúmenos, que significativamente se hacen llamar La Manada, a nueve años de prisión por el delito de agresión sexual en contra de una muchacha de 18 años que durante la fiesta de los sanfermines en Pamplona en el año 2016 sufrió el vejamen inicuo de una violación en grupo. Fue llevada a un portal por este quinteto de bestias donde abusaron de ella por cerca de media hora, jactándose de su fechoría a través de grabaciones en sus teléfonos móviles y dejándola luego abandonada, golpeada y robada en las inmediaciones del lugar de los hechos. Lo que la opinión pública discute es que la sentencia diga agresión sexual, y no violación, como efectivamente sucedió, amparándose en enredadas lucubraciones jurídicas que pretenden explicar lo inexplicable.   
    Podría seguir enumerando otros casos de los que los periódicos se hacen eco a nivel mundial, como el infame crimen de una niña india de apenas 8 años, Ashifa Bano, víctima de una violación con tintes de enfrentamiento religioso en la localidad de Kathua, del estado de Jammu y Cachemira, al norte de la India. Su origen musulmán la convirtió en chivo expiatorio de una comunidad hindú rival que cebó en ella su cerril venganza por razones territoriales, pues consideran que aquellos invaden sus tierras en una región donde el 90% de las tierras es propiedad de custodia. O el reciente ataque con cuchillo a una joven trabajadora por parte de un compañero que la pretendía, aquí otra vez en el Perú y para cerrar este círculo espantoso del feminicidio galopante.
    Es necesario replantearse el futuro escenario de la lucha contra el feminicidio, una conducta que ha estado instalada, sibilinamente, en la cultura patriarcal del machismo más cerril, aquel que no contentándose con pisotear toda posibilidad de reconocimiento de la igualdad de derechos de la mujer en las sociedades democráticas, dejaba además un resquicio para asumir posiciones violentas que sencillamente buscaban eliminar al objeto de sus odios y sus resentimientos.
    Se trata de asumir una visión libre de prejuicios desde la educación más temprana para forjar una genuina cultura de la igualdad, que destierre para siempre estos bolsones de conservadurismo todavía significativos enquistados en determinados sectores ultramontanos de las sociedades modernas. También se trata de no dejarse atolondrar por campañas insidiosas de facciones ortodoxas y dogmáticas de las iglesias que buscan a toda costa preservar el statu quo en materia de educación sexual, enfoque de género y otras asignaturas pendientes para avanzar en pro de una civilización que verdaderamente merezca ese nombre.
    Nada frena tanto el combate por una sociedad igualitaria como posiciones retrógradas que victimizan a la mujeres presentándolas poco menos que culpables de las agresiones que padecen, desde las suspicaces preguntas de un agente policial en los puestos de comisaría adonde acuden a veces a denunciar una agresión, hasta las denigratorias alusiones a la forma cómo van vestidas por parte de esos embajadores del medioevo que muchas veces son los curas de todas las jerarquías en nuestros países del tercer mundo. Ni un párroco ni un cardenal tienen el derecho de culpabilizar sin fundamento a las víctimas de un delito a todas luces execrable.

Lima, 13 de mayo de 2018.