sábado, 22 de septiembre de 2018

La langosta se ha posado

    He terminado de leer El hombre en el castillo (Minotauro, 2018), de Philip K. Dick, una estupenda novela de 1962 que puede ser catalogada como una auténtica ucronía, una historia alternativa o, como dicen algunos críticos, una historia contrafáctica, tendencia que se ha puesto en boga últimamente en la literatura de la llamada ciencia ficción. Los países del Eje han vencido en la Segunda Guerra Mundial y se han repartido áreas de influencia del territorio de los Estados Unidos. Los nazis ocupan la costa atlántica y los japoneses la pacífica.
    Ambientado en la ciudad de San Francisco, donde prevalecen autoridades y empresas niponas, Robert Childan es un comerciante de objetos antiguos de colección que administra Artesanías Americanas S.A. Los esclavos pululan por el puerto, mientras los alemanes habían convertido el mar Mediterráneo en campos agrícolas, a la par que en África ponían en práctica el exterminio de toda la población aborigen. Asimismo, los viajes interplanetarios eran impulsados como parte de su política de conquista y colonización  de los planetas.
    El señor Baynes es un sueco de origen judío que llega a San Francisco para una transacción comercial con el señor Tagomi, jefe de las Misiones Comerciales del Gobierno Imperial. Se trata en realidad de un espía, pues en realidad es alemán y usa pseudónimo, que trata de informar a los japoneses de los planes germánicos para dominar a su ex aliado. Un grupo de la SD nazi le sigue los pasos con el fin de capturarlo y enviarlo de vuelta a Europa.
    Los alemanes tienen un campo de concentración, con hornos crematorios, en Nueva York; el presidente Roosevelt había sido asesinado por Joe Zangara; los japoneses no destruyen la flota norteamericana en Pearl Harbor; son algunos de los hechos contrafácticos que pueblan la novela. Este último dato figura a su vez en la novela “La langosta se ha posado” de Hawthorne Abendsen, que varios de los personajes de la historia leen a pesar de estar prohibida en el país. El escritor vive en las montañas Cheyenne -eso es lo que hace creer, al menos- cercado por alambre de espino electrizado, resguardado en su castillo por la amenaza que pende sobre su cabeza al haber escrito un libro que se aproxima a la historia real, pero que es toda una provocación al entramado por el que discurre la ficción.
    Un elemento insólito en una realidad ya de por sí fantástica es la presencia del I Ching, el viejo oráculo chino, el libro de los cambios, guía a la que se acogen diversos personajes de la historia, que ven en sus designios claros derroteros de aquello que les va a suceder, o advertencias precisas para que ejerciten variaciones eficaces de hechos que casi son inminentes.
    A la muerte de Hitler asume el mando del Reich Bormann. Y cuando este último fallece, los viejos Goering y Goebbels compiten por la sucesión, en una sorda lucha que termina con el triunfo del segundo. Entre tanto, el señor Childan realiza una visita a la casa de los Kasoura, Paul y Betty, unos clientes que alguna vez se interesaron por ciertos objetos de su tienda de antigüedades. En cuanto ha traspuesto el umbral de su departamento, siente el wabi, ese sentido minimalista del arte japonés de la armonía, de la proporción en el espacio en la mejor expresión del Tao. Descubre a la vez que ellos también están leyendo el libro prohibido, al cual Paul considera no tanto de ciencia ficción -género al que es aficionado- sino de aquellas que hablan de otro presente posible.
    Quien también está leyendo el libro es Freiherr Hugo Reiss, el cónsul del Reich en San Francisco, cruzándosele por la mente en algún momento la posibilidad de eliminar a su autor, cosa que finalmente descarta. Mas este proyecto criminal está en marcha a través de Joe Cinnadella, un hombre de la SD, la policía secreta alemana, encargado de acabar con Abendsen. Para ello busca involucrar a Juliana Frink, ex esposa del judío Frank, con quien ha entablado una relación. Ésta se da cuenta de la misión secreta y lo deja malherido en un hotel de Denver, camino hacia la casa del escritor.
    Mientras consulta el oráculo, hace una llamada a Cheyenne anunciando su visita próxima. Pero cuando llega y conoce a la mujer del escritor, y enseguida a él, se produce una situación inesperada. Una discusión sobre un asunto trivial deja tensa la atmósfera del encuentro, en un final que rompe todo ese encanto esperanzado que el lector se había hecho sobre un momento axial de la novela. Sin embargo, más allá de este revés, la novela es una magnífica demostración del talento narrativo de este autor que ha entregado al género obras imprescindibles.

Lima, 16 de septiembre de 2018.   

Sentimiento del tiempo


    Acabo de leer Elegía, una estupenda novela del recientemente fallecido escritor estadounidense Philip Roth (1933-2018), candidato en todos los últimos años al Premio Nobel y autor de una compacta obra de ficción y de ensayos que lo sitúan entre los más importantes autores contemporáneos de los Estados Unidos, conjuntamente con Cormac McCarthy, Don DeLillo, Paul Auster, Thomas Pynchon y otros de la hornada posbélica de la segunda mitad del siglo XX.
    Elegía es una preciosa novela sobre el acabamiento vital, sobre las enfermedades que lentamente nos van preparando para el momento final, ese instante que a todos los mortales nos tiene reservada esta vida que, como dice el protagonista, nos has sido dada por alguien al azar y fortuitamente, por una sola vez y sin razón conocida o conocible. Un verdadero enigma para el ser humano, una apuesta en la que nos jugamos el todo o la nada, o como lo diría poéticamente el gran Giuseppe Ungaretti, un relámpago de luz entre dos eternidades de tinieblas.
    Un hombre ha muerto y están en el cementerio para despedirlo una de sus tres exesposas, sus hijos, su hermano y su cuñada y algunos colegas. También su enfermera particular, Maureen. Su hija Nancy toma la palabra para contarles a los presentes la historia de cómo su bisabuelo fue el fundador de ese camposanto judío en donde ahora se aprestan a enterrar a su padre. Luego interviene el hermano mayor del difunto, Howie, quien traza la semblanza del fallecido, hijos ambos del joyero del condado Elizabeth, en Newark.
    Se evocan sus varias operaciones de niño, especialmente uno de hernia que termina en un pensamiento pavoroso. En la noche anterior a la intervención, es testigo de la muerte del niño que comparte su habitación en el hospital, inaugurando de manera brutal su primera conciencia de la muerte. Ya mayor, divorciado de su primera esposa, Cecilia, se somete a una operación del apéndice, devenida en peritonitis; otra clarinada de alerta de los avisos que va dando el destino sobre la marcha inexorable hacia la muerte.
    Se quedó un mes en el hospital, tenía 34 años y estuvo a un pelo de perder la vida. Veintidós años después, volvería al quirófano en un hospital de Manhattan para una cirugía cardíaca. Nuevamente, en 1998 vuelve a ser ingresado para someterse a una angioplastia de la arteria renal. Es decir, estos sucesivos hitos que van marcando las señales indubitables de su deterioro físico, le hacen contemplar el mismo fenómeno en las personas que lo rodean, un sentimiento del tiempo concreto y tangible.
    Al jubilarse a los 65 años, abandonó Manhattan para instalarse en el complejo residencial para ancianos Starfish Beach y dedicarse a la pintura. Allí conoce a Millicent Kramer, una viuda de su edad que después de quebrarse en medio de una sesión del taller de pintura, que el hombre había abierto en las instalaciones del complejo, termina suicidándose días después. Reflexiona hondamente si ese es el camino que él debe tomar también ante la embestida de la decrepitud que es inminente. Es la clásica disyuntiva en que se sitúa el ser humano cada vez que tiene que plantearse el problema del sentido de la existencia, sobre todo en un momento en que ya se presiente el desmoronamiento y la cuesta abajo de nuestro paso por este mundo, pues como alguien le recuerda al  protagonista, hay una verdad atroz que debe llevar en su memoria, una sentencia lapidaria que martillará su pensamiento a partir de ese instante: “La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre.”
    La conversación del hombre con el sepulturero, en una de sus visitas al cementerio en donde descansan sus padres, es toda una lección sobre la vida y la muerte, un aprendizaje práctico en medio de la tierra escavada y de la fosa que se va abriendo paletada tras paletada para recibir ese cuerpo que ha sido abandonado para siempre por ese otro misterio que solemos llamar alma, y que no es sino ese fuego invisible que nos insufla esta maravilla que, a pesar de todo, denominamos vida.
    Con este libro, Philip Roth ha ingresado triunfalmente al grupo selecto del rincón privilegiado de mi biblioteca personal.

Lima, 1 de septiembre de 2018.