domingo, 29 de diciembre de 2019

Indolencia


    Varios son los asuntos que motivan una reflexión, a modo de balance, del fin de un año que ha tenido muchos sobresaltos en nuestra vida política nacional. Son temas que pertenecen más al ámbito social, pero cuya incidencia también comprometen a las autoridades porque son las indicadas para liderar las acciones y los cambios que requerimos para construir una sociedad más empática y armónica. Y es curioso que se presenten por estas fechas, como si el azar o algún designio desconocido quisieran  mostrarnos en toda su crudeza esas lacras que todavía laceran el entramado de la convivencia ciudadana.
    A mediados de este mes un hecho lamentable conmocionó a la población. Un par de jóvenes trabajadores de una conocida cadena internacional de comida rápida, murieron electrocutados porque las condiciones en que laboraban en horas de la madrugada no eran para nada las más adecuadas. No tenían los implementos necesarios para cumplir su tarea, las instalaciones del local estaban en pésimas condiciones, y eran explotados en un régimen de trabajo que exigía más horas de las que la ley señala como máximo según las normas laborales reconocidas por la OIT. Además, al hecho en sí ya doloroso de que dos familias de origen humilde pierdan a sus seres queridos de esta manera, se suma la indiferencia, la indolencia de una empresa que jamás demostró una solidaridad y un acompañamiento efectivo en ese duro trance familiar. Asumieron un mínimo aporte para los gastos del sepelio, emitieron un desangelado comunicado público donde llamaban “colaboradores” a los fallecidos y jamás se acercaron a presentar sus condolencias a sus familiares. Las autoridades respectivas dispusieron el cierre del local, cuando lo lógico hubiera sido que, cumpliendo sus responsabilidades, verifiquen antes los ambientes donde funciona dicho restaurante, para detectar a tiempo cualquier irregularidad que ponga en peligro la vida de sus trabajadores y del público en general.
    Poco después, a pocos días  de la celebración de la Navidad, mientras la gente ultimaba sus preparativos para la fiesta cristiana –donde por cierto prevalece un afán de consumo desaforado, tema para otro artículo–, un espantoso crimen despierta a la ciudad la madrugada del domingo 22 con los detalles más espeluznantes que cualquier película de terror pueda exhibir. Un hombre de 28 años, Juan Huaripata Rosales, ataca con un cuchillo a la mujer que es madre de sus hijos, la emprende contra estos que salen a defenderla, los deja malheridos y prende fuego a la vivienda para emprender la fuga, mientras ellos agonizan en medio de una sangrienta y macabra escena de horror. Siendo las tres y cuarenta de la madrugada los vecinos habían advertido los gritos y las llamadas de auxilio desde el departamento, intentaron infructuosamente ayudar tratando de forzar la puerta, llamaron a la policía varias veces, y a pesar de que el puesto de la comisaría San Cayetano de El Agustino queda a apenas 150 metros de los hechos, los efectivos no llegaron sino después de una hora de lo sucedido, en un caso más de injustificable negligencia, de inexplicable y cruel indiferencia, de mortal indolencia. El asesino fue aprehendido por un grupo de muchachos que lo vieron corriendo a esas horas con un cuchillo en la mano. El ministro del Interior ha dispuesto el relevo de los 34 policías integrantes de la delegación para iniciar las investigaciones del caso; en tanto que la Fiscalía va a acusar a los seis oficiales a cargo del puesto por grave omisión a sus obligaciones de función, conducta contemplada como punible en la legislación vigente. Hay tres niños muertos, otro herido que se recupera en un hospital, y Jessica Tejeda Huayanay, la madre de 34 años, pasa a engrosar la trágica lista de las 165 víctimas de feminicidio de este año en el Perú, un triste e indignante récord.
    Finalmente, una mala costumbre instalada desde hace cierto tiempo en la población todavía se resiste a desaparecer entre los hábitos fiesteros de cada fin año. Se trata del uso indiscriminado y abusivo de los cohetes y juegos pirotécnicos, esos artefactos explosivos que proliferan hasta el espanto en todos los barrios de la ciudad, diversión favorita de gente de toda edad, especialmente de los más jóvenes, que no dudan un instante en adquirir los artilugios de marras para reventarlos en la ocasión que mejor les indique su capricho, adquiriendo dimensiones colosales en los minutos previos y posteriores a la medianoche del 24 y del 31 del mes, anunciando de esta manera estrepitosa la llegada de la Navidad y la del Año Nuevo, respectivamente. No sé en qué momento esto se hizo común a nivel nacional, a pesar de las serias advertencias de las autoridades sobre el peligro que ellas entrañan, sobre todo si son manipulados por los más pequeños, y a pesar también de las numerosas tragedias experimentadas a lo largo de estos años con voladuras de dedos, amputaciones de brazos y piernas, cegueras repentinas y otros accidentes sufridos por personas de toda edad, realidad que increíblemente no ha hecho desistir a sus pertinaces usuarios. Los mercadillos ilegales de pirotécnicos pululan a diestra y siniestra en diferentes puntos de la capital, multiplicando terriblemente su potencial amenaza a la salud y a la seguridad públicas. Y si a esto le agregamos el malestar inaudito que ocasionan a las personas con sensibilidad aguzada, a los animales en general –perros, gatos, aves y demás mascotas–, más el daño irreversible al medio ambiente, en un momento crucial para la humanidad en que fracasan cada año las cumbres ambientales por la falta de compromiso efectivo de los mayores contaminadores del planeta, la situación se torna verdaderamente dramática. 
    Así pues, un mismo hilo conductor atraviesa por todos estos motivos que marcan distintos signos de una actitud humana que le está haciendo muchísimo mal a las sociedades, la desidia como forma de enfrentar los conflictos cotidianos, la abulia elevada a la categoría de política general de la administración pública, la indolencia como suprema deidad que define una conducta que está socavando los principios fundamentales de la empatía, la solidaridad y el bien común que todos requerimos para edificar una auténtica comunidad civilizada.

Lima, 27 de diciembre de 2019.        

lunes, 9 de diciembre de 2019

Visión de Anáhuac


    Cuando el avión planea sobre el valle de México, aprestándose para el descenso, una punzada asalta al observador en forma de frase que don Alfonso Reyes usó como epígrafe de su icónico libro de título similar a este artículo: “Viajero: has llegado a la región más transparente del aire.” Dichas hace quinientos años, cuando se produjo el histórico encuentro entre Moctezuma y Cortés, esas palabras reflejaban con gran realismo una geografía imponente e impoluta, que a través del tiempo se ha ido modificando por acción de los sucesos que sobrevinieron a causa de los cambios y transformaciones que fue imponiendo la invasión y conquista española a los territorios de nuestra América india.
    Después de medio milenio transcurrido, los estudios de medición ambiental nos dicen que ingresamos a una de la ciudades más contaminadas del mundo, con niveles alarmantes de saturación del aire que afectan directamente la salud de los millones de habitantes que se han establecido en lo que antiguamente fue la muy legendaria Tenochtitlan, la gran capital del imperio mexica. A lo largo y ancho del valle, una multicolor proliferación de casitas se recuesta sobre las faldas de los cerros que la circundan, trepando vigorosas hasta cubrir sus mismas cimas. Hemos llegado al mítico territorio que poblaron los aztecas, y que los mexicanos de hoy han convertido en un país pujante y próspero, con múltiples problemas sin duda, como sucede con todos los países latinoamericanos, pero expectantes y esperanzados de un presente y porvenir mejores.
    Curiosamente, esa admirable civilización germinó y creció sobre el lago Texcoco, fundada según la leyenda cuando el águila se posó sobre el nopal, símbolos ahora de ese momento germinal. Con los años, esas aguas lacustres sufrieron un lento pero irreversible proceso de desecación, a través de filtraciones y canales que fueron configurando lo que actualmente es la Ciudad de México, una urbe moderna y cosmopolita que se ubica entre las más pobladas del mundo, con un sistema de transporte colectivo –el metro– que acaba de cumplir cincuenta años: una intrincada red subterránea de caminos férreos, pasadizos, galerías y escalerillas por donde se desplazan diariamente millones de usuarios para ser  arrojados a la superficie por bocas de cemento apostadas en lugares estratégicos de la ciudad.
    Durante los quince días de permanencia, me fue dado conocer algunos de los lugares más emblemáticos del Estado de México, así como otros menos conocidos pero de igual belleza; todos, sin embargo, escondiendo una inusual revelación para el viajero primerizo cuya mirada se deslumbra ante lo novedoso y desconocido. La primera incursión fue en el centro histórico, caminando un domingo luminoso por las inmediaciones del Palacio de Bellas Artes, el Museo Militar y el Museo Nacional del Arte; para llegar luego a la Plaza de la Constitución, más conocido como el Zócalo, que alberga la Catedral Metropolitana, el Palacio Nacional y el Ayuntamiento. Por esta inmensa plaza, discurren miles de visitantes ansiosos de conocer y sacarse fotografías en los monumentos más visibles de la ciudad. Una abigarrada muchedumbre desemboca en la calle Madero, vía peatonal, así como todas las transversales, donde hierve el comercio en todos sus rubros. Los antiguos conventos de San Francisco y Santo Domingo son puntos obligatorios de parada.
    La visita a las pirámides de Teotihuacán es todo un desafío a la resistencia física y a la voluntad de escalar sus cumbres para divisar desde una óptica privilegiada el ampuloso valle que cobija portentos arquitectónicos como este. Sus cientos de peldaños de piedra nos permiten el acceso a un santuario de resonancias místicas, uno de los símbolos más imperecederos de una cultura del pasado que aún pervive en este presente en constante metamorfosis, al ritmo de crecimiento de los siglos vertiginosos que nos han puesto a las puertas del futuro. Sus amplias explanadas que conducen a las pirámides del Sol y de la Luna son recorridas por decenas de visitantes en flujo incesante. Todos los rostros de todas las sangres se dan cita en este mágico recinto para rendir tributo a la obra de aquellos hombres que erigieron estos formidables tabernáculos hacia sus dioses.
    El recorrido por algunos colegios, preparatorias, politécnicos y sedes universitarias de la UNAM, constituye una experiencia valiosa para tomarle el pulso a la marcha de la educación en un país que posee un sistema que brinda incentivos y ejerce protección a las actividades de la cultura en general. Pero al margen de ello, existen cientos de proyectos particulares de labor artística a través de centros culturales o asociaciones diseminadas en las numerosas colonias que integran los municipios del Estado. Como parte de una gira literaria y musical, he sido testigo de la gran disposición que muestran los centros de enseñanza para la difusión de expresiones como la poesía y la música entre sus estudiantes. Dedicada a la memoria de dos poetas mexicanos de diferentes épocas: Netzahualcóyotl y Sor Juana Inés de la Cruz, esta caravana de escritores y cantautores se ha presentado en un puñado de dichos centros, brindando lo mejor de su arte a esa juventud ávida de alternar con las voces y los mensajes de los hermanos de otros confines de Latinoamérica.
    Pero lo que verdaderamente me ha fascinado de este fugaz periplo por las tierras de Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, de Frida Khalo y Diego Rivera, de Carlos Pellicer y Octavio Paz, de Silvestre Revueltas y José Alfredo Jiménez, y de tantos otros ilustres mexicanos, es la singular belleza de sus pueblitos de la periferia. En la travesía por los caminos del Estado, sembrados de nopal y maguey, hemos llegado a pueblos como Tenango del Aire, sede de un museo de ensueño como es la Casa de Madera, una colección inverosímil de objetos antiguos de la más diversa índole: juguetes de metal, máscaras, aparatos de radio, victrolas y gramófonos, televisores, botellas de gaseosa, cristalería, roperos, camastros, una botica completa, un bar bien provisto, una biblioteca, etcétera. Todo ello repartido en numerosas recámaras que conforman un fantástico muestrario del pasado que don Ricardo, su dueño y cicerone privilegiado, ha preservado para nuestro asombro y regocijo. Estando por la ruta de los volcanes, ese día el Popocatéptl se nos mostró esquivo, pues una cortina de niebla impedía verlo, por lo que sólo nos quedó adivinarlo allá a la distancia como una presencia temida y respetada por los mexicanos.            
    A unos minutos en auto de este hermoso paraje está el bellísimo pueblo de San Miguel de Nepantla, de casas encantadas y simpáticas callecitas enrevesadas. Allí está la casa donde nació Sor Juana Inés de la Cruz, convertida ahora en museo, lugar de peregrinaje para los cientos de admiradores de la gran poeta del siglo XVII mexicano, cuya obra ha irradiado su influencia al resto del país, del continente y del universo entero. Pasearse por los escenarios que fueron los de su infancia, sentir el aura poética de su presencia, aspirar el aire soleado de su terruño, transmiten una sensación de indescriptible ternura al visitante que se acerca al conjunto como si fuera el mismo templo de la décima musa.
    Otro lugar de atracción turística es indudablemente la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, emblema famoso del catolicismo de los mexicanos, una imagen que además es símbolo del sincretismo religioso que se produjo a la llegada de los españoles, superponiéndose en la efigie femenina la virgen cristiana y la diosa prehispánica: María y Tonantzin, dos deidades que confluyen para configurar el mestizaje cultural de la sociedad novohispana. Nuestro recorrido continúa con una visita fugaz a Coyoacán, el barrio antiguo que alberga las residencias de dos figuras reconocidas del México de mediados del siglo XX: la pintora Frida Khalo y el político y escritor ruso León Trotsky. Perderse entre el dédalo del mercado de artesanías, escuchando matices de lenguas y de acentos, es un pretexto para alguna pesquisa a modo de recuerdo que llevaremos para los seres queridos.
    En las diarias travesías por los cuatro puntos cardinales del Estado de México, bellos nombres extraños de origen náhuatl nos salían al paso en las carreteras, acompañados por multicolores restaurantes que a la entrada y a la salida de los pueblos anunciaban una rica y variada gastronomía, platillos que a lo largo de los días aprendimos a degustar, con alguna resistencia al principio, como es natural por la diferencia y el contraste con la comida peruana, pero con agrado después de ir conociendo y saboreando algunos potajes que se fueron incorporando al gusto nuestro. Era la demostración física de que la culinaria es eminentemente un producto cultural, pues uno crece al calor y al sabor de ciertos alimentos, condimentos y guisados que se hacen fruto de nuestro paladar, carne de nuestro apetito y que nos acompañan por toda la vida como parte incuestionable de nuestro ser.
    Recalamos en el último día en el famosísimo bosque de Chapultepec, verdadero pulmón salvador de la ciudad, un extenso campo verde de aproximadamente 680 hectáreas, el mayor de América Latina, sobre todo porque está situado en el mismo corazón de una urbe babilónica que no cesa de latir a toda hora del día, con avenidas atestadas de coches, el tráfico endemoniado y el incansable ir y venir de las gentes que han hecho de los espacios públicos la prolongación placentera de sus afanes privados. Y de allí, un taxi nos lleva a la no menos famosa Plaza Garibaldi, el centro por antonomasia del mariachi, esa expresión internacionalizada de la música mexicana, espacio al que confluyen los amantes, cultores y seguidores de las canciones desgarradas de un género que ha tenido grandes intérpretes y creadores. Es un viernes 22 de noviembre, Día del Músico, víspera del viaje de retorno y magnífico fin de fiesta de este encuentro fraterno con quienes fungieron de hospitalarios anfitriones en estas dos semanas de maravillosa estadía.

Lima, 7 de diciembre de 2019.



       

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Todos somos payasos


    Cuando las tristes noticias de Latinoamérica arreciaron a mediados de octubre pasado, con los luctuosos acontecimientos de Ecuador y Chile, principalmente, de inmediato pensé en la película Joker de Todd Philips, estrenada hacía apenas unas semanas antes, cinta ante la que la crítica se rendía casi de manera unánime. Más aún, cuando el polémico documentalista estadounidense Michael Moore señalaba las virtudes del filme, no escatimándole su condición de obra maestra, mi curiosidad por verla se hizo urgencia. Premura que he saldado con gran regocijo la última semana del pasado mes.
    Digo con regocijo pero también con una mezcla de impacto y perturbación, de golpe y mareo, que es casi como decir de la causa y su efecto; pues lo primero que debemos aceptar es la condición de enfermo mental de Arthur Fleck, una insania llevada al extremo por un medio que exacerba los males de las sociedades contemporáneas, sometidas a un ritmo de vida que privilegia el individualismo atroz y el pragmatismo más crudo. Muchos psicólogos y psiquiatras se preguntan quién no está de alguna manera enfermo en estos tiempos tan convulsos y hostiles, quién puede sustraerse a los efectos de una realidad que no hace sino poner a prueba, desafiar con tenacidad, los ínfimos restos de racionalidad que podemos conservar.
    Pero el personaje es de aquellos que están oficialmente reconocidos como tal, con un historial clínico y una medicación correspondiente, así como unos antecedentes familiares claramente visibles. A pesar de ello, aspira a llevar una vida como todos –estuve a punto de decir “normal”–, deseo que es violentamente destruido una y otra vez por esa espesa realidad a la que pretende integrarse. El primer episodio de este tipo no es sino la constatación deprimente de la adversidad a la que debe enfrentar, cuando un grupo de gamberros le arrebata el cartel de publicidad frente al local donde labora. En la persecución que emprende para recuperar su herramienta de trabajo, es atacado de forma brutal por estos mastuerzos, quedando malherido en un callejón desvencijado.
    Lo que sigue es una retahíla de afrentas y agresiones que distintos actores asumen cual si fueran los siniestros enviados de alguna deidad inmisericorde, que buscara ensañarse con el inocente payaso que vive su drama al filo mismo del abismo de la desesperación. Sería fácil decir que uno cae en la victimización al presentar los truculentos hechos donde estos agentes sin piedad se ceban en la incomprensible reacción que su risa produce en los demás, desde el todopoderoso hombre de éxito que lo descalifica por ser como es hasta los niños bien que emplea el capitalismo boyante que lo agreden en el metro y terminan convertidos en sus primeras víctimas sangrientas.
    No es mi intención jugar con el fuego peligroso de la reivindicación de un villano, más allá de simbolismo que pueda tener en el formato del cómic original y de esta versión intimista y humanizada que propone el trabajo del cineasta. No estamos juzgando los actos del personaje con el frío escalpelo de la ley o de la moral, sino que pretendemos profundizar en los pliegues más hondos de sus motivaciones personales, para encontrar la raíz de su mal en cuanto paciente psiquiátrico y de los males estructurales del sistema que lo cobija, que asumen la categoría de factores determinantes de su deriva criminal. No se trata tampoco de ir repartiendo dosis de culpa entre los agentes concurrentes del problema, sino de clarificar el escenario de un conflicto que pone en entredicho el mismo concepto de convivencia en su dimensión de virtud civilizadora en toda sociedad que anhele vivir con un mínimo de humana dignidad y decencia.
    La película es una llamada de atención al propio entramado de las relaciones político-sociales que mueven a las instituciones y los hombres, el espejo convexo que proyecta la imagen deformada de una realidad inicua y salvaje que lleva al extremo sus elementos de colisión, la cartografía de una injusta arquitectura diseñada para beneficiar a unos en detrimento de otros, la fábula siniestra de una inmensa asimetría cuya moraleja todos leemos con espanto.
    Estamos ante una obra de arte que ha logrado un retrato veraz y descarnado de nuestra condición humana, pues como rezaba uno de los cartelones de la revuelta de los payasos en una de las escenas finales del filme, todos llevamos latente ese impulso tanático que despierta ante ciertas circunstancias que sirven como detonantes para expulsar los imprevisibles demonios del resentimiento y de la rabia acumulada.
    Estupenda película con una actuación deslumbrante del actor Joaquin Phoenix, quien construye un Joker convincente, torturado, simpático y digno de una inocultable piedad.

Lima, 2 de noviembre de 2019.         

El nido de la bestia


    Un libro fundamental para entender el origen de uno de los movimientos políticos más letales y violentos de la historia del Perú es, qué duda cabe, El surgimiento de Sendero Luminoso (IEP, 1990) de Carlos Iván Degregori, un estudio que tiene como marco temporal la década que va entre el año 1969, cuando se suscitan los primeros alzamientos estudiantiles por la gratuidad de la enseñanza, hasta 1979, año previo al inicio de la llamada lucha armada por las huestes de Abimael Guzmán.
    Articulado en cuatro partes, el trabajo de investigación intenta responder por qué un grupo fundamentalista como SL, con las características que tuvo y en esa época, surgió precisamente en Ayacucho, una de las regiones más empobrecidas del país, inmersa aún en esa “estructura arcaica” que describe el autor. Entre otras causas, la Reforma Agraria vino a romper o quebrar esa estratificada e injusta estructura que separaba a indios y mistis en una relación muchas veces de monstruosa dependencia entre siervos y señores.
    Otro factor importante en la explicación de la violencia en Ayacucho, aparte de la pobreza, aunque ligada de alguna manera a ella, es la educación, con altos índices de analfabetismo en relación al promedio nacional. La conjunción de la élite intelectual provinciana y mestiza y la juventud estudiantil de similares características, reavivada con la reapertura de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga en 1959, constituyó el factor decisivo para impulsar una toma de conciencia entre el sector emergente de una ciudad que vivió en los años 60 su esplendor en cuanto a la vida universitaria.
    La eliminación de la gratuidad de la enseñanza para los alumnos que hayan desaprobado un curso, decretado por el gobierno militar en 1969, desata una serie de movilizaciones, protestas y huelgas por todo el país, agudizándose en las ciudades de Ayacucho y Huanta, donde se producen incluso muertos como consecuencia del enfrentamiento entre la policía y los estudiantes y los campesinos. La refriega recrudece con la intervención de los sinchis –un cuerpo de élite de la policía–, quienes penetran en Huanta atacando a los manifestantes, dejando la cifra oficial de 14 muertos. Varios testigos aseguran, sin embargo, que fueron muchos más. El PCP denuncia la presencia de miembros infiltrados del ala pro-china disidente en la incitación a los disturbios, mientras el gobierno recibe el respaldo de los principales actores económicos del país. El 24 de junio de ese año el gobierno deroga el DS 006 y promulga simultáneamente la Ley de Reforma Agraria, algunos creen que para ensombrecer su derrota ante el frente estudiantil.
    Los protagonistas de aquellas luchas fueron esencialmente el campesinado, los sectores urbanos-populares, las mujeres y los estudiantes secundarios. Luego de los trágicos sucesos del 21 de junio de 1969, donde perdieron la vida tres estudiantes, comienza a configurarse el escenario que daría origen a SL, conformado en base a la “fracción roja” del Partido Comunista de tendencia pekinesa. La escisión del PCP en 1964 –el partido había sido fundado como Partido Socialista por José Carlos Mariátegui en 1928– es el primer eslabón de una larga cadena de desgajamientos de esa agrupación que tendría en el PCP-SL su versión más cruenta. Esto último sucede en 1969, luego de los sucesos del 13 de junio, cuando el movimiento por la gratuidad de la enseñanza desborda a los grupos de izquierda como el propio SL, derivando  este a una línea dura a partir de lo que algunos han denominado “ocultismo”, esa tendencia a la clandestinización de la lucha.
    En los años setenta, cuando SL tuvo que rivalizar con otros grupos políticos como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y Vanguardia Revolucionaria (VR), su influencia decreciente en el movimiento popular y universitario no se manifestó, sin embargo, entre el sector educación, tanto a nivel de estudiantes como de docentes. Al perder contacto con las masas, se endureció ideológicamente, pasando a ser, como apunta el autor, un partido “de cuadros” antes que “de masas”.
    Ese alejamiento de las masas, dando la espalda al movimiento social marcaron su rumbo en el 70, derivando en una secta fundamentalista que preconizaba, en contra de sus alardes de vanguardia y revolución, una vuelta al pasado, es decir una reacción, lo cual terminaba por convertirlo en un movimiento retrógrado, postulando una especie de arcaización de la sociedad. En la historia oficial contada por SL, ellos aparecen liderando todas las luchas de los años 60, asumiendo una verdad que en el libro se cuestiona a través del simple recuento de los hechos.
    Es pues, una obra valiosa que ilumina un tema muchas veces tabú en la sociedad peruana, un fenómeno que bajo el genérico y temible nombre de “terrorismo” no es muy bien comprendido al nivel de sus orígenes, causas y factores determinantes, puesto que acentuando la mirada en el aspecto del método empleado por sus actores, se soslaya un grado de entendimiento que nos llevaría a explicarnos cómo ciertas condiciones sociales y económicas son capaces de desencadenar una fuerza insurgente de carácter subversivo que termina convirtiendo al país en un campo de batalla que estalla en un baño de sangre.

Lima, 31 de octubre de 2019.

sábado, 26 de octubre de 2019

Olla de presión


    Latinoamérica ha sido testigo, en las últimas semanas, de intensas jornadas de movilización ciudadana en protesta por impopulares medidas económicas dictadas por sendos gobiernos de la región, manifestaciones que han tenido una secuela trágica de muertes, heridos, detenidos y grandes daños a los bienes públicos.
    Dos países han sido los focos de atención más preocupantes, tanto por la envergadura de los acontecimientos como por lo que aquello significa desde el punto de vista de la imposición de un modelo económico que no ha hecho sino agravar las condiciones de vida de las grandes mayorías de la población.
    Ecuador ha sido uno de ellos, donde a partir del alza del precio de los combustibles, quitando el subsidio a los mismos, decretado por el gobierno del presidente Lenín Moreno, se ha desatado una reacción masiva en diversas ciudades del país, especialmente en Quito, la capital, contra una receta claramente inspirada en las recomendaciones del FMI. El primer mandatario se instaló inclusive en Guayaquil en los primeros días de la crisis, como tratando de huir de los hechos, para inmediatamente regresar a la capital cuando las protestas desbordaban lo previsible.
    Un periodista y presentador mediático peruano, que dirige un programa muy sintonizado de televisión desde Miami, ha tenido el desparpajo de preguntarse ante la teleaudiencia por qué reclaman los indígenas del Ecuador por el precio de la gasolina si ni siquiera tienen automóvil, citando irónicamente marcas lujosas como un Audi o un Jaguar. ¿Puede haber un comentario más cretino que este? ¿No sabe acaso este espécimen que la elevación del precio de los combustibles incide directamente en toda la economía de un país? ¿Lo ignora realmente, o quiere hacerse el desentendido para confundir a la opinión pública? Es un caso que pareciera ya linda con lo patológico.
    El otro país en cuestión es Chile, que ha sufrido uno de esos episodios extraños y paradojales de una sociedad que hasta ese momento era vista como un oasis en medio de este desierto caótico que es Sudamérica, un verdadero milagro del crecimiento económico que lo ha puesto a las puertas del primer mundo, un ejemplo envidiable de desarrollo que bien podía ser imitado por cualquiera de sus vecinos. Y, sin embargo, de pronto estalla esa burbuja de una manera descomunal. El gobierno decreta la subida de los pasajes en el metro y súbitamente los usuarios, donde han jugado un rol protagónico los estudiantes, reaccionan violentamente exigiendo su eliminación. Se suceden días caldeados de marchas, saqueos, enfrentamientos con la policía, incendios de vagones de metro y de centros comerciales, y al gobierno no se le ocurre mejor cosa que imponer el estado de emergencia y el toque de queda, reminiscencias funestas de los peores años de la dictadura pinochetista.
    Sin duda que el alza de los pasajes ha sido sólo el pretexto, el detonante de un malestar que se ha ido incubando mucho tiempo, algunos piensan que hasta treinta años; una tensión que ha llegado al punto de ebullición, que sólo esperaba una mínima grieta por donde explotar de la forma como lo ha hecho, asombrando al observador externo que creía que efectivamente Chile se encaminaba con pasos seguros a ser el primer país de Latinoamérica en alcanzar el tan ansiado desarrollo. ¡Vana ilusión! Lo que han desnudado esta crisis han sido las carencias de un modelo económico neoliberal que es la prolongación de aquél impuesto por el régimen de Pinochet, cuyas consecuencias han saltado por los aires en los sucesos de octubre, como son uno de los sistemas de transporte más caros del mundo, una economía privatizada, una educación de baja calidad, pensiones de hambre, los servicios de salud inalcanzables; es decir, el ensanchamiento de las desigualdades sociales, la brecha entre un puñado de ricos con los privilegios de siempre y una masa de pobres presa del hartazgo de una realidad que los margina, los excluye y termina por arrebatarles la dignidad como seres humanos.
    Esta respuesta inédita de una ciudadanía que cada vez es más consciente de sus aspiraciones y derechos, es un mensaje clarísimo que los más desfavorecidos lanzan a los cuatro vientos, un clamor que las clases dirigentes deben ser capaces de leer y aprehender, si quieren evitar la profundización de una flagrante injusticia social que concluya devorando el futuro y los sueños de millones de hombres y mujeres de nuestros países.
    Se ha destapado, pues, una gigantesca olla de presión, un conjunto de tensiones reprimidas durante años. Cuando el pueblo vive bajo estas condiciones y no se atienden sus expectativas, cuando se ignoran sus necesidades y se soslayan sus derechos, se crea una atmósfera altamente hostil que en algún momento va a producir una reacción, como justamente lo acaba de demostrar una película que es ampliamente comentada por estos días, Joker, el caso de un individuo, con ciertos visos de alguna enfermedad mental es cierto, asediado y agredido por el medio, que termina reaccionando de manera desaforada y demencial ante un sistema que no ha hecho otra cosa que pisotearlo y ningunearlo en todas sus formas.
    Este viernes 25 Chile ha sido escenario de la más multitudinaria marcha pacífica de su historia moderna, con cerca de un millón y medio de personas en las concentraciones en todo el país. Entonando cánticos alusivos a la exclusión, con pancartas elocuentes expresando las frustraciones y los abusos que han sufrido en todo este tiempo, la ciudadanía ha dejado sentir su amargo descontento. Grandes lecciones nos dejan estos hechos, que ojalá como sociedad podamos asimilarlas y aquilatarlas, para que se puedan ir corrigiendo esas taras que arrastramos como vestigios atávicos de una época que ya debió ser superada.

Lima, 25 de octubre de 2019.

martes, 15 de octubre de 2019

Ricardo Palma: cien años


    Este 6 de octubre se han cumplido los primeros cien años de la muerte del más importante escritor peruano del siglo XIX, autor de una obra valiosa en varios sentidos, tanto en el aspecto de creación literaria como en el de su rol como director de la Biblioteca Nacional durante los años aciagos de la Reconstrucción Nacional. Pero sobre todo es recordado por un libro memorable, que ya es un clásico de las letras peruanas y americanas: las Tradiciones Peruanas.
    Es reconocido en todo el continente por su heroica labor al frente de la Biblioteca Nacional, cuya reconstrucción después del desastre, saqueo incluido, de la guerra con Chile, emprendió con un denuedo inaudito. Tal demostración cabal de compromiso cívico y patriota le valieron la admiración y el agradecimiento –no sé si suficientes– de un país que nunca ha sido muy propenso al fervor de los libros y la cultura en general. Amigos de las tres Américas lo auxiliaron en esta vasta y titánica tarea que es otro de sus legados perdurables.
    Cuenta Octavio Paz que su abuelo, Ireneo Paz, que también era escritor, mantuvo alguna correspondencia con el tradicionista, de quien tenía en su biblioteca un retrato en una colección de tarjetas sostenidas en una especie de atril con su firma correspondiente, al lado de otras tantas figuras de las letras de la época, situación que lo sitúa en un lugar preponderante en la cultura de nuestra América.
    Leer el conjunto de sus tradiciones me ha deparado una de las experiencias más gratas y placenteras en mi vida de lector, desde aquella vez en que estando aún en el colegio leímos en la clase de literatura esas sabrosas historias que mezclaban ficción y realidad–, gozando de ese estilo lleno de gracejo y buen humor que traslucía tras la anécdota, llevándonos a los escenarios del pasado colonial–, hasta el presente en que releo gran parte de sus más de trescientas tradiciones, saboreando cada relato como un preciado obsequio de un hombre que después de cien años de su partida, sigue presente en este sorprendente y proteico siglo.
    Fue en aquella ocasión en que me atreví, siendo un simple mozuelo de quince años, a escribir mis primeras impresiones de la obra, que empezaba a conocer, de este limeño singular que tuvo la feliz intuición de crear un género nuevo en el que no ha podido ser superado. No recuerdo exactamente lo que decía yo esa vez, aunque no debía ser nada novedoso ni original, pues seguro que me limitaba a parafrasear lo que probablemente había leído en alguna reseña bibliográfica, en una publicación periodística o en una biografía escolar. Pero después emprendería una lectura sistemática y rigurosa de cada una de esas piezas maestras de ingenio, talento narrativo y gracia sin par.
    Además de esta obra mayor, don Ricardo Palma también es autor de otros libros que constituyen aportes valiosos a nuestra literatura, como es el caso de Anales de la Inquisición de Lima, cuya primera edición data de 1863, donde el autor realiza un estudio histórico de una institución que fue fundada por orden del Papa Sixto IV en 1483, siendo su primer Inquisidor General el siniestro Tomás de Torquemada, y que se estableció en la Ciudad de los Reyes el 7 de febrero de 1569 por Real Cédula emitida en Madrid por mandato del rey Felipe II, siendo virrey del Perú don Francisco de Toledo. El licenciado Serván de Cerezuela se encargó de la organización del Tribunal del Santo Oficio.
    El primer auto de fe se celebró el 15 de noviembre de 1573 en la Plaza Mayor: seis herejes fueron penitenciados y el francés Mateo Salade fue el primero que ardió en la hoguera. La obra es un registro minucioso de hechiceros, bígamos, blasfemos, judíos judaizantes, relajados, luteranos, etc., sometidos a penitencia por la Inquisición. El más feroz de los tribunales, según abundantes testimonios, usaba tres géneros de tormentos: la garrucha, el potro y el fuego. Las imágenes de procesiones con reos vistiendo sambenito, soga al cuello y vela verde fueron cosa corriente por aquellos años.
    El Santo Oficio penaba por leer a Voltaire, Rousseau, Diderot, algunos de los hombres más brillantes del siglo XVIII. Ello es sin duda expresión de la más reverenda estupidez, producto del fanatismo y del fundamentalismo más rancio y obtuso. La infernal institución se abolió por decreto expedido en Cádiz por las Cortes del reino, el 22 de febrero de 1813, que el virrey Abascal hizo promulgar por estas tierras recién el 23 de septiembre del mismo año.
    En mis años de estudiante visité el local donde funcionó el tenebroso Tribunal, ahora convertido en museo, sorprendiéndome toda esa parafernalia del horror increíblemente concebida por mente humana so capa de proteger los principios de una fe. Eran crímenes aparatosos y teatralizados llamados eufemísticamente autos de fe, infligidos por auténticos jueces del infierno.
    Se puede afirmar que don Ricardo Palma fue, sobre todo, el gran tradicionista de Lima, y que su obra cumbre debió llamarse con todo rigor “Tradiciones Limeñas”, pues amén de alguna que otra tradición ambientada en el Cuzco o Arequipa, la mayoría abrumadora de ellas tienen como escenario la antigua Ciudad de los Reyes. Su espíritu criollo y zumbón le sirve para dotar a sus narraciones de esa pátina de celebración y júbilo propios de una visión optimista y festiva de la vida, aun cuando muchos de los hechos narrados posean un carácter luctuoso y desdichado.
    La actividad lingüística fue también otra de sus preocupaciones constantes, recogiendo centenares de vocablos de estas tierras que tuvo ocasión de presentarlos, para su admisión, en la misma Real Academia de la Lengua Española, aporte que en su mayor parte le fue denegado, hecho que fue motivo de un ligero entredicho con la pomposamente llamada Docta Corporación Matritense. Producto de esta vena de sus intereses filológicos es el sabroso libro Papeletas lexicográficas, un estudio prolijo de un conjunto de palabras de origen peruano que han pasado a enriquecer con el tiempo la lengua castellana.
    Decenas de calles, avenidas y plazas del país llevan su nombre, así como instituciones de la más variada índole, amén de monumentos que le rinden homenaje, pero el verdadero tributo a la memoria de su egregia figura es definitivamente la lectura gozosa y agradecida de esa prosa singular donde están condensados todo ese carácter y espíritu juguetón de peruano ejemplar.        
   
Lima, 6 de octubre de 2019.
          

sábado, 5 de octubre de 2019

Nosotros el soberano


    Con inmenso estupor ha seguido la población peruana los insólitos sucesos del lunes 30 de septiembre último, que ya está inscrito como uno de esos días históricos que luego recordaremos porque en él se marcó un hito trascendental en nuestro devenir como nación. Fue el día clave en que se llegó al clímax de la confrontación de poderes que ya venía de muy atrás, todo ello debido a la prepotencia y la necedad de una mayoría congresal que se empeñó, desde el mismo inicio del régimen, en sabotear toda cuanta iniciativa emprendiera el Ejecutivo en materia de lucha contra la corrupción.
    Las motivaciones de tal proceder no son desconocidas por la ciudadanía, pues es ampliamente conocido el accionar de un grupo político –lo más parecido a una banda de cuatreros– que nunca abandonó su genética propensión al abuso y al autoritarismo, todo con el fin de apañar y proteger a sus miembros y cómplices envueltos en serias acusaciones por diversos delitos actualmente procesados en el Poder Judicial. Además, se prestaron para escudar hasta la náusea a pandillas de delincuentes que pretendían copar las más altas instancias de la judicatura.
    Ante ello, el Presidente de la República, en ejercicio de sus atribuciones constitucionales, planteó a través de sendos proyectos de ley reformas importantes en materia política y judicial, propuestas que el fujiaprismo  desestimó sistemáticamente. Sólo al verse acorralados por la cuestión de confianza –mecanismo que le faculta la ley al primer mandatario–, otorgaban ésta, pero de manera tramposa e hipócrita, pues ante lo que formalmente decían que sí, en el fondo y en la práctica era no. Se hizo esto varias veces, tomándole el pelo groseramente al gobierno y al pueblo en general. En vista de esta real negativa, el Ejecutivo propuso un adelanto de elecciones generales, discusión que se dilató mañosamente con la fantochada aquella de la invitación a la Comisión de Venecia, sesión que fue otra puesta en escena de la desvergüenza mayúscula del fujimorismo ramplón y del aprismo, sus secuaces de ocasión, que sin esperar siquiera la opinión del cuerpo consultivo invitado, archivó el proyecto mencionado.
    Mientras tanto, y en paralelo, se cocinaba la toma del Tribunal Constitucional vía una elección apresurada y amañada. Es por eso que el presidente Vizcarra, en clara sintonía con el hartazgo popular, decidió disolver constitucionalmente el Congreso, en razón de que su propuesta de reconsideración de la elección de miembros del TC, para hacerla de manera transparente, fue desestimada al iniciarse el proceso de elección, votando en contra de la cuestión previa planteada por la congresista Huilca, y elegirse al primero de ellos cuando el Primer Ministro ya había planteado la cuestión de confianza sobre dicho proyecto. Demás está comentar el comportamiento bochornoso de los congresistas ese día, que pretendieron impedir el ingreso del presidente del Consejo de Ministros al hemiciclo, estando expedito su derecho para hacerlo en virtud del art. 129 de la Constitución Política del Estado.
    Se ha procedido entonces a una delicada pero necesaria operación quirúrgica sobre el cuerpo de la República, extirpando el tumor canceroso que amenazaba devorar la precaria vida de nuestra democracia. La medida, enmarcada en el art. 134 de la Carta Magna, ha sido interpretada en diversos sentidos por esos señores que fungen de exégetas sacrosantos de la ley llamados constitucionalistas. Para unos, la decisión presidencial es anticonstitucional y estaríamos ante un “golpe de Estado”; para otros, en cambio, es perfectamente constitucional y se ciñe al estricto cumplimiento de la norma mayor. Es decir que, finalmente, el asunto es debatible, que se presta a la discusión y a la interpretación, en razón pues de que un documento así no puede ser perfecto y exhibe algunos vacíos o grietas que lo hacen falible. Si fuera así, la salida a este laberinto no puede quedar estrictamente y a rajatabla en el terreno jurídico, sino que se trata de encontrarle una salida política, y en este sentido no podemos seguir actuando como los fariseos, pretendiendo una observancia rigurosa y ortodoxa de la ley hasta llegar a límites del ridículo, pues de lo que se trata es de salvar una realidad urgente que evidentemente ha desbordado el marco legal. Sin embargo, creo que la resolución adoptada por el Presidente se ajusta a la Constitución y es respetuosa del Estado de Derecho.
    La respuesta de la mayoría parlamentaria ha sido propia de un circo de baja estofa, suspendiendo al presidente en sus funciones, amparados en una interpretación errada de la Constitución y desde su condición de flamantes fantasmas, juramentando a la vicepresidenta para el supuesto cargo vacante en una ceremonia grotesca que pasará a formar parte de los anales de la irrisión y de la estulticia. La pandilla de bribones y facinerosos sabe que se le acaba la inmunidad, que para ella siempre fue impunidad, y por eso sus miembros se aferran con uñas y dientes a sus cargos en disfuerzos inauditos de resistencia, en un triste espectáculo que más parece pataleta de niñatos engreídos y malcriados.  
    En el escenario internacional, diversos organismos, como la OEA, e instituciones que resguardan la democracia y los derechos humanos, se han pronunciado en el sentido de que corresponde al TC dirimir esta contienda, aconsejando de paso que la solución más acertada es acudir en consulta al pueblo, para que sea el soberano el que finalmente decida a través de las urnas. Y he aquí el punto en que la responsabilidad recae nuevamente en nosotros, los ciudadanos de esta república que debemos elegir esta vez con mucho cuidado, desplegando sagacidad, discreción y conocimiento, informándonos del historial mínimo de quienes van a convertirse en los nuevos integrantes del futuro Congreso, con el fin de evitarnos sorpresas desagradables como lamentablemente nos ha brindado el extinto Parlamento.
    Es de destacar la multitudinaria participación del pueblo, volcado a las calles y plazas de las principales ciudades del país desde el mismo instante del anuncio presidencial, respaldando con entusiasmo una medida que era un clamor mayoritario desde hace varios meses, hecho que desbarata cualquier acusación de “golpe de Estado” que han deslizado los miembros de la mafia, en una actitud que busca desacreditar una medida de profilaxis cívica, tratando de confundir a una opinión pública que ya no puede seguir creyendo las sandeces y bobadas que han soltado a granel durante tanto tiempo.   

Lima, 4 de octubre de 2019.

miércoles, 2 de octubre de 2019

Joyas absolutas


    Tengo pensado escribir un artículo, o un conjunto de artículos, para mencionar todas aquellas producciones musicales que a lo largo de mi vida he sentido que constituyen lo más alto, lo más selecto y elaborado que se ha podido realizar en materia de creación artística, tanto de la música popular como de la llamada música clásica o académica. Mientras voy recopilando todo ese material, en una paciente labor de audición que es a la vez de goce fruitivo, pues pienso como Nietzsche que la vida sin la música sería un error, quiero comentar mis impresiones de un disco que acaba de lanzarse al mercado y que perfectamente podría formar parte de esa privilegiada antología, de ese exclusivo club digamos, y que ha venido a incorporarse de pleno derecho a la lista querida de mis preferencias y de mis muy personales gustos musicales.
    Se trata del volumen A Chabuca dos, la segunda entrega de versiones originales y personalísimas de canciones escritas y musicalizadas por la notable compositora peruana Isabel Granda Larco (Apurímac, 1920 – Lima, 1983), bajo la producción de Mabela Martínez y Susana Roca Rey, responsables ambas también del primer disco, lanzado el año 2017. Esta vez, ha contado con la participación de Armando Manzanero, Pablo Milanés, Juan Diego Flórez, Soledad Pastorutti, Rosario Flores, Carlos Vives, Chabuco, Antonio Zambujo y otros grandes exponentes del cancionero latinoamericano.
    El disco va en un increscendo, desde la apertura con Armando Manzanero y su buena, pero previsible, interpretación del tema “Bello durmiente”, canción que la autora dedicó al Perú, hasta la apoteósica y deslumbrante versión de Carlos Vives de la canción “Me he de guardar”, todo un logro de la fusión con esos aires de cumbia y vallenato que el colombiano le sabe insuflar al ritmo afroperuano de Chabuca.
    La cantante Ile está muy bien con su “María Landó”, bajo el molde establecido por el canon de la gran Susana Baca. Juan Diego, como siempre, magnífico con su soberbia interpretación de “Callecita encendida”, un hermoso vals de tonos melancólicos. “La torre de marfil” calza precisa en el estilo melódico y trovadoresco de Pablo Milanés. Ecos de fado se sienten en la voz de Antonio Zambujo, con el prodigioso sonido de la guitarra portuguesa, en la pista correspondiente a “Amor viajero”.
    Tonadas de flamenco es el aporte de la voz de la española Rosario para “Gracia”, un vals que la autora dedicó a su madre. El latin jazz se hace presente en la intervención de Chabuco para “El barco ciego”, bello tema. Soledad de Argentina nos regala su intensa versión de la hermosa zamacueca titulada “Una larga noche”. La inconfundible guitarra de Luis Salinas acompañando a la estupenda Sandra Mihanovich nos obsequian la pieza “Pobre voz”, otro poema, como son todas las canciones de Chabuca Granda.
    “En la grama”, en la voz de Zizi Possi, posee resonancias más internacionales, sin duda un hallazgo adicional de la versátil inspiración de la cantautora nuestra. “La vals creole” es una curiosa composición que Chabuca escribió en francés y que Nancy Vieira ejecuta con gran belleza y solvencia. Por último, como ya dije antes, la descollante e insuperable recreación de Carlos Vives, el número más logrado, rítmico y espléndido del volumen.
    Son doce piezas musicales de gran factura, plenas de virtuosismo y de una entrega sin límites al arte maravilloso de la música. Da gusto saber que en una época en que esta parece tiranizada por el chisporroteo de los llamados géneros urbanos, ante cuyos fuegos fatuos caen increíblemente rendidos con alarmante facilidad intérpretes jóvenes y no tan jóvenes de la actualidad artística, hay un grupo de personas que hacen posible tener en nuestras manos, para el deleite infinito de nuestros oídos y el goce perpetuo de nuestras almas, una auténtica joya de la música de siempre, un divino canto al arte con mayúscula. Gaudeamus.

Lima, 28 de septiembre de 2019.

La batalla por el clima


    La semana de protestas y manifestaciones contra el cambio climático iniciadas el pasado 20 de septiembre en Nueva York, se ha cerrado este viernes 27 con una huelga mundial por el clima: desde Montreal –donde ha estado Greta Thunberg encabezando la marcha pacífica– hasta Wellington, desde Barcelona hasta Hanoi, desde Milán hasta Estocolmo, miles de activistas, sobre todo jóvenes como la adolescente sueca líder de esta campaña, han dejado sentir su voz de alerta y reclamo ante la inacción de los dirigentes mundiales frente al problema número uno que amenaza la existencia humana en el planeta. Se podría decir que el rostro de las movilizaciones ha sido esencialmente juvenil.
    El poderoso, contundente y diáfano discurso pronunciado por la activista sueca Greta Thunberg en el marco de la Cumbre de las Naciones Unidas en su sesión del lunes, no puede haber sido más elocuente. En su mensaje, ha desnudado las carencias y los vacíos que las autoridades y gobernantes de los principales países concernidos en esta problemática han exhibido ante uno de los retos más cruciales de nuestros tiempos. Les ha espetado que están robándole sus sueños, que constituye algo insólito que una chica de su edad tenga que haber hecho esta travesía por el océano Atlántico en velero para asistir a ese encuentro cuando tendría que estar en su colegio recibiendo sus clases como cualquier otra estudiante del mundo.
    Esas marchas y protestas impulsadas a nivel global a través de la campaña Fridays for Future, con el decisivo protagonismo de las generaciones más jóvenes, aquellas que vivirán con mayor encarnizamiento ese mañana tan lúgubre que se ha vaticinado si no se hace nada al respecto, han servido de clarinada para que los políticos y los mayores comiencen a tomar conciencia y asumir el rol que les cabe en una lucha que debe corresponder a toda la humanidad.
    Las evidencias científicas del cambio climático son tan incontrastables, así como la responsabilidad humana en su generación, que pretender rebatirlas o negarlas, como hacen algunos con afanes inconfesables, sólo puede obedecer a una dosis de enorme irresponsabilidad, a intereses económicos en juego o sencillamente a una supina ignorancia. Nadie puede ignorar la estrecha relación de los negacionistas con los dueños de las grandes corporaciones de empresas ligadas al uso de combustibles fósiles, ni tampoco su cercanía con grupos de fanáticos y fundamentalistas que arguyen motivaciones insostenibles para desconocer una realidad tan patente y clamorosa.
    El grupo de expertos que asesoran a las Naciones Unidad –IPCC por sus siglas en inglés– han demostrado con suficientes pruebas de carácter científico las causales de desaparición de los glaciares, del aumento del nivel de los océanos, así como de la lenta erosión del permafrost, el hielo permanente de los suelos que permite concentrar los gases de efecto invernadero que al ser liberados contribuyen a la elevación de la temperatura. Todo ello a su vez factor desencadenante de importantes alteraciones de los fenómenos meteorológicos, como huracanes y tifones, que sumados a los incendios forestales como el de Brasil, Paraguay y Bolivia de hace unas semanas, poseen un peligroso potencial destructivo que dañan irremisiblemente las condiciones del clima en la Tierra.
    Dos figuras visibles de la cerrazón y la necedad ante un problema de esta magnitud son, lastimosamente, presidentes de países gravitantes en el contexto internacional. El primero es el mandatario estadounidense Donald Trump, caracterizado por sus desplantes infantiles y por asumir posiciones retrógradas en muchos aspectos de la política mundial, llegando a declarar sin un ápice de rubor que los verdaderos demócratas no son aquellos que asumen posturas globales sino los patriotas, en una demostración más de su anquilosado aislacionismo y de su concepción reduccionista y ególatra de las relaciones internacionales. Prueba de ello es el haber retirado a EE UU del Acuerdo de París, el único foro mundial que podía comprometer a las potencias del orbe en la lucha contra el calentamiento global. El otro es el presidente brasileño Jair Bolsonaro, émulo del primero y su versión tercermundista, quien ha llegado al despropósito de decir que la Amazonía no es el pulmón de la humanidad, ni que la soberanía de ella concierna a otro país que no sea el suyo, cuando lo que está sobre el tapete de la preocupación mundial no es el tema de la soberanía, sino la protección y preservación de la más grande e importante selva tropical del planeta.
    A ambos pequeños hombres, zafios e insulsos, una adolescente de 16 años –casi una niña– les ha dado una valiosa lección de madurez y sabiduría, erigiéndose en representante y símbolo de toda una generación que por primera vez en la historia llama la atención a los adultos sobre su responsabilidad de un futuro que parecen no entender, un futuro que ya es un hoy para millones de esos jóvenes que sienten que los plazos se terminan, que ya no es tiempo de discursos sino de acciones, y que el desafío del cambio climático es la más dramática encrucijada a que se enfrenta la humanidad.

Lima, 27 de septiembre de 2019.
     

domingo, 15 de septiembre de 2019

La redención de Judas


    Esperé el libro con mucho fervor por cinco años, desde cuando supe que se había publicado en su idioma original, el hebreo, para tenerlo ahora en mis manos en la impecable traducción al español que ha realizado Raquel García Lozano de la espléndida novela Judas (Siruela, 2017) del entrañable escritor israelí, fallecido lamentablemente en diciembre del año pasado, Amos Oz. En una rutinaria visita a la Feria del Libro, recorriendo los stands me topé con gran sorpresa y regocijo con este ejemplar que me ha acompañado durante tres semanas exactas en una lectura que ha superado, increíblemente, mis expectativas, para convertirse –puedo aventurar sin temor a equivocarme–, en la lectura más importante de este año.
    En cuanto me interno por sus primeras páginas, voy cayendo rendido ante la magia narrativa de Amos Oz, embriagado con el primer sorbo de esa otra aventura que es la promesa de un buen libro, en este caso una ficción novelesca sobre las vicisitudes existenciales de Shmuel Ash, el personaje principal, a quien el narrador describe como un joven robusto, tímido, emotivo y asmático. El negocio de su padre quiebra, su novia Yardena lo deja para casarse con un ingeniero y él debe dejar la universidad, donde había emprendido para su máster un estudio sobre Jesús desde la mirada de los judíos, porque su padre ya no puede costearle la carrera.
    Un día encuentra un aviso donde un hombre mayor solicita la compañía de un estudiante de historia. Se dirige a la dirección señalada, en las afueras de Jerusalén, donde conoce a Wald, el inválido que lo recibe mientras conversa por teléfono. Le dice que se siente y espere; entre tanto, el anciano se acomoda en un sillón para dormir. Al rato aparece una mujer de unos cuarenta y cinco años, Atalia Abravanel, la encargada del hombre de setenta años, quien luego de algunas preguntas de rigor, le explica en qué consiste el trabajo, enumerándole todo aquello que tiene que hacer entre las cinco y las diez u once de la noche, que es básicamente conversar con Wald y atenderlo. Shmuel acepta y se instala en la buhardilla de la casa, donde acomoda las pocas cosas que tiene.
    En sus discursos, Gershom Wald pretende desagraviar al pueblo judío a través de la desmitificación de la figura del judío errante que ha alimentado por generaciones enteras la imaginación de los cristianos. De forma simultánea, el narrador nos va contando los resultados de las investigaciones que ha realizado el joven estudiante para su tesis, sumergiéndose en las versiones antiguas de historiadores judíos, árabes y cristianos sobre Jesús de Nazareth. El debate que se produce entre ambos es altamente enriquecedor para Shmuel, quien así puede cotejar sus avances con diferentes perspectivas sobre el tema.
    En sus escasos encuentros con Atalia, hay una extraña pulsión de sensaciones y sentimientos que se ponen en juego, pero que sirven a Shmuel para intentar desentrañar el misterio que envuelve a esta mujer que gradualmente lo va imantando con su sola presencia y su extraña sonrisa. Los capítulos se van alternando entre aquellos que narran los aspectos domésticos de la nueva vida de Shmuel, y los que describen los diálogos en la biblioteca entre el joven estudiante y el viejo erudito, sobre temas que generalmente se refieren a la historia de Jesús y cómo es juzgado por diversos autores musulmanes y judíos. También discuten sobre David Ben Gurión y el establecimiento del Estado judío en territorios árabes, basado en el extraño argumento de lo que afirman unos libros llamados sagrados.
    La novela va discurriendo como un potente relato que provoca no dejar, como si fuera un seductor y glorioso abismo que atrajera con una fuerza desconocida. Sin embargo, el lector debe saber graduar esta poderosa seducción, para gozar así de una lenta y placentera vivencia que nos regala la ficción.
    Shmuel recuerda el único momento dulce de su infancia, cuando fue picado por un escorpión, pues ello le permitió disfrutar durante dos o tres días del afecto de sus padres y de su hermana Miri. Nunca antes ni jamás después recibiría esa bendición. Es uno de los motivos por los que deja su casa y Haifa, yéndose lejos para hacer su vida independiente y en soledad. Pero estando en la casa de Shaltiel Abravanel, padre de Atalia y suegro por lo tanto de Mija, el hijo muerto de Gershom Wald en la guerra de independencia, siente que esos seres con quienes ha llegado a vivir constituyen de alguna manera su nueva familia, así sepa que lo serán por un tiempo efímero, el que dure ese invierno de fines de los años cincuenta, aspirando en la atmósfera los recuerdos del anciano y el silencio de la mujer, ambos llevando un luto que impregna hasta las paredes de la casa.
    Shmuel y Atalia salen juntos varias veces; van al cine, al restaurante o a pasear por la ciudad, en una cercanía que el muchacho experimenta con una mezcla de estupor y desesperanza, de perturbación y ansiedad, de temor y temblor. Le resulta particularmente desazonador, descorazonador quizá, el aura de fría calidez que despide el talante de esta viuda que ha perdido totalmente la fe en los hombres, a quienes ve como eternos adolescentes, seres inferiores debatiéndose en una carencia que jamás podrá ser curada. Precisamente, en uno de los diálogos con Wald, hablando del amor, dice este: “No hemos nacido para amar a más de un puñado de personas. El amor es algo íntimo, extraño y lleno de contradicciones, pues muchas veces amamos a alguien por amor propio, por egoísmo, por codicia, por deseo físico, por deseo de dominar al amado y esclavizarlo, o al contrario, por el placer de ser esclavizados por el objeto de nuestro amor, y además, el amor se parece mucho al odio y está más cerca de él de lo que la mayoría de las personas imaginan.”
    El capítulo 32 constituye el momento medular de la novela, donde emerge la figura de Yehuda Ben Simon Ish Cariot, más conocido como Judas, en las anotaciones que realiza Shmuel para su trabajo de investigación. Se trata de la icónica figura del traidor en la imaginaría occidental y cristiana, que a su vez sirve al autor para trasladar el símbolo a dos personajes de la ficción: el mismo Shmuel, quien habría traicionado a su familia abandonando los estudios y alejándose de ella, y Shaltiel Abravanel, un importante dirigente de la Agencia Judía y de la Ejecutiva Sionista, de las cuales es expulsado al conocerse su posición sobre el viejo litigio árabe-judío. Fue considerado un traidor y se encerró en su casa hasta su muerte.
    Por la época en que Jesús predicaba, pululaban por la región de Galilea decenas de profetas, predicadores y milagreros pueblerinos. El hijo de José y de María era uno más, probablemente el más interesante y el más talentoso, pero igualmente inocuo para la autoridad política y eclesial, es decir para Roma y los Sumos Sacerdotes, respectivamente. Judas habría sido el enviado de estos últimos para seguir de cerca el discurso de aquellos iluminados e informar si alguno de ellos constituía un peligro. Sin embargo, contra todo pronóstico, este hijo venido de Judea, de familia acomodada y pudiente, se siente sobrecogido por el mensaje del Mesías, de quien se va a convertir a partir de ese momento no sólo en uno de sus apóstoles, sino en su más fiel discípulo, o, como afirma el autor, en el primer cristiano, en el último cristiano, en el único cristiano, sin el cual no habría crucifixión ni iglesia ni nada. Él cree plenamente en la divinidad de Jesús, está convencido además de que su doctrina debe propagarse a otras regiones y llegar a Jerusalén, para lo cual empieza a concebir el plan que terminará en la cruz. Jesús tiene dudas sobre ello y a regañadientes acepta el consejo de su discípulo. Judas está seguro de que el hijo de Dios demostrará ante todos su verdadera condición, probada con creces en los numerosos y asombrosos milagros realizados hasta ahora. Es por eso que no duda en preparar pacientemente la escena de la crucifixión, para lo que convence al Sanedrín y el proceso se pone en marcha.
    Aquí es donde el autor desmonta algunos de los viejos tópicos respecto a Judas, como aquel de las treinta monedas con que habría vendido a su maestro,  o aquel otro del beso delator para lograr su aprehensión. Falso, dice el narrador. Como ya dije, Judas provenía de una familia de grandes comerciantes y banqueros de Judea, por tanto, qué podría significar para él esas treinta monedas que apenas alcanzaban para comprar un esclavo; y en cuanto al beso, Jesús era muy conocido en la tierra en que predicaba, razón demás para pensar que no se necesitara ningún signo especial de identificación para ubicarlo. Además, Judas era el más culto de los doce apóstoles que seguían a Jesús, casi todos ellos pescadores y hombres humildes y analfabetos. En fin, lo cierto es que ya estando Jesús en el Gólgota, al pie de la cruz se hallaban tres mujeres que lloraban su tormento, y a un costado Judas observando con detenimiento,  esperando el momento supremo, el milagro mayúsculo en que el hijo de Dios se desprenda de la cruz y baje anunciando su triunfo sobre sus perseguidores. Jesús agoniza, llama a su madre todo el tiempo en son de lamento, no a su padre. En el instante final, cuando siente que ha llegado su hora, clama a su padre increpándole su abandono. En el momento en que Jesús pronuncia esta frase desgarradora, Judas se da cuenta de la verdad, no soporta la decepción, se aleja del escenario, pierde la fe junto con el sentido de la vida y se cuelga de una higuera.
    La obra es una muy interesante revisión de la figura de Judas, tan denostada en la tradición cristiana y sinónimo cabal de la traición; es también una vindicación del papel que le cupo en la historia de Cristo, desde su condición de aventajado discípulo, seguidor fiel de su doctrina y firme creyente en su divinidad, hasta la profunda desilusión que siguió a la crucifixión y muerte del profeta. El autor postula una reinterpretación del personaje, tender una nueva mirada a los hechos que rodearon este cruento y crucial pasaje de la historia del cristianismo, sopesando las dos perspectivas en juego.
    Después de esos tres meses de exilio invernal, viviendo en la casa del callejón Rabbi Elbaz, Shmuel Ash sabe que tiene que marcharse, así que, luego de recuperarse de un accidente casero que le mantuvo con el pie escayolado, Atalia le ayuda a preparar su equipaje, y en los primeros días de la primavera abandona su refugio y de paso Jerusalén, con destino a Haifa, donde viven sus padres, llevándose también en su equipaje emocional el agridulce recuerdo de ese par de encuentros, no sé si llamarlos amorosos, que Atalia le brinda para su mayor azoro, así como los intensos diálogos sostenidos con Gershom Wald en esas tardes y noches frías del invierno jerosolimitano.  
    Aletea en la novela, finalmente, un tema que ningún escritor israelí, independientemente de su credo político o religioso, puede soslayar: el conflicto árabe-judío, ese absurdo enfrentamiento de dos colectividades semitas que se disputan unas tierras comunes, enemistad que el mito y la historia han atizado obedeciendo a exclusivos intereses políticos y ambiciones de facción, postergando para las calendas griegas aquella solución razonable que todo ser humano, amén de las Naciones Unidas, espera: un territorio, dos estados.
    Bellísima novela, que merece una y más relecturas. Una auténtica obra maestra, una fascinante historia de este estupendo escritor israelí con nombre bíblico de profeta, del profeta de la justicia social: Amós. Si habría que calificarla con la notación numérica escolar, yo le pondría veinte de nota.

Lima, 14 de septiembre de 2019.            
    

miércoles, 4 de septiembre de 2019

La familia Bennet


    Una de las novelas más memorables de la literatura inglesa, se la debemos a la destreza narrativa de Jane Austen (1775-1817), una escritora que llevó una existencia en apariencia bastante apacible, pero que en Orgullo y prejuicio nos presenta las vicisitudes de una prototípica familia pequeñoburguesa del sur de Inglaterra de fines del siglo XVIII, haciendo gala de una gran penetración psicológica para trazar los caracteres de los personajes y describir las situaciones en que se ven envueltos, en medio de los enredos amorosos de las hijas que ya han alcanzado la edad en que los padres, antaño, solían destinarlas al matrimonio.
    El señor y la señora Bennet constituyen un sólido matrimonio de veintitrés años, cuyas  cinco hijas en orden cronológico son: Jane, Elisabeth, Mary, Kitty y Lydia; todas ellas muy distintas entre sí, oscilando entre la sensatez y parquedad de la mayor, Jane, y la frivolidad y desaprensión de Lydia, la menor. Elisabeth destaca por lo juiciosa y rebelde, con una mirada muy crítica de su entorno e indómita ante los fáciles halagos masculinos. Tal vez sea uno de los personajes más interesantes de la historia, pues es en torno a ella donde se desarrollan los principales acontecimientos.
    La trama empieza a correr cuando un joven procedente del norte del país, soltero y poseedor de una fortuna de cuatro o cinco mil libras al año, alquila la hacienda de Netherfield Park, lugar muy cerca de Longbourn, donde viven los Bennet. Al enterarse de la noticia, la madre, deseosa ya de casar a sus hijas, exige al marido que vaya a presentarse donde el nuevo vecino, el señor Charles Bingley, con el fin de empezar a tejer ya la maraña que debe terminar en el compromiso de alguna de sus herederas.
    Días después de su llegada tiene lugar en Meryton el primer baile al que concurren las dos hermanas mayores, ocasión en la que Jane recibe muchas atenciones del señor Bingley, así como de las hermanas de este que acuden a la fiesta en compañía del esposo de la mayor y de Darcy, un caballero simpático y distinguido, pero que deja la impresión de ser orgulloso y petulante. Elisabeth observa con gran perspicacia la sutil escena de la representación que los jóvenes ofrecen durante la fiesta.
    Los vaivenes sentimentales de las hijas mayores de los Bennet ocupan los primeros capítulos, con las esperanzas fallidas de Jane de consolidar su unión con el señor Bingley a causa de ciertas intrigas y maniobras de las hermanas, y el rechazo de Elisabeth a las pretensiones matrimoniales de su primo William Collins, quien visita Longbourn con el único propósito de obtener su mano. Ante este primer fracaso y sin pérdida de tiempo, Collins traslada su oferta a Charlotte Lucas, la amiga más cercana de Lizzy, quien acepta sin pensarlo demasiado y se realiza la boda.
    Este retrato veraz y realista de una clase social, la burguesía rural y sus diversos estratos –los potentados como Bingley o Collins, y los que aguardan un golpe de suerte para escalar socialmente como los Bennet, esperanzados en que las uniones conyugales de sus descendientes los ayuden a conservar sus pequeños privilegios–, constituye uno de los cuadros más logrados de la novela, llevándonos a ser testigos de unas formas y costumbres que el tiempo ha sepultado en el desván de las curiosidades de la historia.
    La evolución de un personaje como Elisabeth Bennet, cuya versátil psicología la convierte en una privilegiada observadora de esa pequeña comedia humana provinciana, la coloca en situaciones de verse en la necesidad de ir variando sus apreciaciones y puntos de vista de las personas que frecuentan su entorno. Es el caso de Darcy, el amigo cercano de Bingley, quien la primera vez que lo conoce le parece orgulloso y despreciable, entre otras razones porque lo cree culpable de la separación de su hermana y este último. Por ese motivo, la vez en que Darcy le declara su amor y le ofrece matrimonio, ella lo rechaza sin más.
    Entre tanto, Elisabeth conoce a Wickman, de quien se ilusiona en un primer momento, para terminar decepcionándose al conocer la verdadera historia entre él y el señor Darcy, que reaparece en su vida en ocasión de un viaje de vacaciones que realiza con sus tíos. Un verdadero quiebre en la historia es, por eso mismo, la fuga de Lydia, su hermana menor, con Wickman, causa de angustia y preocupación para la familia, especialmente para la nerviosa e hipocondríaca señora Bennet. Después de quince días de mantener en la zozobra a sus familiares, que van en su búsqueda de manera infructuosa, es su tío y el señor Darcy quienes interceden para lograr un acuerdo de boda, la que finalmente se lleva a cabo. Luego de visitar a sus familiares en Longbourn, Lydia y Wickman parten rumbo al norte donde está el regimiento al que éste debe incorporarse.
    Mientras tanto, se produce la vuelta del señor Bingley a Netherfield y enseguida su visita a los Bennet. Después de algunos días de tensa espera para la madre, finalmente se comprometen Bingley y Jane. Se sucede luego el pasaje más memorable del relato, por su carácter rebelde y contestatario, protagonizado por Elisabeth. La insolente y antipática lady Catherine de Bourgh, tía de Darcy, llega a casa de los Bennet para hablar con nuestra heroína, para prevenirla contra sus planes de casarse con su sobrino. Lizzy, con gran aplomo y valentía le responde con precisos argumentos y contundentes y justas palabras. La dama se retira encolerizada y totalmente decepcionada.
    A pesar de esta escena desagradable para Elisabeth, que sin embargo trata de disimular ante su familia, a los pocos días vería confirmada sus esperanzas cuando Darcy visita Longbourn y formaliza su compromiso con ella, lo cual ocasiona el desborde emotivo de su madre, diluyendo sus reticencias iniciales y sus comentarios negativos hacia el pretendiente de su hija. El padre también da su aprobación luego de un íntimo diálogo con ambos jóvenes por separado.
    El destino más acariciado para una mujer en aquella época era sin duda un buen matrimonio, afán en que se prodigaba toda la familia, pues constituía el secreto de un porvenir seguro y sin sobresaltos para todos. El tiempo, que muda las costumbres y los ritos, nos ha dejado esa curiosidad de una época relativamente reciente, trayéndonos nuevos aires y nuevas formas de vivir ese eterno universal de las relaciones entre los sexos, sus propósitos y sus variantes, su problemática y su drama.

Lima, 29 de agosto de 2019.