Me parece ya lejano, y sin embargo tan próximo, ese soleado día de mayo de 1980, cuando, exultante de alegría, corrí a mi casa con el periódico recién comprado en el brazo, en cuyas páginas aparecía mi primer artículo periodístico. Tenía quince años y una inmensa ilusión.
Había pasado varios días en vilo, esperando que mi colaboración salga publicada en letras de molde; y cuando al fin lo hizo, mi gozo no tuvo límites. Se acabaron los días previos en que cada mañana acudía al quiosco de periódicos para comprar los diarios que leía cotidianamente, y al no encontrar mi texto me invadía la decepción y el pesimismo; mientras en mi familia me animaban diciéndome que tuviera paciencia, que esperara con calma pues de todas maneras lo publicarían. Y no se equivocaron.
Pero todo empezó cuando un buen día, alentado por las lecturas de reconocidos columnistas de la prensa nacional y algunos otros de dimensión continental, decidí escribir un artículo de opinión, diciéndome que no era posible que yo no pudiera decir algo sobre cualquier tema si otros lo hacían con cierta frecuencia desde las páginas de los diarios que leía.
Es así que una mañana, premunido de lápiz y papel, me encerré en la sala de mi casa, y durante largos minutos libré un duro combate -luché denodadamente con las palabras y con mi incipiente saber-, tratando de enhebrar las oraciones y las frases para que dijeran aproximadamente lo que pensaba y sentía, o lo que creía pensar y sentir. Era un asunto político de la mayor importancia el que embargaba mi interés: la vuelta a la democracia en el Perú luego de doce años de dictadura militar.
Cuando hube terminado, emergí de la caverna oscura de la creación con la sensación de haber vivido una experiencia única; y con el producto en mis manos, acudí de inmediato donde mi madre para leérselo, pues creía y sentía que era ella el primer ser que debía conocer el engendro de mi intelecto e imaginación. Igualmente, cuando salió al fin publicado, fue a mi madre a la primera persona que mostré mi hazaña periodística, quien exhibiendo con modestia su satisfacción y orgullo, me regaló una tierna sonrisa de aprobación y beneplácito.
Luego de pasar en limpio el borrador del artículo, surgió el problema de cómo llevarlo a la redacción del diario elegido. Un pequeño conciliábulo familiar decretó el nombre de la persona que me acompañaría en aquella empresa que yo me imaginaba no sólo ardua, sino además estéril y quimérica.
En las oficinas del diario, nos hicieron esperar en una salita de estar para ser recibidos presumiblemente por el director. Pero quien en verdad nos atendió fue el jefe de redacción, que hacía las veces del director en calidad de encargado -según nos explicó. Su trato fue amable y cordial, y cuando estuvo al tanto de nuestra visita, quiso conocer el artículo que yo llevaba; se lo di y, después de leerlo rápidamente, nos dijo que estaba bien y que en los días siguientes saldría publicado. Fue un trámite sencillo y expeditivo, lejos de ese encuentro tortuoso y erizado de obstáculos que yo tanto había temido.
Han pasado treinta años de ese bautizo de fuego en la prensa nacional, y, desde entonces, volví otras veces más en esporádicas ocasiones en que tenía listo un nuevo artículo. Siempre era publicado, asentando así mi pequeña fama entre el círculo estrecho de mis conocidos. Hasta que uno de esos cambios de destino más o menos imprevistos, me hizo abandonar mi provincia natal y radicarme definitivamente en la capital.
Y es desde aquí que ahora fraguo mis artículos, que, tres décadas después, le deben mucho a ese primer impulso de ese tímido adolescente que en un acto inusual de coraje decidió darse a conocer al mundo limitado de su región para desde allí dar el salto a esta nueva experiencia que vive a través de otros medios, entre ellos de éste que tan amicalmente me da cabida y cobijo.
Lima, 10 de diciembre de 2010.
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