El desenlace trágico de la desaparición de
una concursante de un polémico programa de televisión, suscita diversas
reflexiones en torno a uno de los valores éticos concernidos en el hecho: la
verdad.
Lo primero es que la verdad no debería
surgir bajo la presión de un chantaje pecuniario, sino como un proceso natural
de evolución de las cosas, pues de lo contrario se termina pervirtiendo su
esencia, convirtiéndola en una simple mercancía, signo de una sociedad que ha
asumido el consumo como el supremo bien.
El precio de la verdad nunca puede ser la
muerte, pues su valor trasciende tanto los groseros cálculos crematísticos como
su metafísica negación. Sobre todo una muerte como la Ruth Thalía Sayas
Sánchez, la joven cuyo cadáver fue encontrado enterrado en un silo en la zona
de Jicamarca, en las afueras de la ciudad.
Se envilece el valor de la verdad cuando
se la vuelve mero y puro exhibicionismo de escenario, una impudicia tosca y
banal, una función pornográfica para saciar el morbo y la malsana avidez
colectiva.
Sin necesidad de caer en el extremo de
hacer un elogio y defensa de la mentira, debemos aceptar que no siempre la
verdad, en términos absolutos, es un valor que
debe mostrarse en toda su desnudez.
Queremos comprar valores éticos,
principios, dignidades, como si fueran bienes de intercambio comercial, objetos
de consumo, cosas desprovistas de cualidades humanas y pasibles de ser
traficadas como cualquier abarrote de tendero.
Se trata, a todas luces, de un episodio
más, en este caso siniestro y macabro, de lo que Vargas Llosa ha llamado la
civilización del espectáculo, una era signada por los perversos dictados del
mercado, donde la sociedad de consumo impone sus fríos y mezquinos intereses
por sobre todo vestigio de humanidad y sentimiento. Importa vender y lucrar –el
bendito rating-, sin importar si con ello arrasamos lo más precioso de nuestra
existencia, o hasta a ella misma.
Lo segundo es la responsabilidad que le
cabe al conductor del citado programa y al periodismo en general. Que el
primero haya salido a decir que en los cruentos sucesos está exento de toda
culpa no es la mejor manera de asumir su cuota de participación, por mínima que
sea; y que una parte de la prensa y sus principales voceros también
manifestaran su solidaridad y comprensión con el susodicho, tampoco abona para
el propósito de saneamiento y adecentamiento del llamado cuarto poder.
Es sintomático que ahora salgan a defender
a Ortiz los personajes más cuestionables y con rabo de paja de la prensa
nacional, citados con redomada alegría en su reciente columna donde sale, lanza
en ristre, a acometer a los que llama no sin ironía “opinadores, opinantes y
opinólogos”.
Basta hacer el inventario de estos
solidarios y ahora muy comprensivos colegas, extrañamente conciliadores y
tolerantes, aviesamente contemporizadores, para saber de qué se trata todo este show de
las vanidades heridas. Saber que en esa afamada lista figuran nombres
encumbrados como los de Laura Bozzo, Mónica Delta, Nicolás Lúcar, Aldo
Mariátegui, Rosa María Palacios, Federico Salazar, Ricardo Vásquez Kunge, y
hasta un siempre oportuno PPK, nos confirma en la sospecha esbozada líneas
arriba.
La filosofía del todo vale, de la libertad
sin límites, del hacer y deshacer según nuestra regalada gana, es la que al
parecer avala sin pudor este selecto grupo de opinadores.
Nadie acusa al mencionado conductor de ser
el asesino, ni siquiera el cómplice o apologeta del crimen, pero el tipo de
programa que conduce, el formato peligroso que alardea jugando con fuego al filo de los abismos de
la condición humana, tendría que hacerlo meditar sobre la conveniencia de
seguir sacando a la luz las miserias de cualquiera a cambio de un puñado de
suculentos y emputecidos cobres.
Lima, 7 de
octubre de 2012.
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