lunes, 8 de octubre de 2012

Ética y verdad


     El desenlace trágico de la desaparición de una concursante de un polémico programa de televisión, suscita diversas reflexiones en torno a uno de los valores éticos concernidos en el hecho: la verdad.
     Lo primero es que la verdad no debería surgir bajo la presión de un chantaje pecuniario, sino como un proceso natural de evolución de las cosas, pues de lo contrario se termina pervirtiendo su esencia, convirtiéndola en una simple mercancía, signo de una sociedad que ha asumido el consumo como el supremo bien.
     El precio de la verdad nunca puede ser la muerte, pues su valor trasciende tanto los groseros cálculos crematísticos como su metafísica negación. Sobre todo una muerte como la Ruth Thalía Sayas Sánchez, la joven cuyo cadáver fue encontrado enterrado en un silo en la zona de Jicamarca, en las afueras de la ciudad.
     Se envilece el valor de la verdad cuando se la vuelve mero y puro exhibicionismo de escenario, una impudicia tosca y banal, una función pornográfica para saciar el morbo y la malsana avidez colectiva.
     Sin necesidad de caer en el extremo de hacer un elogio y defensa de la mentira, debemos aceptar que no siempre la verdad, en términos absolutos, es un valor que  debe mostrarse en toda su desnudez.
     Queremos comprar valores éticos, principios, dignidades, como si fueran bienes de intercambio comercial, objetos de consumo, cosas desprovistas de cualidades humanas y pasibles de ser traficadas como cualquier abarrote de tendero.
     Se trata, a todas luces, de un episodio más, en este caso siniestro y macabro, de lo que Vargas Llosa ha llamado la civilización del espectáculo, una era signada por los perversos dictados del mercado, donde la sociedad de consumo impone sus fríos y mezquinos intereses por sobre todo vestigio de humanidad y sentimiento. Importa vender y lucrar –el bendito rating-, sin importar si con ello arrasamos lo más precioso de nuestra existencia, o hasta a ella misma.
     Lo segundo es la responsabilidad que le cabe al conductor del citado programa y al periodismo en general. Que el primero haya salido a decir que en los cruentos sucesos está exento de toda culpa no es la mejor manera de asumir su cuota de participación, por mínima que sea; y que una parte de la prensa y sus principales voceros también manifestaran su solidaridad y comprensión con el susodicho, tampoco abona para el propósito de saneamiento y adecentamiento del llamado cuarto poder.
     Es sintomático que ahora salgan a defender a Ortiz los personajes más cuestionables y con rabo de paja de la prensa nacional, citados con redomada alegría en su reciente columna donde sale, lanza en ristre, a acometer a los que llama no sin ironía “opinadores, opinantes y opinólogos”.
     Basta hacer el inventario de estos solidarios y ahora muy comprensivos colegas, extrañamente conciliadores y tolerantes, aviesamente contemporizadores,  para saber de qué se trata todo este show de las vanidades heridas. Saber que en esa afamada lista figuran nombres encumbrados como los de Laura Bozzo, Mónica Delta, Nicolás Lúcar, Aldo Mariátegui, Rosa María Palacios, Federico Salazar, Ricardo Vásquez Kunge, y hasta un siempre oportuno PPK, nos confirma en la sospecha esbozada líneas arriba.
     La filosofía del todo vale, de la libertad sin límites, del hacer y deshacer según nuestra regalada gana, es la que al parecer avala sin pudor este selecto grupo de opinadores.
     Nadie acusa al mencionado conductor de ser el asesino, ni siquiera el cómplice o apologeta del crimen, pero el tipo de programa que conduce, el formato peligroso que alardea  jugando con fuego al filo de los abismos de la condición humana, tendría que hacerlo meditar sobre la conveniencia de seguir sacando a la luz las miserias de cualquiera a cambio de un puñado de suculentos y emputecidos cobres.

Lima, 7 de octubre de 2012.      

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