En
un mundo en que declararse demócrata es lo políticamente correcto, él prefería
decir que era monárquico; en una época en que la pleitesía y el fetichismo del
fútbol ha calado en todos los sectores sociales, él despotricaba de ese deporte
inglés que ha devenido en un mero negocio. Porque así era Álvaro Mutis, ese
excéntrico y anacrónico escritor colombiano, cuya muerte el pasado 22 de
septiembre ha enlutado una vez más las letras y la cultura de Latinoamérica.
Gran amigo de Gabriel García Márquez, a
quién habría entregado, según cuenta la leyenda, Pedro Páramo, el emblemático libro de Rulfo, en una actitud de
franco desafío, siendo probablemente el culpable, o uno de los culpables, del
prodigio narrativo que permitió al hijo de Aracataca, aguijoneado por esa
alevosa provocación, acometer la descomunal empresa de escribir Cien años de soledad, la novela de las
novelas del siglo XX hispanoamericano.
Poeta y novelista por igual, integraba,
junto con el mismo García Márquez, Fernando Botero, Fernando Vallejo, William
Ospina, Sergio Jaramillo y Héctor Abad Faciolince, la plana mayor de los
embajadores ante el mundo del arte y la cultura del eufónico país de los
cafetales y los vallenatos.
Lector incansable y hedónico, degustador
exquisito de la obra de Cervantes, a quien lee y admira por sobre todos los
escritores que son y han sido. Ponía como único requisito para emprender la
lectura de un libro, que éste no bajara de las 1200 páginas; ello explica sus recurrentes
lecturas de En busca del tiempo perdido,
la interminable novela de Proust, que lo
realizaba de un tirón, como quien vuelve a un espacio entrañable y extenso,
lleno de gratificaciones y bienaventuranzas.
No he tenido la oportunidad de conocer la
obra de Mutis, lo cual me pesa; es una deuda que la tendré pendiente, para, a
la primera ocasión, solazarme recorriendo sus páginas, que, estoy seguro, le
depararán a mi espíritu nuevas riquezas y desconocidos tesoros. Mientras tanto,
me conformo recordando las innumerables anécdotas de las que estuvo ahíta su
vida, una trayectoria fecunda y vasta que ha atravesado casi todo un siglo y
más.
Recuerdo por ejemplo la vez aquella en que
acudió a recibir el Premio Cervantes, era el año 2001, circunstancia en que
Mutis leyó un breve pero hermoso discurso donde incluyó un bellísimo soneto de
Borges titulado “Un soldado de Urbina”, el mejor retrato poético que se haya
hecho del genial Manco de Lepanto.
Vivía en México desde hacía un número
abundante de años, país al que llegó casi huyendo de la persecución judicial de
una compañía a quien tuvo la feliz ocurrencia de sacarle la vuelta a favor de
los superiores intereses del espíritu y la humanidad. Allí se hizo amigo de
toda esa pléyade de grandes creadores que ha dado el siglo XX mexicano a la
cultura universal, como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, José
Emilio Pacheco y tantos otros, que compartieron con el colombiano los afanes y
las búsquedas estéticas de una generación brillante y, sin duda, ya histórica.
A su partida nos deja una obra diversa y
valiosa, donde destaca un personaje que ya ha adquirido carta de ciudadanía en
el orbe fabuloso de las ficciones y la narrativa de nuestra lengua. Maqroll, el
gaviero, seguirá saciando con sus historias, esa sed de aventuras que poseemos
todos quienes, no contentándonos con esta prosaica realidad, alimentamos
nuestra fantasía con la presencia impagable de estos hijos entrañables de la imaginación
y la palabra.
Que Maqroll siga oteando el mundo y sus
vicisitudes desde su gavia predilecta, pues Álvaro ha decidido emprender otros
rumbos y hacer mutis.
Lima, 11 de
octubre de 2013.
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