Otra vez el terror se ha vuelto a cebar en
Europa; esta vez le ha tocado el turno, en esta rueda nefanda de la fortuna, a
la bella y exótica Barcelona, una de las ciudades más emblemáticas de España y
del continente. Un puñado de jóvenes de origen marroquí, saturados por la
prédica de la muerte que alientan los líderes del Estado Islámico, han
embestido con una furgoneta el tradicional paseo de las Ramblas, dejando un
reguero de muerte y destrucción, vidas tronchadas de una manera tan absurda
como execrable.
El método empleado para el ataque no es
nuevo, pues antes lo han ensayado estos guerreros de los infiernos, en ciudades
como Niza, Berlín, Londres y Estocolmo, en los últimos años. Al llamado de los
jerarcas de la organización terrorista, de usar las armas más diversas para
golpear a los países de los infieles, los militantes han optado por esta
criminal forma de acabar con quienes representan para ellos a los opresores de
sus pueblos, aunque simplemente fueran inocentes viandantes que el inextricable
azar colocara en medio de sus designios.
Arrinconados por los ejércitos de la
coalición en sus pretendidos feudos medievales, los yihadistas reaccionan de esta manera demencial para paliar en algo
su inevitable derrota. Casi expulsados de Mosul, su bastión por más de dos años
en Irak; amenazados en Raqa, la capital de su fementido Califato en Siria,
estos combatientes anacrónicos surgen de improviso en las urbes representativas
del Viejo Mundo, para desatar el miedo por el miedo, la sangre derramada
inútilmente con el fin de justificar sus ininteligibles propósitos
político-religiosos.
El rechazo y la condena en España y Europa
en general han sido unánimes, pues estas tragedias están más allá de banderías
políticas, aparcadas ahora que la nación ha sufrido un atentado mortal, como no
se había visto desde el luctuoso 11 de marzo de 2004. Cuando uno ve
sencillamente los datos fríos de la masacre, los números que son lanzados al
mundo por los medios de comunicación, tantos muertos, tantos heridos, no se
imagina los terribles dramas singulares que familias concretas están viviendo
en estos momentos. Familias destruidas, seres repentinamente arrebatados por la
locura de una lucha sin explicación racional, vidas segadas por la demencia de
un proyecto tirado de los cabellos.
No hay duda de que el terrorismo
internacional es la amenaza principal de las naciones europeas desde que se
entronizara a mediados del 2014 el llamado Estado Islámico, una organización
política teocrática de tintes extremistas, seguidora de la versión más ortodoxa
y retrógrada del islam, el salafismo,
con su interpretación cruda y violenta de aquella religión. Nada de eso
comparten los religiosos islámicos asentados en las capitales occidentales,
pues muchas de esas organizaciones en España han salido a condenar los sucesos
de este jueves.
Nunca se puede saber exactamente el
instante en que va a actuar una célula terrorista, a pesar de los serios
esfuerzos de las fuerzas policiales orientados a políticas férreas de
prevención y seguridad; a lo sumo, han retrasado este ataque que en algún
momento tenía que llegar, nada menos que en el centro neurálgico de una de las
urbes más turísticas y visitadas de Occidente, a donde llegan por estas épocas –cuando
el verano y las vacaciones se conjugan perfectamente– miles de viajeros
procedentes de diferentes países del mundo, especialmente del continente, donde
los ha pillado la muerte, transitando alegres y despreocupados por el paseo más
concurrido de Cataluña, una vía como otras similares en Europa, objetivo privilegiado
para los jóvenes radicalizados en una fe que los invita a la inmolación y al
crimen.
También es tiempo de repensar las políticas
y actitudes de Occidente en los territorios candentes del Oriente Medio, origen
y causa de estas reacciones insanas de grupos fanatizados que sólo saben
responder con la bestialidad y la fuerza, matando indiscriminadamente en su
afán de contrarrestar lo que ellos creen es la presencia sistemáticamente
abusiva de las potencias interesadas en las ingentes riquezas de aquella zona.
Mientras subsistan los actuales patrones de juego en dichas comarcas, es muy poco
lo que se puede hacer para sofocar o acabar con esta amenaza terrorista.
Las alarmas se han situado casi a su máximo
nivel, pues no sería extraño que más temprano que tarde, otra ciudad sea la
elegida en esta ruleta siniestra que tiene en vilo a todo el mundo civilizado,
en jaque perpetuo por la barbarie asesina de quienes desconocen los valores
humanos de la libertad, la democracia y la vida.
Lima,
19 de agosto de 2017.
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