Con inmenso estupor ha seguido la población
peruana los insólitos sucesos del lunes 30 de septiembre último, que ya está
inscrito como uno de esos días históricos que luego recordaremos porque en él
se marcó un hito trascendental en nuestro devenir como nación. Fue el día clave
en que se llegó al clímax de la confrontación de poderes que ya venía de muy
atrás, todo ello debido a la prepotencia y la necedad de una mayoría congresal
que se empeñó, desde el mismo inicio del régimen, en sabotear toda cuanta
iniciativa emprendiera el Ejecutivo en materia de lucha contra la corrupción.
Las motivaciones de tal proceder no son
desconocidas por la ciudadanía, pues es ampliamente conocido el accionar de un
grupo político –lo más parecido a una banda de cuatreros– que nunca abandonó su
genética propensión al abuso y al autoritarismo, todo con el fin de apañar y
proteger a sus miembros y cómplices envueltos en serias acusaciones por
diversos delitos actualmente procesados en el Poder Judicial. Además, se
prestaron para escudar hasta la náusea a pandillas de delincuentes que
pretendían copar las más altas instancias de la judicatura.
Ante ello, el Presidente de la República,
en ejercicio de sus atribuciones constitucionales, planteó a través de sendos
proyectos de ley reformas importantes en materia política y judicial,
propuestas que el fujiaprismo desestimó
sistemáticamente. Sólo al verse acorralados por la cuestión de confianza
–mecanismo que le faculta la ley al primer mandatario–, otorgaban ésta, pero de
manera tramposa e hipócrita, pues ante lo que formalmente decían que sí, en el
fondo y en la práctica era no. Se hizo esto varias veces, tomándole el pelo
groseramente al gobierno y al pueblo en general. En vista de esta real
negativa, el Ejecutivo propuso un adelanto de elecciones generales, discusión
que se dilató mañosamente con la fantochada aquella de la invitación a la
Comisión de Venecia, sesión que fue otra puesta en escena de la desvergüenza
mayúscula del fujimorismo ramplón y del aprismo, sus secuaces de ocasión, que
sin esperar siquiera la opinión del cuerpo consultivo invitado, archivó el
proyecto mencionado.
Mientras tanto, y en paralelo, se cocinaba
la toma del Tribunal Constitucional vía una elección apresurada y amañada. Es
por eso que el presidente Vizcarra, en clara sintonía con el hartazgo popular,
decidió disolver constitucionalmente el Congreso, en razón de que su propuesta
de reconsideración de la elección de miembros del TC, para hacerla de manera
transparente, fue desestimada al iniciarse el proceso de elección, votando en
contra de la cuestión previa planteada por la congresista Huilca, y elegirse al
primero de ellos cuando el Primer Ministro ya había planteado la cuestión de
confianza sobre dicho proyecto. Demás está comentar el comportamiento
bochornoso de los congresistas ese día, que pretendieron impedir el ingreso del
presidente del Consejo de Ministros al hemiciclo, estando expedito su derecho
para hacerlo en virtud del art. 129 de la Constitución Política del Estado.
Se ha procedido entonces a una delicada
pero necesaria operación quirúrgica sobre el cuerpo de la República, extirpando
el tumor canceroso que amenazaba devorar la precaria vida de nuestra
democracia. La medida, enmarcada en el art. 134 de la Carta Magna, ha sido
interpretada en diversos sentidos por esos señores que fungen de exégetas
sacrosantos de la ley llamados constitucionalistas. Para unos, la decisión
presidencial es anticonstitucional y estaríamos ante un “golpe de Estado”; para
otros, en cambio, es perfectamente constitucional y se ciñe al estricto
cumplimiento de la norma mayor. Es decir que, finalmente, el asunto es
debatible, que se presta a la discusión y a la interpretación, en razón pues de
que un documento así no puede ser perfecto y exhibe algunos vacíos o grietas
que lo hacen falible. Si fuera así, la salida a este laberinto no puede quedar
estrictamente y a rajatabla en el terreno jurídico, sino que se trata de
encontrarle una salida política, y en este sentido no podemos seguir actuando
como los fariseos, pretendiendo una observancia rigurosa y ortodoxa de la ley
hasta llegar a límites del ridículo, pues de lo que se trata es de salvar una realidad
urgente que evidentemente ha desbordado el marco legal. Sin embargo, creo que
la resolución adoptada por el Presidente se ajusta a la Constitución y es
respetuosa del Estado de Derecho.
La respuesta de la mayoría parlamentaria ha
sido propia de un circo de baja estofa, suspendiendo al presidente en sus
funciones, amparados en una interpretación errada de la Constitución y desde su
condición de flamantes fantasmas, juramentando a la vicepresidenta para el
supuesto cargo vacante en una ceremonia grotesca que pasará a formar parte de
los anales de la irrisión y de la estulticia. La pandilla de bribones y
facinerosos sabe que se le acaba la inmunidad, que para ella siempre fue
impunidad, y por eso sus miembros se aferran con uñas y dientes a sus cargos en
disfuerzos inauditos de resistencia, en un triste espectáculo que más parece
pataleta de niñatos engreídos y malcriados.
En el
escenario internacional, diversos organismos, como la OEA, e instituciones que
resguardan la democracia y los derechos humanos, se han pronunciado en el
sentido de que corresponde al TC dirimir esta contienda, aconsejando de paso
que la solución más acertada es acudir en consulta al pueblo, para que sea el
soberano el que finalmente decida a través de las urnas. Y he aquí el punto en
que la responsabilidad recae nuevamente en nosotros, los ciudadanos de esta
república que debemos elegir esta vez con mucho cuidado, desplegando sagacidad,
discreción y conocimiento, informándonos del historial mínimo de quienes van a
convertirse en los nuevos integrantes del futuro Congreso, con el fin de
evitarnos sorpresas desagradables como lamentablemente nos ha brindado el
extinto Parlamento.
Es de destacar la multitudinaria
participación del pueblo, volcado a las calles y plazas de las principales
ciudades del país desde el mismo instante del anuncio presidencial, respaldando
con entusiasmo una medida que era un clamor mayoritario desde hace varios
meses, hecho que desbarata cualquier acusación de “golpe de Estado” que han
deslizado los miembros de la mafia, en una actitud que busca desacreditar una
medida de profilaxis cívica, tratando de confundir a una opinión pública que ya
no puede seguir creyendo las sandeces y bobadas que han soltado a granel
durante tanto tiempo.
Lima,
4 de octubre de 2019.
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