sábado, 29 de mayo de 2010

Intolerancia

Es cierto que la convivencia democrática exige de los seres humanos dosis altas de abnegación y esfuerzo voluntarios para construir una sociedad donde reine medianamente la paz. Que los simples deseos de edificar una civilización acorde con nuestra condición de seres humanos no bastan, si de por medio no están esas líneas matrices del pacto social --aquellas que perfilaron los pensadores y filósofos del Siglo de las Luces--, que hacen posible la coexistencia pacífica y la armonía entre los hombres y los pueblos.
No es una quimera imaginar una sociedad humana regida por estándares mínimos de sabia vida en común, donde, por más que nuestros instintos más atávicos o nuestras pulsiones más profundas se empeñen en negarlo, es posible levantar el templo sagrado de una humanidad conduciéndose por los cauces del entendimiento, la comprensión, la tolerancia y la aceptación del otro.
Es esto lo que justamente no puedo entrever en las actitudes de ciertos sectores de la población, azuzados por una prensa sesgada y miope y por líderes políticos que no han asumido sus responsabilidades con autenticidad y verdadero civismo, en relación a los casos de la excarcelación de una militante extranjera del MRTA, dictada por una jueza competente y ajustándose estrictamente al derecho, y a la variación judicial de la condición de un ciudadano peruano que tuvo que exiliarse en Nicaragua a raíz de los sucesos de Bagua del año pasado.
En ambos casos la reacción de un amplio sector de la opinión pública ha sido lamentable. Pero lo que más llama mi atención es el comportamiento ridículo y pueril de algunos periodistas --líderes de opinión, celosos defensores de la libertad de expresión, abanderados de las libertades públicas--, muchos de ellos al frente de diarios conocidos de la capital, que ante los hechos mencionados han volcado todas esas sus furias prehistóricas y antediluvianas y las han trocado en tinta impresa.
Sobre todos ellos, destaca el ignominioso papel que cumple un director de periódico, de cuyo nombre no quiero acordarme, pero cuyo apellido evoca en mis caros afectos un retortijón de protesta histórica, pues es el mismo que llevara un peruano digno y ejemplar, que allá por los años veinte del siglo pasado representaba lo mejor del pensamiento de avanzada de nuestro país y de América. Qué habría dicho ese ilustre antepasado, al ver las torpes actitudes de niñito caprichoso de su infeliz descendiente, al leer sus textos plagados de sandeces y despidiendo un rancio tufillo a xenofobia, intolerancia y exclusión.
Es grotesco, por otra parte, que un grupo de ciudadanos, habitantes de un distrito exclusivo de la gran urbe, haya armado ese espectáculo santurrón propio de beatas de pueblo, encendiendo velas y otros menjunjes, para expresar dizque su protesta porque la ciudadana norteamericana, beneficiada con la libertad condicional, ha decidido alquilar un departamento en uno de sus barrios para vivir acatando su nueva situación judicial.
Pero así no lo entiende el periodista de marras, destilando todo su odio hacia dicha persona y enlodando con argumentos febles y deleznables a quienes se han permitido expresar una opinión diferente. Ha escrito el susodicho esta lindeza: “Debe dar asco y recelo vivir al lado de ella, como tener una cobra o una tarántula al lado”. Toda una joya para una ímproba historia universal de la infamia. La expresión de la peor majadería que un homínido puede proferir, su radiografía moral.
El asco y el recelo que debería reservar para tantas otras cosas que pasan en el Perú y ante las cuales es más bien condescendiente y tiene ciertos miramientos. Conductas así no abonan el suelo social para que florezca una auténtica sociedad democrática, sin exclusiones ni intolerancias, sin poses de infante ofendido.

Lima, 29 de mayo de 2010.

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