Quizás la novela más ligada a la vida y a la muerte de José María Arguedas, la que testimonia de un modo dramático y certero la lucha que el escritor libraba en su interior, fue aquella que escribió en su último año de vida, y que se publicaría póstumamente con el título de El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971).
Aconsejado por su psiquiatra, la chilena Lola Hoffman, José María acometió la ardua tarea de su propia cura, a través de la escritura de esta su última obra, donde se combinan fragmentos de diarios y el relato de la historia y la vida del puerto de Chimbote, durante los años de bonanza que le produjo el boom de la pesca.
Como en una terapia o sesión psicoanalítica, José María enfrenta a sus demonios, aun cuando sabe, o por lo menos intuye, que ya no podrá ser capaz de exorcizarlos. Entonces se aferra a la ficción -“no es una desgracia luchar contra la muerte, escribiendo”, dice-; siente por momentos que las fuerzas se le agotan, que su ánimo languidece y que cae bruscamente a un pozo profundo, al pozo de la más negra desesperanza.
En este año en el que se ha celebrado el centenario del nacimiento de nuestro insigne compatriota, una forma de rendirle tributo era leyéndolo, es decir, entrando en contacto con su palabra y su alma, a través de la obra dejada por el gran novelista. Es así que, después de muchos años de una curiosa confabulación del azar, que me impidió acceder a su última novela, por fin he tenido el gozo y el privilegio de participar de ese diálogo de zorros que en un sentido simbólico representa la ficción.
Cuánto habrá tenido que batallar en su corazón y en su alma un ser tan sensible y tan tierno como el de José María, arrastrando en sus hombros mustios la carga pesada de todas sus derrotas y todos sus fracasos, reales o imaginarios. Cómo se habrá visto confrontado a ese momento supremo en que decidió dejar este mundo, prefiriendo la muerte a la soledad del vacío existencial, según confiesa en su última carta.
Y que al preparar ese hecho atroz, tuviera sin embargo la misma delicadeza y la misma consideración que siempre tuvo para con los demás, pensando hasta en los detalles más precisos para que su muerte no tuviera que perjudicar a nadie, sobre todo a la universidad en la que era docente. Uno no logra imaginar siquiera ese trance insólito de un hombre debatiéndose entre el mundo de aquí y el de más allá.
Y su novela, pues, es el reflejo onírico y misterioso de esos demonios que ya lo acogotaban. La historia de los pescadores y los habitantes de esa ciudad que, en los años de la pesca boyante y de la creciente industria de la harina de pescado, se vio convertida en la tierra de promesas y esperanzas para miles de inmigrantes que bajaron de las serranías para encontrar un futuro mejor en las orillas del mar, podría verse como el último filón de una esperanza que cada vez para el novelista era nula.
Una vida llena de miserias y tanteos, de casas precarias en el arenal de un típico pueblo bullente de actividad febril por la actividad económica, con sus obreros y sus patrones, sus mendigos, locos y prostitutas; sus luchas sindicales y sus enfrentamientos sectarios, además de los infaltables curas. En una prosa bellísima, amasada en la ternura infinita de su raigambre quechua, cuando describe las cosas y los hombres, y otra más descriptiva y realista cuando recoge el habla de esos migrantes del ande en suelo costeño, la novela discurre mostrándonos el auge y la pujanza de una comunidad que se va haciendo a golpes de tenacidad y voluntad inquebrantables.
Tal vez lo que le faltó al mismo Arguedas, quien en la vida real ya había asumido su propio fin como la única forma de arreglar cuentas consigo mismo. Hay razones que nunca podremos aceptar, pero que respetamos con la misma pasión y el mismo convencimiento que tuvo aquel que decidió ejercerlas para llevar a cabo su fatal voluntad.
Son profundamente estremecedoras, al respecto, las dos cartas con que se cierra el libro, la que dirige al editor argentino Gonzalo Losada, y la que escribe al rector de la Universidad Agraria. Ambas son, en muchos sentidos, como el canto de cisne de un creador que ha llegado conscientemente al límite de sus fuerzas, pero que sin patetismo explica su decisión que ya está tomada, y que se permite solicitar ciertos detalles para cuando su cuerpo sea solamente un despojo.
Pues su espíritu sigue y seguirá vivo, mientras exista alguien que tome uno de sus libros y entable ese diálogo con el maestro, al modo de los zorros míticos de su novela, fungiendo esta vez él como el zorro de arriba, en el hanan pacha, y nosotros los zorros de abajo, aquí en el kay pacha, según la cosmovisión del mundo andino.
Lima, 17 de diciembre de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario