miércoles, 25 de diciembre de 2013

Mudanzas



     No deja de ser doloroso abandonar el lugar donde uno ha vivido por muchos años, ese espacio querido donde, con el tiempo, se han forjado alegrías y tristezas, momentos de intenso júbilo e instantes de profunda desolación. Toda una vida se ha escanciado entre aquellas paredes, que ya poseen mucho de lo que somos; repiten los ecos de voces acumuladas con el transcurrir de los días, tantos avatares y vicisitudes que hacen la existencia de todos los hombres.
     Por esa razón, marcharse no es cosa fácil, tan sencillo como empacar tus cosas y partir. Uno construye en una casa, otra casa, hecha con los singulares materiales de nuestras risas y llantos, murmullos y quejidos, esperas y ansiedades, exaltaciones y exclamaciones, gritos y silencios. Toda esa serie de vivencias se queda adherida para siempre a sus muros y a los ámbitos que la conforman, espacios que cobijan ese sinfín de circunstancias que constituye la vida humana.
     La decisión para abandonar definitivamente un lugar de varios años de residencia se puede tomar en un segundo, pero el hecho mismo de empezar la mudanza puede durar varias semanas, mientras el ánimo y el valor de hacerlo se van asentando lentamente en el alma. Como si el sentimiento se preparara trabajosa y pausadamente para acostumbrarse a la idea del abandono, construyendo en la imaginación y la memoria el futuro inmediato para hacerlo más asequible.
     Luego vendrá el traslado y el acarreo presuroso y tenso de los objetos que hacen nuestro cotidiano vivir, tarea ardua como la que más y que requiere el concurso indispensable de manos solidarias. Un pequeño ejército de hormigas zigzagueantes se deslizan raudas por el suelo de la casa a ser abandonada, recogiendo los menudos enseres que restan después de que los armatostes y el viejo mobiliario han sido arrastrados hasta el camión de las mudanzas.
     El ajetreo es parejo y atosigante, el momento tanto tiempo postergado ha llegado y no hay más remedio que proceder a desarmar las camas y los aparadores, las mesas y las vitrinas, previamente vaciadas de sus valiosas colecciones, que han sido colocadas en convenientes cajas, arropadas con papel periódico, para que el traqueteo del transporte no termine estropeándolas.
     Un caso especial lo constituyen los libros, el verdadero tesoro de toda casa que se respete, embalados diligentemente para acompañar a su dueño al flamante destino de un mejor espacio para la biblioteca. Igual suerte corren las revistas y los periódicos de colección, segmento donde destacan nítidamente los suplementos de todo tipo, reunidos a través de muchos años de paciente interés y cuidado.
     Los artefactos eléctricos requieren de un trato singular, pues su frágil y delicada naturaleza los hace vulnerables a cualquier descuido en su traslado. La menor desidia puede significar una seria avería que anule su funcionamiento. Felizmente todo ha sido trasladado con el mayor cuidado y dedicación, que al final ha llegado a su destino tal como lo imaginábamos o deseábamos.
     La siguiente tarea será la inversa, la de desempacar y desplegar todo en sus flamantes sitios, acomodando cada cosa donde previamente se le ha designado como lugar. Pueden tardar varios días o semanas, según sea el tiempo disponible para ello, para dejar la nueva casa en orden. Mientras tanto, cada objeto dejado abandonado clama silencioso por hallarle su propio espacio. Pronto cada quien estará en su lugar y la vida volverá a girar según su sempiterna rutina.
     Deberemos adaptarnos también al nuevo barrio, donde rostros desconocidos y fríos nos observan tratando de reconocer a los nuevos vecinos; tendremos que salir muchas veces en son de reconocimiento por las calles, los pasajes y las avenidas, buscando hallar nuevos referentes para nuestro despistado trajinar. Habrá que hacerse a la idea de tener otras bodegas, otras panaderías, otros centros de compra donde abastecernos cotidianamente.
     Es un vuelco radical toda mudanza, no precisamente como irse a otra ciudad o país, pero no les va a la zaga. Es un pequeño cataclismo emocional, un sismo cuya intensidad está en directa proporción a nuestra sensibilidad. El reacomodo es lento pero irrefrenable, y tardará el tiempo que sea necesario para decir con relativa certeza que ya estamos afincados en nuestro nuevo hogar.
                                                                                
Lima, 16 de diciembre de 2013.
    

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