Entre los periódicos que solía comprar
cuando era aún escolar, estaba el diario La
Prensa, un diario que me gustaba por su formato –siempre me han gustado los
diarios de formato clásico, como el que tienen los grandes diarios del mundo-,
por su diseño sobrio y su contenido serio y mesurado. Aunque discrepaba
ligeramente, por ese entonces, de su línea editorial, los artículos que
publicaba me parecían interesantes y otros francamente estupendos. Y el
despliegue que dedicaba a la información internacional, que yo más valoro en
cualquier publicación, estaba entre lo mejor del medio.
Competía con otros diarios de muy buen
nivel, o que así me parecían por ese entonces, como El Comercio, Expreso, Correo, El Diario de Marka o La
Crónica. Yo leía todos ellos casi todos los días, y podía comparar sus
posiciones con relación a los más variados asuntos de la política interna y
externa del país. Fueron las primeras lecciones de lo que luego sabría eran las
batallas ideológicas que se libraban en la prensa peruana, como reflejo de
otras batallas que involucraban a los actores políticos, como partidos,
sindicatos y movimientos sociales en general.
Será por eso, y por otras razones también,
que he leído con cierta voracidad y placer Los
últimos días de La Prensa, novela del polémico periodista, conductor
televisivo y escritor peruano Jaime Bayly, personaje que a veces parece de la
farándula local o, incluso, internacional. Mas debo reconocer que su ficción me
ha atrapado de principio a fin, por lo bien estructurada que está, por el humor
criollo que destila en casi todas sus páginas y por el estilo ameno con que se
desliza una historia bien contada.
La manera como el personaje Diego Balbi,
alter ego del mismo Bayly, llega por primera vez al diario de Baquíjano, de la
mano de su abuela Inés Tudela, para que aproveche sus vacaciones de verano
fogueando su talento periodístico en el quehacer cotidiano de la publicación,
recuerda al de muchas otras historias parecidas de comienzos de una vocación.
Yo mismo tuve que cruzar aquel Rubicón cuando igualmente a mis quince años de
edad, acompañado por alguien de mi familia, me presenté a una redacción
periodística con la osada pretensión de que me publiquen un artículo,
circunstancia que ya he descrito en otra ocasión.
Allí empezará para el bisoño periodista un
periodo de formación y aprendizaje, de veloz adquisición de las mañas y las
artimañas que son comunes al espacio de los medios. Conocerá a periodistas
experimentados y de los otros, jóvenes como él, con quienes hará los primeros
recorridos por los ámbitos laborales y profesionales, como también por los
secretos de la bohemia y la dispersión.
El descubrimiento brutal de la sexualidad
explícita, esta vez a cargo de Patty, la alevosa secretaria del director, que
se ha granjeado una dudosa reputación entre los trabajadores del periódico,
merced a una serie de chismes y habladurías, con asiento tal vez en alguna
realidad, es otra de las novedosas experiencias que le provee esa incursión
veraniega. Asimismo el conocer a Francisco, el hijo del director, de quien se
hace amigo cómplice, le significará el acceso al círculo íntimo de la plana
mayor del diario.
Viviendo la irrealidad del dispendio y el
aprovechamiento irresponsable de los beneficios inmediatos que puede otorgar el
estar a cargo de la caja chica de la empresa, Patty Bustíos es la encarnación
maquiavélica de ese gradual proceso de descomposición financiera de La Prensa, de su lento pero seguro
ocaso, debido quizás a la dura competencia del mercado, al descenso dramático
de las ventas y por lo tanto del tiraje, situaciones todas explicables por una
época de cambios en la sociedad peruana y el reacomodo de una masa importante
de lectores que irían orientando sus búsquedas a productos más ligeros y
populares, realidad que hoy impera de forma incontrastable.
Hay situaciones delirantes en la novela
que rompen la monotonía de la vida periodística, así como episodios hilarantes
protagonizados por don Rafael Tudela, abuelo de Diego, un viejo agricultor cuya
única obsesión es recuperar sus tierras, arrebatadas durante la reforma agraria
del chino Velásquez. Para ello se vale de su nieto, enviando por su intermedio
extensas cartas al director de La Prensa, exigiendo que el gobierno de Felipe
Correa devuelva las tierras confiscadas, así como lo hizo con los medios de
comunicación al inicio de su mandato.
La escena de don Rafael con dos espadas,
esperando una noche en un parque a don Antonio Larrañaga para un duelo que sólo
él conocía, tiene algo de esas tragicómicas aventuras del Quijote, viviendo un
mundo alucinado que contrasta radicalmente con la realidad. Sólo Diego sabe que
Larrañaga nunca llegará, porque el encargado de transmitirle el desafío era
precisamente él, quien jamás entregó el encargo.
O la vez aquella en que el viejo
periodista encargado de internacionales, sección donde laboraba Dieguito,
arroja por la ventana del tercer piso a un colega con quien se había trabado
minutos antes en un ardoroso duelo verbal. La caída al jirón de La Unión con los
huesos rotos, es motivo para el posterior despido del agresor, situación que
sin embargo no aprovecha nuestro joven héroe para encaramarse a la jefatura de
la sección.
Y así, entre situaciones y escenas
chispeantes, subidas de tono y francamente desternillantes, discurre el relato
de los estertores de un gran diario que agoniza en medio de la más desenfadada
incuria de sus propios directivos, del apetito desmedido de quienes nunca
quieren perder y de la dejadez de sus trabajadores que ven impávidos cómo se
viene a pique un formidable proyecto, mientras ellos sólo son capaces de
contemplar sus pequeños intereses personales, ajenos al significado de la
hecatombe que tienen sobre sus cabezas.
Lima, 26 de
enero de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario