La fulgurante carrera poética de un joven
limeño que terminó en un río selvático teñido de sangre, es uno de los
episodios más dramáticos de nuestra historia reciente. Un muchacho de la clase
media más acomodada de la sociedad capitalina que, premunido de una aguda y
delicada sensibilidad social, acabaría inmolando sus sueños en una inhóspita
región de la patria: “Y aquí estoy yo, agonizando, pero / lleno de armas para
empezar de nuevo.”
La lectura de Javier Heraud. Poesías completas y cartas (PEISA, 1976), suscita
estas impresiones sobre la vida y la obra de este singular caso de la
literatura peruana, que sorprende por la asombrosa precocidad de su talento
poético, aunado a su inquebrantable voluntad de asumir el compromiso social y
político de la manera más radical, aunque fuera su propia vida la que estuviera
en juego. Nunca se amilanó, sino que su coraje indesmayable, el fuego de su
pasión por los demás lo empujó al martirio glorioso de una muerte trágica.
Los críticos se han encargado de expurgar
las características y los valores de su obra, destacando aquellos repliegues y
claves que nos permitan conocer en profundidad la dimensión de su mensaje,
destacando sus temas recurrentes para desentrañar el misterio de su decir
poético, esa creación heroica y matinal que se apagó violentamente, pero que ha
dejado notables muestras de su calidad y hondura. A la manera de un Rimbaud,
quien abandonó la poesía deliberadamente, cuando ya había entregado lo mejor de
sí, Heraud fue arrancado de este mundo por las balas asesinas de los poderes de
siempre, cuando ya había dado muestras suficientes de su genio indiscutible.
Hay
una intuición certera en algunos de los versos del poeta peruano, cuando
menciona de manera casi compulsiva el tema de la muerte en sus poemas, o cuando
desliza la posible analogía con su par francés, en eso de dejar la poesía a
edad tempranera. Se ha señalado insistentemente su vocación profética en las
palabras en que se refiere a su propia muerte: “Yo nunca me río de la muerte.
Sucede simplemente que no tengo miedo de morir entre pájaros y árboles”. Pero
mucho más cercana a la realidad resultan estos versos premonitorios de su poema
“Las moscas”, que uno no puede leer sin que se le crispe el alma: “Sólo espero
no alimentarla / y no verla en mis entrañas, / el día que si acaso / me matan
en el campo / y dejan mi cuerpo bajo el sol.”
Sorprende la forma tan nítida en que le es
revelada la realidad de la muerte, un final que él asumía de la manera más
natural, dejando regados en sus versos mensajes transparentes y luminosos sobre
un futuro que vislumbraba con los ojos clarividentes del vate, del adivino y
vidente que siempre han estado asociados a la figura del poeta. Hasta cuando
habla del viaje y del río, otras de sus constantes poéticas, uno no puede dejar
de sentirlas como metáforas diversas de la misma muerte, de ese camino
inexorable que conduce al acabamiento de los seres y las cosas.
Merece destacarse igualmente el compromiso
concreto y valiente del hombre con ideales y sueños, que luchó por ellos hasta
donde le alcanzaron las fuerzas; equivocado o no, asumió la causa de los
desheredados y olvidados de este mundo en pos de uno mejor. Nadie puede
arrogarse el derecho de criticar la posición asumida por el poeta, cuyo
romanticismo radical lo llevó hasta el sacrificio.
Son conmovedoras las cartas que le escribe
a su madre desde Cuba, adonde había ido para estudiar y formarse en el pleno
sentido que él siempre quiso. La ternura, el afecto hondo, la nostalgia y un
cierto tinte de melancolía tiñen esos textos íntimos donde vuelca sus pequeñas
y grandes preocupaciones, palabras que retratan al ser humano maravilloso y
extraordinario que fue, que sigue siendo cada vez que escuchamos la voz
admirable de su mensaje, cada vez que leemos el signo imperecedero de su
poesía.
Lima, 10 de mayo de 2014.
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