lunes, 26 de mayo de 2014

El mensaje de Javier Heraud



     La fulgurante carrera poética de un joven limeño que terminó en un río selvático teñido de sangre, es uno de los episodios más dramáticos de nuestra historia reciente. Un muchacho de la clase media más acomodada de la sociedad capitalina que, premunido de una aguda y delicada sensibilidad social, acabaría inmolando sus sueños en una inhóspita región de la patria: “Y aquí estoy yo, agonizando, pero / lleno de armas para empezar de nuevo.”
     La lectura de Javier Heraud. Poesías completas y cartas (PEISA, 1976), suscita estas impresiones sobre la vida y la obra de este singular caso de la literatura peruana, que sorprende por la asombrosa precocidad de su talento poético, aunado a su inquebrantable voluntad de asumir el compromiso social y político de la manera más radical, aunque fuera su propia vida la que estuviera en juego. Nunca se amilanó, sino que su coraje indesmayable, el fuego de su pasión por los demás lo empujó al martirio glorioso de una muerte trágica.
     Los críticos se han encargado de expurgar las características y los valores de su obra, destacando aquellos repliegues y claves que nos permitan conocer en profundidad la dimensión de su mensaje, destacando sus temas recurrentes para desentrañar el misterio de su decir poético, esa creación heroica y matinal que se apagó violentamente, pero que ha dejado notables muestras de su calidad y hondura. A la manera de un Rimbaud, quien abandonó la poesía deliberadamente, cuando ya había entregado lo mejor de sí, Heraud fue arrancado de este mundo por las balas asesinas de los poderes de siempre, cuando ya había dado muestras suficientes de su genio indiscutible.
      Hay una intuición certera en algunos de los versos del poeta peruano, cuando menciona de manera casi compulsiva el tema de la muerte en sus poemas, o cuando desliza la posible analogía con su par francés, en eso de dejar la poesía a edad tempranera. Se ha señalado insistentemente su vocación profética en las palabras en que se refiere a su propia muerte: “Yo nunca me río de la muerte. Sucede simplemente que no tengo miedo de morir entre pájaros y árboles”. Pero mucho más cercana a la realidad resultan estos versos premonitorios de su poema “Las moscas”, que uno no puede leer sin que se le crispe el alma: “Sólo espero no alimentarla / y no verla en mis entrañas, / el día que si acaso / me matan en el campo / y dejan mi cuerpo bajo el sol.”
     Sorprende la forma tan nítida en que le es revelada la realidad de la muerte, un final que él asumía de la manera más natural, dejando regados en sus versos mensajes transparentes y luminosos sobre un futuro que vislumbraba con los ojos clarividentes del vate, del adivino y vidente que siempre han estado asociados a la figura del poeta. Hasta cuando habla del viaje y del río, otras de sus constantes poéticas, uno no puede dejar de sentirlas como metáforas diversas de la misma muerte, de ese camino inexorable que conduce al acabamiento de los seres y las cosas.
     Merece destacarse igualmente el compromiso concreto y valiente del hombre con ideales y sueños, que luchó por ellos hasta donde le alcanzaron las fuerzas; equivocado o no, asumió la causa de los desheredados y olvidados de este mundo en pos de uno mejor. Nadie puede arrogarse el derecho de criticar la posición asumida por el poeta, cuyo romanticismo radical lo llevó hasta el sacrificio.
     Son conmovedoras las cartas que le escribe a su madre desde Cuba, adonde había ido para estudiar y formarse en el pleno sentido que él siempre quiso. La ternura, el afecto hondo, la nostalgia y un cierto tinte de melancolía tiñen esos textos íntimos donde vuelca sus pequeñas y grandes preocupaciones, palabras que retratan al ser humano maravilloso y extraordinario que fue, que sigue siendo cada vez que escuchamos la voz admirable de su mensaje, cada vez que leemos el signo imperecedero de su poesía.
                                                             
Lima, 10 de mayo de 2014.

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