Observando a los
jóvenes de nuestro tiempo, y aun a los no tan jóvenes también, sumidos en sus
juguetes electrónicos a toda hora y en todo lugar, no puedo menos que pensar
que se trata de una verdadera pandemia universal, una afección altamente contagiosa
y letal que hace divertidas y voluntarias víctimas a generaciones enteras de
seres humanos, a millones de usuarios convertidos en auténticos zombis que
viven enfrascados en sus rutilantes adminículos.
Efectivamente, la adicción a los
artilugios virtuales tiene todos los visos de una enfermedad generalizada, pues
hasta en los lugares más inverosímiles se puede ver a estos dichosos ejemplares
sometidos al cortejo irresistible de aquellas benditas maquinitas que los
conectan a los vericuetos y laberintos de las más diversas aplicaciones, donde
se mueven a sus anchas entre una sarta de insignificancias y naderías.
Es lo que Milan Kundera llamaría “la
fiesta de la insignificancia”, el reino de la banalidad transmutado en moda, el
privilegiado territorio de la estulticia encumbrado a la categoría de actividad
dominante y monopólica, donde millones de existencias sucumben roídas por la
miseria de su dependencia a las cosas, a una en especial, aquella que les
ofrece la posibilidad maravillosa de despojarse cada vez más de su humanidad y
rendirse a la silenciosa y efectiva dictadura del silicio y la luz led.
En los autobuses atestados de las grandes
ciudades, en los trenes del metro, puede observarse a una mayoritaria legión de
hombres y mujeres maniobrando sus hábiles digitales para encontrar al instante
lo que con tanto ahínco buscan a cada momento: el mensaje esperado –o
inesperado, da igual– de fulanito, la fotografía reciente de menganita, el
comentario anodino de zutanito. Arriesgando las amenazas que se ciernen sobre
el dueño de uno de estos aparatos en una ciudad con altos estándares de robos y
arrebatos al paso, los urgidos usuarios no miden los peligros que su actividad
entraña en estas condiciones. Muchos han perdido sus preciadas joyas por retar temerariamente
a los tiempos violentos que corren.
En las aulas de clase de los colegios
secundarios y superiores, que son los que más conozco, todos quienes poseen uno
de estos objetos electrónicos se ven compelidos a una servidumbre invencible,
manipulando y maniobrando constante y compulsivamente sus imprescindibles
compañeros virtuales. Hasta en la calle, se desplazan con la vista fija en su
telefonito móvil, tecleando sin cesar y a una velocidad asombrosa, mientras
casi se llevan por delante todo lo que se les interponga en su camino.
No sé hasta qué límites se llegará en esta
invasión todo terreno de la tecnología en los fueros cada más depreciados del
ser humano, pues resulta cada vez más evidente que éste se está convirtiendo,
si no es que ya lo ha hecho, en un simple apéndice de la máquina en cuestión
–como en la recordada prosa de Cortázar sobre los relojes –, que no puede
pasarse un momento del día sin acudir al traqueteo digital que lo devora. Hasta
parece que fuera una manía de nuestro tiempo, una dependencia absoluta de las
cosas que tanto había preocupado a los existencialistas hace medio siglo. Está
probado que, hoy por hoy, la inmensa mayoría de individuos ya no puede vivir
sin su aparatito de marras, conectado ad
infinitum a un artefacto que ha terminado convirtiéndose en su amo tiránico.
Lima,
16 de noviembre de 2014.
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