domingo, 30 de noviembre de 2014

Pandemia digital


Observando a los jóvenes de nuestro tiempo, y aun a los no tan jóvenes también, sumidos en sus juguetes electrónicos a toda hora y en todo lugar, no puedo menos que pensar que se trata de una verdadera pandemia universal, una afección altamente contagiosa y letal que hace divertidas y voluntarias víctimas a generaciones enteras de seres humanos, a millones de usuarios convertidos en auténticos zombis que viven enfrascados en sus rutilantes adminículos.

     Efectivamente, la adicción a los artilugios virtuales tiene todos los visos de una enfermedad generalizada, pues hasta en los lugares más inverosímiles se puede ver a estos dichosos ejemplares sometidos al cortejo irresistible de aquellas benditas maquinitas que los conectan a los vericuetos y laberintos de las más diversas aplicaciones, donde se mueven a sus anchas entre una sarta de insignificancias y naderías.

     Es lo que Milan Kundera llamaría “la fiesta de la insignificancia”, el reino de la banalidad transmutado en moda, el privilegiado territorio de la estulticia encumbrado a la categoría de actividad dominante y monopólica, donde millones de existencias sucumben roídas por la miseria de su dependencia a las cosas, a una en especial, aquella que les ofrece la posibilidad maravillosa de despojarse cada vez más de su humanidad y rendirse a la silenciosa y efectiva dictadura del silicio y la luz led.

     En los autobuses atestados de las grandes ciudades, en los trenes del metro, puede observarse a una mayoritaria legión de hombres y mujeres maniobrando sus hábiles digitales para encontrar al instante lo que con tanto ahínco buscan a cada momento: el mensaje esperado –o inesperado, da igual– de fulanito, la fotografía reciente de menganita, el comentario anodino de zutanito. Arriesgando las amenazas que se ciernen sobre el dueño de uno de estos aparatos en una ciudad con altos estándares de robos y arrebatos al paso, los urgidos usuarios no miden los peligros que su actividad entraña en estas condiciones. Muchos han perdido sus preciadas joyas por retar temerariamente a los tiempos violentos que corren.

     En las aulas de clase de los colegios secundarios y superiores, que son los que más conozco, todos quienes poseen uno de estos objetos electrónicos se ven compelidos a una servidumbre invencible, manipulando y maniobrando constante y compulsivamente sus imprescindibles compañeros virtuales. Hasta en la calle, se desplazan con la vista fija en su telefonito móvil, tecleando sin cesar y a una velocidad asombrosa, mientras casi se llevan por delante todo lo que se les interponga en su camino.

     No sé hasta qué límites se llegará en esta invasión todo terreno de la tecnología en los fueros cada más depreciados del ser humano, pues resulta cada vez más evidente que éste se está convirtiendo, si no es que ya lo ha hecho, en un simple apéndice de la máquina en cuestión –como en la recordada prosa de Cortázar sobre los relojes –, que no puede pasarse un momento del día sin acudir al traqueteo digital que lo devora. Hasta parece que fuera una manía de nuestro tiempo, una dependencia absoluta de las cosas que tanto había preocupado a los existencialistas hace medio siglo. Está probado que, hoy por hoy, la inmensa mayoría de individuos ya no puede vivir sin su aparatito de marras, conectado ad infinitum a un artefacto que ha terminado convirtiéndose en su amo tiránico.

Lima, 16 de noviembre de 2014.

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