A raíz del drama que vive un país hermano
nuestro y del consiguiente éxodo que ha comenzado a experimentar una parte
importante de su población, que huye de la espantosa crisis económica, del
insoportable clima de vulnerabilidad en todos los sentidos vitales, espoleados
en última instancia por el innato sentido de supervivencia, se empieza a agitar
entre nosotros, de un modo peligroso e irresponsable, el fantasma grotesco de
la xenofobia.
Es el mismo sentimiento que ha permitido en
Europa, por ejemplo, el encumbramiento de partidos y movimientos populistas de
derecha que recuerdan de manera estremecedora los tiempos previos a la
ascensión de Hitler al poder en Alemania en los años 30 del siglo pasado. O la
misma llegada del actual presidente Donald Trump a la Casa Blanca, en medio de
un discurso racista que le hablaba directamente a los instintos supremacistas
de una población evidentemente desinformada. Alimentando prejuicios hacia el
extranjero, atizando la gratuita hoguera del miedo o el odio hacia el
inmigrante, se pretende inclusive construir interesadas plataformas políticas,
ahora que nos acercamos a las elecciones municipales.
Y lo asombroso es que estos demagogos
tengan una audiencia cautiva que fácilmente cae rendida ante argumentos
absolutamente deleznables y falaces. Será que estamos observando en carne
propia, o escuchando más bien, la llamada de la tribu, eso que Vargas Llosa
describe magistralmente en su reciente libro de ensayos: el apelar a los
estratos más primarios o primitivos de la naturaleza humana, de donde han
surgido los populismos y los nacionalismos de toda laya.
Las infelices declaraciones de un candidato
a la alcaldía de Lima, de cuyo nombre no quiero acordarme, retratan cabalmente
ese espíritu de la caverna que vive agazapado en nuestros fondos abisales,
instalado en la ignorancia y la insensatez que caracteriza las reacciones de
muchos seres humanos. Es decir, responden desde la endogamia, desde la falta de
empatía, desde la carencia de mínimos rasgos humanitarios, de aquello que Karl
Popper ha calificado como la esencia misma de una sociedad cerrada, un mundo
devorado por un ego que se mira eternamente al ombligo.
Acaso no es suficiente contemplar lo que
actualmente se vive en el Viejo Mundo, con la llegada de miles de inmigrantes
sirios, iraquíes, marroquíes, nigerianos, etcétera; que igualmente escapan de
las guerras, la hambruna y la violencia desatada en sus países de origen, y que
la Europa civilizada paradójicamente hasta ahora no ha podido canalizar de la
forma más adecuada. Los debates sobre las cuotas tienen entrampados a los
socios comunitarios, a pesar de los esfuerzos de la canciller alemana Ángela
Merkel y del presidente francés Emmanuel Macrón. Lo cierto es que personajes
como Víktor Orbán en Hungría, de Jaroslaw Kaczynski en Polonia y de Matteo
Salvini en Italia no permiten abrigar muchas esperanzas al respecto.
Tampoco el haber sido testigos globales de
las inhumanas políticas antiinmigracionistas implementadas por el inefable
mandatario estadounidense, con los hijos menores separados de sus padres e
instalados en verdaderas jaulas humanas, y estos últimos devueltos a sus países
de manera brutal. Imágenes de horror que tardarán mucho tiempo en borrársenos
de la memoria. Ni qué decir de aquellos que llegan de los países árabes,
sometidos a vejámenes sin par y tratados poco menos que como delincuentes en
potencia. Políticas, qué duda cabe, dictadas por la estupidez y la indigencia
moral de un individuo que increíblemente ejerce el liderazgo político de la
mayor potencia del planeta.
Está demostrado además, por los estudios
más serios que existen sobre la materia, que las inmigraciones han sido un
factor fundamental en el desarrollo económico de los pueblos, más allá de los
primeros inconvenientes y molestias que se puedan sentir en el corto plazo, situación
que el gobierno debería manejar con la mayor sagacidad posible para impedir que
la población nativa más vulnerable se resienta de sus efectos. Una de las
primeras medidas que se deben adoptar, por ejemplo, sería la reubicación de los
recién llegados en las diferentes regiones del territorio, según las
capacidades y las disponibilidades correspondientes.
No debemos olvidar, por último, que el Perú,
salvando las distancias, vivió un hecho semejante en la década del 80 del siglo
pasado, cuando una realidad parecida empujó a miles de compatriotas a emigrar
al extranjero, siendo Venezuela uno de los principales países que acogieron
fraternalmente a ese contingente de peruanos que buscaban mejores perspectivas
de vida. Los sentimientos de solidaridad y hermandad latinoamericanas en su más
pleno vigor, patentizado en una actitud que, ahora, nos corresponde ejercer por
un mínimo sentido de reciprocidad.
Cada vez que un integrante de la tribu
profiera sus iracundas voces, convocando todos esos miedos y recelos atávicos
de la especie, ya sabremos quiénes son sus referentes, los de antes y los de
ahora, para negarnos a oírle ni darle siquiera espacio en esta sociedad
democrática y solidaria que todos debemos ayudar a construir, pues esa llamada
proviene desde lo más profundo de la cueva en la que siguen viviendo algunos
especímenes en esta era de los grandes avances científicos y tecnológicos, pero
también, queremos creer, de los grandes progresos en materia de estrictos
valores humanos.
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