Acabo de leer Elegía, una estupenda novela del recientemente fallecido escritor
estadounidense Philip Roth (1933-2018), candidato en todos los últimos años al
Premio Nobel y autor de una compacta obra de ficción y de ensayos que lo sitúan
entre los más importantes autores contemporáneos de los Estados Unidos,
conjuntamente con Cormac McCarthy, Don DeLillo, Paul Auster, Thomas Pynchon y
otros de la hornada posbélica de la segunda mitad del siglo XX.
Elegía
es una preciosa novela sobre el acabamiento vital, sobre las enfermedades que
lentamente nos van preparando para el momento final, ese instante que a todos
los mortales nos tiene reservada esta vida que, como dice el protagonista, nos
has sido dada por alguien al azar y fortuitamente, por una sola vez y sin razón
conocida o conocible. Un verdadero enigma para el ser humano, una apuesta en la
que nos jugamos el todo o la nada, o como lo diría poéticamente el gran
Giuseppe Ungaretti, un relámpago de luz entre dos eternidades de tinieblas.
Un hombre ha muerto y están en el
cementerio para despedirlo una de sus tres exesposas, sus hijos, su hermano y
su cuñada y algunos colegas. También su enfermera particular, Maureen. Su hija
Nancy toma la palabra para contarles a los presentes la historia de cómo su
bisabuelo fue el fundador de ese camposanto judío en donde ahora se aprestan a
enterrar a su padre. Luego interviene el hermano mayor del difunto, Howie,
quien traza la semblanza del fallecido, hijos ambos del joyero del condado Elizabeth,
en Newark.
Se evocan sus varias operaciones de niño,
especialmente uno de hernia que termina en un pensamiento pavoroso. En la noche
anterior a la intervención, es testigo de la muerte del niño que comparte su
habitación en el hospital, inaugurando de manera brutal su primera conciencia
de la muerte. Ya mayor, divorciado de su primera esposa, Cecilia, se somete a
una operación del apéndice, devenida en peritonitis; otra clarinada de alerta
de los avisos que va dando el destino sobre la marcha inexorable hacia la
muerte.
Se quedó un mes en el hospital, tenía 34
años y estuvo a un pelo de perder la vida. Veintidós años después, volvería al
quirófano en un hospital de Manhattan para una cirugía cardíaca. Nuevamente, en
1998 vuelve a ser ingresado para someterse a una angioplastia de la arteria
renal. Es decir, estos sucesivos hitos que van marcando las señales
indubitables de su deterioro físico, le hacen contemplar el mismo fenómeno en
las personas que lo rodean, un sentimiento del tiempo concreto y tangible.
Al jubilarse a los 65 años, abandonó
Manhattan para instalarse en el complejo residencial para ancianos Starfish
Beach y dedicarse a la pintura. Allí conoce a Millicent Kramer, una viuda de su
edad que después de quebrarse en medio de una sesión del taller de pintura, que
el hombre había abierto en las instalaciones del complejo, termina suicidándose
días después. Reflexiona hondamente si ese es el camino que él debe tomar
también ante la embestida de la decrepitud que es inminente. Es la clásica
disyuntiva en que se sitúa el ser humano cada vez que tiene que plantearse el
problema del sentido de la existencia, sobre todo en un momento en que ya se presiente
el desmoronamiento y la cuesta abajo de nuestro paso por este mundo, pues como
alguien le recuerda al protagonista, hay
una verdad atroz que debe llevar en su memoria, una sentencia lapidaria que
martillará su pensamiento a partir de ese instante: “La vejez no es una
batalla; la vejez es una masacre.”
La conversación del hombre con el
sepulturero, en una de sus visitas al cementerio en donde descansan sus padres,
es toda una lección sobre la vida y la muerte, un aprendizaje práctico en medio
de la tierra escavada y de la fosa que se va abriendo paletada tras paletada
para recibir ese cuerpo que ha sido abandonado para siempre por ese otro
misterio que solemos llamar alma, y que no es sino ese fuego invisible que nos
insufla esta maravilla que, a pesar de todo, denominamos vida.
Con este libro, Philip Roth ha ingresado
triunfalmente al grupo selecto del rincón privilegiado de mi biblioteca personal.
Lima,
1 de septiembre de 2018.
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