Una verdadera tormenta política se ha
desatado en el mundo árabe, con graves implicancias internacionales, a raíz de
la desaparición seguida de muerte del periodista saudí Jamal Kashoggi en el
Consulado de Arabia Saudita en Estambul. Todos los testimonios recogidos por la
inteligencia turca apuntan a que Kashoggi, luego de haber ingresado a la sede
diplomática el pasado 2 de octubre –con el fin de realizar trámites
documentarios en vistas a su próximo matrimonio con una ciudadana turca–, no salió
más, y que un grupo de 15 agentes enviados por el régimen de Riad lo habría
torturado, asesinado y troceado para desaparecer todo rastro de su crimen.
Enseguida, su cuerpo fue aparentemente diseminado por lugares que la policía
turca investiga con denuedo.
La versión de las autoridades de la
monarquía saudita ha variado conforme han pasado los días: primero dijeron que
no sabían nada de su paradero; después, que estaban investigando entre sus
representantes en Turquía; para, finalmente, admitir que el periodista había
muerto en circunstancias en que se produjo una pelea al interior de la legación
diplomática. Una explicación bastante pueril, por decir lo menos, que sin
embargo ha contentado a medias al mandatario estadounidense, quien se ha
mostrado igualmente errático en sus respuestas ante el hecho.
Las reacciones a nivel mundial pasan, en
primer lugar, por la cancelación de su asistencia al foro en el país árabe –llamado
el Davos del Desierto– de los representantes de Francia, Reino Unido y Holanda;
en segundo lugar, Alemania también suspende la venta de armas que ya tenía
pactado con el reino; y en tercer término, la presión y exigencia de los
respectivos gobiernos de la Unión Europea para obtener una explicación valedera
sobre lo ocurrido con el periodista saudí.
Jamal Kashoggi fue muy cercano a Mohammed bin
Salmán, el príncipe heredero que ejerce el poder, hasta el año pasado, cuando
comenzó a distanciarse por estar en desacuerdo con algunas actitudes del
monarca en relación a las libertades fundamentales que ponía en entredicho con
su forma de gobierno. Esto lo obligó a exiliarse en los Estados Unidos, donde
colaboraba con una columna de opinión en el influyente diario The Washington Post, en cuyos artículos
manifestaba constantemente su preocupación por los serios recortes a la
libertad de expresión en su país, así como amenazas a críticos del régimen, persecuciones a los disidentes y
violaciones de los derechos humanos. La última columna que el diario publicó
del periodista, enviado por un amigo después de unos días de su desaparición,
se tituló justamente “Lo que más necesita el mundo árabe es libertad de
expresión”.
Decía que Donald Trump ha tenido una
actitud errática porque ha pasado de condenar el asesinato a tener una reacción
más indulgente cuando el gobierno árabe se ha desmarcado del mismo, pero sobre
todo porque está en juego el apetitoso negocio de las armas, que Estados Unidos
vende al país que es el mayor productor de petróleo del planeta. Quien no ha
sido para nada contemporizador es el presidente de Turquía, Recep Tayyip
Erdogan, quien ha condenado en duros términos lo ocurrido culpando directamente
al príncipe, además de revelar los audios donde se aprecia la cruel tortura a
que fue sometido el periodista, pues lo golpearon, le cortaron los dedos y
finalmente lo descuartizaron. Sencillamente, horripilante.
El caso de Kashoggi es uno entre los
centenares de periodistas asesinados cada año en el mundo: en Ecuador, en
México, en el Medio Oriente, en Italia, en Rusia, etcétera. Enumerarlos
llenaría páginas de páginas, demostrando todo ello lo riesgoso y peliagudo que
puede llegar a ser este oficio que el entrañable Gabo llamaba el más hermoso
del mundo. Al ser el periodista una figura imprescindible en la sociedad, como
fiscalizador y crítico del poder, se gana fácilmente la enemistad de
autócratas, dictadores, sátrapas y toda esa laya de pequeños hombres investidos
de poder que se arrogan el ilegítimo derecho de disponer de la vida y la muerte
de aquellos que osan cuestionar su ilimitada y todopoderosa majestad.
Aun en las democracias se intenta silenciar
con medios velados y trampas legales a la prensa, cuando ella es molesta y
esclarecedora de los abusos y tropelías que se quieren perpetrar desde el poder
legítimamente constituido. El acoso, la persecución, la amenaza, la denuncia,
se convierten en armas contundentes de ciertos políticos que en pleno Estado de
Derecho buscan exterminar al mensajero, para ocultar y enterrar sus propias
inmundicias, acallando las voces que señalan los delitos y latrocinios en que
incurren con el fin de ser cubiertos por el vil manto de la impunidad. Lo vemos
ahora mismo en nuestro país, a propósito de los últimos acontecimientos con una
ley mordaza que felizmente no prosperó.
No debemos bajar la guardia ante la
prepotencia y exigir inmediatamente la exhaustiva investigación de la muerte de
Kashoggi, para que los criminales se sometan a la ley y reciban el castigo que
merecen. La comunidad internacional no debe permitir que los asesinos se salgan
con la suya. Estaremos vigilantes.
Lima,
27 de octubre de 2018.
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