De la obra del escritor jaujino Edgardo
Rivera Martínez (1933-2018), sin duda que el título más reconocido y mencionado,
en cuanta conversación, recuento o reunión se celebre en su nombre es País de Jauja; sin embargo, ello no debe
opacar la ingente producción cuentística realizada por el narrador desde los
años sesenta del siglo pasado, entre cuyos volúmenes sobresale notablemente Ángel de Ocongate y otros cuentos
(PEISA, 1986), libro que acabo de releer con el placer renovado de constatar
que se trata de la muestra más acabada de la descollante prosa poética del
autor.
El libro se divide en dos partes: la
primera, ambientada en el mundo andino; y la segunda, teniendo como escenario
paisajes de la costa. Puedo decir que todos, o casi todos los relatos, me han
subyugado de manera especial, pues en ellos permea como una pátina de un
antiguo misterio que, conjugado con el intenso lirismo que domina lo narrado,
imanta al lector como si de un enigma sagrado se tratara. Veamos los
resultados.
En el cuento que abre el libro, que da
nombre al conjunto y celebrado unánimemente por la crítica, asistimos perplejos
a la historia de un ángel caído, errante y taciturno, que monologa
interminablemente sobre su condición y su destino, tratando de descifrar el
sentido de su existencia, situación que dota a sus reflexiones de misteriosas
reverberaciones metafísicas, pues son también las preguntas que puede
plantearse cualquier mortal, con independencia de sus limitaciones humanas, aun
cuando el ángel cree hallar al final el sino de su condena en ese silencio, en
esa soledad, crepúsculo y exilio con que se cierra provisoriamente el relato.
En el segundo cuento, “En la luz de esta
tarde”, domina una atmósfera fantasmal, donde un narrador en segunda persona va
describiendo una realidad de la que lentamente el lector se va percatando que es
ajeno; un mundo del que el protagonista-no protagonista está excluido, porque
sencillamente está muerto. Y contempla, entonces, cómo su joven mujer, su
madre, su padre y su hermana se mueven en esos espacios donde él ya no existe,
pero donde está sin duda, mas como una presencia del trasmundo que visita los
lugares y a los seres que conoció en vida, para quienes ya es sólo un recuerdo,
un doloroso y querido recuerdo.
En el “Cantar de Misael”, un legendario
músico, nimbado por el mito, se aparece una noche en el puesto de Juan
Gonzáles, también músico y que tenía su negocio en uno de los caminos del ande.
Dado por muerto, el visitante se pone a escuchar las melodías que ejecuta el
vendedor en su vihuela; mas, ante el requerimiento de este, el forastero pulsa
las cuerdas y entona huaynos y yaravíes, despidiéndose luego tal como vino,
entre la penumbra y el misterio.
“Puente de La Mejorada” también es un
relato erizado de enigmas, donde un sueño recurrente atormenta a Severiano
Ramírez, hasta que llega al lugar ya entrevisto en su mundo onírico, visión que
se resuelve en un final abierto que el lector puede conjeturar según sus
propias inclinaciones. Lo mismo sucede en “El cuentero”, que relata la forma
cómo el narrador y un grupo de amigos son desvalijados por un zorro, diablo o
condenado, que por contarles tres cuentos les saca un dineral.
Tolomeo Linares es un artesano dedicado a
construir partes para los fuegos
artificiales. Vive en una casita precaria en el arenal, hasta que un día
decide, con todos los ingredientes de los que se agenciaba en los numerosos
trabajos que le encargaban, construir un castillo que lentamente se va elevando
en medio del asombro de sus vecinos. Cuando está listo, con su rosa de corona,
enciende la mecha que va recorriendo la estructura del artilugio desatando un
espectáculo de luces abigarradas que terminan incendiando su casa y a él mismo,
consumido por el fuego como una estatua solitaria. Es el final dantesco de
“Rosa de fuego”.
La presencia de un árbol desconocido en el
jardín interior del negociante Anastas Isakian, provoca reacciones adversas de
quienes lo ven o se acercan, especialmente de su mujer Noemí, que mira con
suspicacia y animadversión al objeto de contemplación de su marido. “Enigma del
árbol” nos presenta un final atroz, terrible y macabro, cuando al regresar de
su encuentro con Estrella, Anastas se entera consternado de que Noemí le ha
prendido fuego al árbol.
En “Amaru” oímos el monólogo
sostenido, ribeteado de un intenso
lirismo, de la sierpe mítica, evocando sus instantes creativos, sus pulsaciones
vitales que tendrán siempre un perpetuo renacer, como de las cenizas lo hace el
Fénix de la mitología europea.
La segunda parte son relatos –como ya lo dije
al comienzo– en la costa, concretamente en Lima, como “El organillero”, donde
un músico ambulante y su mono recorren las calles de Barrios Altos ofreciendo
sus vaticinios, hasta que un día se planta frente a un balcón desvencijado
donde aparece una mujer misteriosa. Cierta mañana, al ver que la casona ha sido
repentinamente demolida, encarga su simio a la dueña del lugar donde duerme y
desaparece para siempre.
“Encuentro frente al mar” es un cuento
circular, como aquellos que solía imaginar Borges. Un joven decide ir al mar de
La Punta para redondear un cuento que le ronda hace días. Encuentra en una
banca un cuaderno con dibujos y versos. Pronto llega su dueña y entablan una
conversación por algunos minutos. Se despiden y el joven regresa en el tranvía
pensando en la muchacha y en el relato que va a escribir, donde describirá a su
vez la historia del protagonista que va a la playa en invierno y tiene ese
encuentro con la joven, y así hasta el infinito, como perdiéndose todo en la
noche y la llovizna, diluyéndose como un sueño.
Laurencia es una mujer de sesenta años,
célibe, inmaculada, incólume, virgen, que se apresta a dar fin a una jornada
que para ella debe ser motivo de afán cotidiano. Un narrador en segunda persona
detalla los pormenores de ese momento en el siguiente cuento: “El descanso de
la doncella”. El siguiente es “Princesa hacia la noche”, relato saturado de una
atmósfera de inminencias fatales, la narración de un pescador sobre los últimos
momentos de su mujer que agoniza allí en la cabaña donde viven frente al mar.
“Flavio Josefo” se trata de un retrato, o
un cuadro, donde un religioso sentado en una banca de la Alameda de los
Descalzos, una noche envuelta en la neblina, evoca pasajes de su vida a la
vista de un cuaderno que lleva entre las manos. En “El fierrero”, un hombre
forja un tejido extraño de metal en la roca, a donde ha llegado para instalarse
con su mujer lisiada y su hija anémica.
“Una flor en la Buena Muerte” es, tal vez,
el cuento más misterioso del conjunto. José María de Alesio es un empleado de
la funeraria “El triunfo” –qué nombre para más irónico–, que cada tarde, cada
noche, se encamina a la plazuela de la Buena Muerte, donde es protagonista de
un hecho excepcional y fantástico al contacto con unos peces disecados que se
exhiben en el escaparate de un taxidermista.
Un viajero recuerda, a partir de una llave
encontrada en el armario, la habitación de un hotel donde estuvo alguna vez, en
una ciudad de la cual no tiene la certeza, pero que fue clave para el rumbo que
tomó su destino. Es la idea central del cuento “Una habitación del hotel,
quizás…”.
En “San Juan, una tarde”, un cuadro antiguo
del santo colgado en una trastienda de barrio, despierta la curiosidad y la
suspicacia de los amigos del tendero, quien les relata los pormenores de su
historia.
“A lo mejor soy Julio” es un cuento
extraño: un hombre llamado Rafael Fuentes es confundido permanentemente con un
tal Julio, hasta que termina convenciéndose de que tal vez sea cierto que es
como lo llama la gente, no sin desconcierto y admiración.
“Leda en el desierto” es un magnífico
colofón de este espléndido volumen de textos narrativos atravesados por un tenue
y delicado lirismo. Un indudable hallazgo del reconocido escritor en su veta
más íntima de orfebre de la palabra, pues cada secuencia está labrada con la
maestría de una auténtica filigrana.
Lima,
1 de diciembre de 2018.
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