sábado, 15 de diciembre de 2018

En las narices de la fiera


    En la estela del mejor reportaje periodístico, y de la pluma de uno de los mayores escritores del idioma, he leído con expectación febril La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (Oveja Negra, 1986), libro en que el Nobel colombiano Gabriel García Márquez relata la fascinante historia del riesgoso viaje que se atrevió a realizar el cineasta chileno allá por 1985 al país que estaba prohibido de volver por orden de la dictadura de Pinochet.
     Esta hazaña, digna de una emocionante película, tiene todos los componentes además de una novela policial, desde su ingreso a territorio patrio bajo una nueva apariencia e identidad, con la intención expresa de documentar visualmente los doce años del régimen militar y su impacto en la sociedad, hasta su agónica salida que uno lee con el alma en vilo, cuando el cerco policial se estrechaba contra él y su caída parecía inminente.
    El narrador empieza describiendo la primera impresión que tuvo al llegar a Santiago, ciudad a la que halló cambiada, curiosamente limpia, radiante y pulcra, desarmando su intención inicial de filmarla con los estragos del gobierno militar en las calles, denunciando su inepcia en los sitios más evidentes. En medio del toque de queda que imperaba por ese entonces, se produjo dentro del hotel en que se alojó la primera coordinación con el equipo italiano que lo ayudaría en su tarea.
    Al día siguiente tendría algunos percances con los carabineros en el centro de la capital, de los que salió airoso gracias a su buena estrella. Filmó por cinco días más, en contacto permanente con el equipo francés, que operaba en el norte del país; el holandés, que lo hacía por el sur; y el italiano, en el propio Santiago.
    Descubre la miseria en los puentes del río Mapocho, donde turbas hambrientas se disputaban la comida con los perros y los buitres, pues “el milagro militar ha hecho mucho más ricos a muy pocos ricos, y ha hecho mucho más pobres al resto de los chilenos”, gracias a las recetas celestiales de la escuela de Chicago implantados por orden de los grandes centros de poder económico mundial y administrados servilmente por los ministros de economía del régimen.
    Miguel Littín y Elena, su acompañante, más el equipo italiano con el que coordinaba cada paso, recorren las llamadas poblaciones, esos barrios marginales de las ciudades mayores, como Santiago y Valparaíso. En ellas, los bolsones de la resistencia tienen viva la memoria de Salvador Allende, el presidente mártir, y de Pablo Neruda, el poeta inmortal, dos muertos vivos. Visitan Isla Negra, la legendaria y exótica casa que el vate construyó a 40 kilómetros al sur de Valparaíso, donde recibía a sus amigos con grandes banquetes y modales de pontífice.
    Se entrevista en secreto con los dirigentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, la más importante organización de la resistencia, integrada por jóvenes valientes que se jugaban la vida en la clandestinidad haciendo frente a las embestidas de la bestia, operando desde las sombras para tratar de desarticular las siniestras maquinaciones de los servicios de seguridad, que perseguían con saña y desaparecían con gran diligencia a los opositores y críticos del usurpador de La Moneda.
    Después de otras tantas idas y vueltas, corriendo riesgos enormes en las mismas barbas de la policía, equivocándose a veces en los códigos y las señales secretas de comunicación, Miguel Littín llega una noche, en pleno toque de queda, a la aldea de Palmilla, en el Valle Central, donde vive su madre en la vieja casa del abuelo griego. En un primer momento ella no lo reconoce, de tan cambiado que está, pero luego casi se desmaya al saberlo.
    La aventura llega a su fin con la prometida grabación en la misma sede de gobierno, el Palacio de La Moneda que fue bombardeado y destruido cuando el fatídico golpe del 11 de septiembre de 1973. Después de una espera de varias semanas, y en medio de infinitas precauciones, se terminan de filmar los treinta y dos mil doscientos metros de películas, la inmensa cola de burro que el cineasta Miguel Littín tuvo la dicha de colocarle al general Pinochet en sus mismísimas narices.
    Una historia apasionante, que se sigue entre el vértigo y la indignación, pero que de alguna manera nos recompensa de la ignominia que significó para América Latina la existencia de una dictadura atroz, criminal y genocida, una de las más feroces del continente, junto a la de Argentina. Una jugada maestra del artista que se burla de sus perseguidores y presenta al mundo un material valioso para el conocimiento de los entretelones de un periodo sombrío de nuestro pasado reciente.

Lima, 8 de diciembre de 2018.


No hay comentarios:

Publicar un comentario