Cuando un hombre decide escribir su propia vida, o mejor dicho describir su propia trayectoria vital e intelectual, no sabe tal vez hasta qué punto el ejercicio de autoconocimiento que ello implica puede tener resonancias y repercusiones controversiales entre sus contemporáneos o entre quienes más allá de su muerte se acercan a escrutar una existencia que por alguna razón les resulta fascinante. Esto es lo que me pasó la primera vez que leí el Ecce homo, el texto autobiográfico que el intempestivo filósofo alemán publicara en 1888, y ahora que, treinta y tantos años después, me asomo nuevamente al misterio de su paso por este mundo, la experiencia vuelve a ser altamente gratificante. Una autobiografía que oscila entre la cumbre de la genialidad y la cumbre de la petulancia, como han dicho sus adeptos y sus críticos, respectivamente. La grandeza de su tarea y la pequeñez de sus coetáneos puestos en el fiel de la balanza que la historia dictamina de una manera inexorable.
Son los escritos de un discípulo de Dioniso, el dios griego
del exceso y la embriaguez, el desborde literario de un sátiro iconoclasta que
se lanza hacia lo prohibido: la verdad, lema y emblema de toda su filosofía; el
testimonio de un pensador poeta que proclama que el Zaratustra es su regalo más
grande que ha entregado a la humanidad, el filósofo que en el capítulo
inicial, «Por qué soy tan sabio», se declara maestro en el arte de detectar los
signos de elevación y decadencia. Convirtió así su voluntad de salud, de vida,
en filosofía. Afirma ser todo lo contrario de un décadent, pues está en su imaginario la idea de que «con quienes
menos se está emparentado es con los propios padres: estar emparentado con
ellos constituiría el signo extremo de la vulgaridad. Las naturalezas
superiores tienen su origen en algo infinitamente anterior y para llegar a ellas
ha sido necesario estar reuniendo, ahorrando, acumulando durante larguísimo
tiempo». Recuerda con afecto a su padre, un pastor luterano muerto
prematuramente, y es duro con su madre y con su hermana, origen tal vez de sus
severos juicios sobre las mujeres que en algo nos hacen recordar a
Schopenhauer. Nos advierte, igualmente, contra el peligro del resentimiento,
del cual aconseja liberarse siguiendo el ejemplo de Buda. De igual manera son
peligrosos los sentimientos de compasión, de venganza y de rencor. «Por
naturaleza soy belicoso», nos dice Nietzsche, lo que comprobamos inmediatamente
al acercarnos a su obra. Otro rasgo que destaca es su «instinto de limpieza»,
dicho esto en sentido moral o psicológico, la fisiología del alma. «Todo mi Zaratustra es un ditirambo a la
soledad», sentencia, declarando su aspiración suprema, que para él es curación,
vuelta a sí mismo, respirar aire libre, ligero y juguetón. Finaliza este
apartado con un apunte decisivo, su náusea por el «populacho», insertándose en
lo que los estudiosos de su obra han denominado la aristocracia del espíritu.
En «Por qué soy tan inteligente», afirma desconocer
personalmente dificultades religiosas, es ateo instintivamente porque Dios le
parece una respuesta burda a su curiosidad de pensador. Hay una interesante
crítica de la cocina alemana, nada extraño en un filósofo poliédrico como él;
rechaza las bebidas alcohólicas, así como el café, el té sólo por la mañana.
Predica contra el sedentarismo, «el auténtico pecado contra el espíritu santo»,
muy a tono con su preferencia por las ideas caminadas, relámpagos del espíritu
que sólo aparecen desplazándose al aire libre, en íntima conexión con el lugar
y el clima en el metabolismo del genio, que siempre aspira a estar rodeado de
aire seco y puro. Entre sus recreaciones menciona la lectura, su interés por
los escépticos griegos y por la cultura francesa: Anatole France, Guy de
Maupassant, Moliere, Corneille, Racine, especialmente Stendhal, a quien junto
con Dostoievski consideraba psicólogos natos. De Alemania nombra a Heinrich
Heine como el «supremo lírico». Reconoce y valora su contacto con Wagner, y por
eso mismo rechaza y desprecia todo lo alemán. Entre los espíritus afines al
músico de Bayreuth menciona a Delacroix, Berlioz, Baudelaire. Considera el Tristán e Isolda el non plus ultra de la
música wagneriana. Otros grandes músicos admirados son Bach, Händel, Schütz,
Chopin, Liszt. Su gran tarea, la razón misma del filósofo, la meta, la finalidad,
el sentido, resumía en su máxima de cómo se llega a ser lo que se es, para lo
cual cree reunir y poseer las facultades necesarias: una transvaloración de los
valores, colocar las cosas pequeñas o los asuntos fundamentales de la vida:
alimentación, lugar, clima, recreación, en contraposición a las «mentiras
nacidas de los malos instintos de naturalezas enfermas»: Dios, alma, virtud,
pecado, más allá, verdad, vida eterna. Remata con un juego, la fórmula para
expresar la grandeza en el hombre: el amor fati,
amor al destino.
En el tercer apartado, titulado «Por qué escribo tan buenos
libros», reafirma su condición de hombre póstumo, aquel que sólo podrá ser
comprendido por la posteridad. Abunda en razones del porqué es un
incomprendido, y que su obra no se lee y no se leerá, sobre todo en Alemania. Pasa
a explicitarnos su arte del estilo, muy afín a quienes apreciaba como
«psicólogos sin igual». Define a las mujeres como «pequeños animales de presa»,
y al amor «en sus medios la guerra, en su fondo el odio mortal de los sexos».
En este parágrafo, como ya señalé otras veces, está contenido el pensamiento
más polémico, cuestionable quizá, de Nietzsche, a la luz sobre todo de nuestros
tiempos. Enseguida enumera los diez libros que tenía publicados hasta entonces,
con precisas y ágiles acotaciones sobre sus temas.
De El nacimiento de la
tragedia destaca cómo los griegos acabaron con el pesimismo; así como la
superación en unidad de las ideas antitéticas de lo apolíneo y lo dionisíaco.
Ve en este último fenómeno «la raíz única de todo el arte griego». A Sócrates
lo califica como el décadent típico.
Se llama a sí mismo «el primer filósofo trágico», contrario al pesimismo y
cercano a Heráclito, por quien sentía especial veneración. De sus cuatro
intempestivas: David Strauss, el confesor
y el escritor; Sobre la utilidad y la
desventaja de la ciencia histórica para la vida; Schopenhauer como educador; Richard
Wagner en Bayreuth, dice que son escritos belicosos, polémicos, donde entra
con la espada desenvainada en la cultura alemana, para arremeter contra todo lo
que él llama el filisteísmo de la cultura, un concepto esencial en su postura
excéntrica en el panorama de su época. El Humano,
demasiado humano está dedicado a Voltaire, libro con el que Nietzsche se
libera de aquello que no pertenece a su naturaleza: el idealismo. Revela que la
enfermedad lo obligó a dejar la profesión –estudió filología clásica–, la
actividad a la que menos estamos llamados, así como dejar de leer, un sí mismo
teniendo que oír a otros sí mismos, para pensar gracias a la quietud, el ocio,
la espera y la paciencia. Sobre la frase de su amigo el Dr. Paul Rée, «el mundo inteligible no
existe», edifica Nietzsche su transvaloración.
Aurora constituye
un conjunto de pensamientos sobre la moral como prejuicio. Empieza su campaña
contra la moral, para devolverle el alma a todo lo que fue prohibido,
despreciado, maldecido; contra ese instinto de la negación que está detrás de
«los más santos conceptos de valor de la humanidad»; contra los calumniadores del
mundo. La gaya ciencia es un libro
profundamente luminoso y benévolo que dice sí, que danza por encima de la moral
en el mar de la suprema esperanza. En Así
habló Zaratustra, llamado un libro para todos y para nadie, está el
pensamiento del eterno retorno, la concepción fundamental de su obra, que
Nietzsche califica como música, un renacimiento en el arte de oír. Cuenta cómo
ocurrió la revelación del Zaratustra, el «asalto» en el invierno frío y
lluvioso de 1883 en la tranquila bahía de Rapallo, cerca de Génova. Las ideas
de nueva salud, revelación, inspiración, levitan sobre el pensamiento trágico
del poeta-filósofo: «Se paga caro el ser inmortal: se muere a causa de ello
varias veces durante la vida». Define la figura del Zaratustra como un destino
al que no pueden comparársele ni Goethe,
Shakespeare, Dante o los poetas del Veda, «la especie más alta de todo lo
existente». Aparece el martillo, la dureza, como símbolo de la naturaleza
dionisíaca: «el hombre es para él [Zaratustra] algo informe, un simple material,
una deforme piedra que necesita del escultor».
Señala a Más allá del
bien y del mal como el preludio de una filosofía del futuro, la otra mitad
de su tarea: la que dice no. Es también una crítica de la modernidad, expresada
en este curioso pensamiento: «El diablo es sencillamente la ociosidad de Dios
cada siete días…». Luego viene la Genealogía
de la moral, un escrito polémico, donde reúne tres tratados: El nacimiento
del cristianismo del espíritu del resentimiento; La psicología de la
conciencia: el instinto de la crueldad; De dónde procede el poder del ideal
ascético. Este libro escarba en los orígenes de un concepto que ha impregnado
la vida en Occidente a través del cristianismo. Le sigue el Crepúsculo de los ídolos, que nos enseña
cómo se filosofa con el martillo, donde «la vieja verdad se acerca a su final»,
como conclusión de la mencionada transvaloración. Finalmente, en El caso Wagner, subtitulado «Un problema
para amantes de la música», vuelve a arremeter contra el idealismo alemán. Hay
ataques a Lutero, Leibniz y Kant; también al nacionalismo, esa enfermedad de
Europa. Después de deslindar con quien había considerado su maestro, afirma
categórico: «Yo llevo sobre mis espaldas el destino de la humanidad».
Cierra el libro con el apartado «Por qué soy un destino»,
donde encontramos una serie de descripciones que lo van a inmortalizar. Destaco
dos: «El primer inmoralista»; «Yo no soy un hombre, soy dinamita». Nietzsche
sería, según su propia visión, el primero que ha descubierto la verdad porque
ha olido la mentira, aquel que tiene a la veracidad como virtud suprema, no la
moral, la moral dañina de los buenos, acusando al cristianismo como el gran
difamador de la vida. Como podemos ver, todo un pensamiento transgresor,
subversivo, contracultural, que delinea para nosotros un delicado legado que
puede sobrepasarnos, alimentando la vieja leyenda del hombre que partió en dos
la historia de la filosofía, el superhombre como promesa de un destino superior
para nuestra alicaída especie.
En suma, un extraordinario libro autobiográfico, singular
por su contenido y por su estilo desafiante y soberbio, un testamento
filosófico de primer orden, el retrato más cabal de un hombre de cultura
superior a su tiempo.
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