Hace dos millones de años los humanos eran apenas unos
animales insignificantes en África oriental. Varias especies humanas convivían
en el mundo hasta hace aproximadamente 10 000 años, cuando una de ellas logró imponerse
y dominar la Tierra como nadie lo había hecho hasta entonces. La historia de
esta sorprendente travesía está narrada con gran precisión de datos y de una
manera amena y documentada en Sapiens. De animales a dioses (Debate,
2013), del historiador israelí Yuval Noah Harari, profesor de historia en la
Universidad Hebrea de Jerusalén y autor de numerosos libros de difusión masiva
donde expone sus fascinantes investigaciones sobre la materia en la que es todo
un experto.
Me ha llevado un buen par de meses en la gratísima compañía
de este texto que considero fundamental para el conocimiento de cómo el hombre
actual ha logrado alcanzar el grado de desarrollo que le ha permitido
enseñorearse del planeta, a veces pasando por encima de las vidas de otras especies
y sobre la misma naturaleza, causando estragos increíbles que nos ponen al
borde de nuestra propia extinción. El autor aborda el tema a partir de tres
grandes revoluciones que ha atravesado la peripecia humana: la cognitiva, la agrícola
y la científica. Pasos importantes en ese devenir han sido indudablemente la
domesticación del fuego y la cocción de los alimentos, así como el cerebro
extremadamente grande de los sapiens y el coste de pensar.
Uno de los factores decisivos para el predominio del homo
sapiens ha sido la existencia del mito, pues como señala Harari «un
gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes».
Esta sería la explicación de por qué los humanos pueden formar imperios que
gobiernan a millones de personas, cuando el umbral en el caso de los chimpancés
es de 150 individuos. Contrasta para el caso la realidad objetiva y la realidad
imaginada en la leyenda de Peugeot, la marca francesa que es un verdadero
modelo de organización en la esfera de esta abstracción. Concluye el autor: «La
verdadera diferencia entre nosotros y los chimpancés es el pegamento mítico que
une a un gran número de individuos, familias y grupos. Este pegamento nos ha
convertido en los dueños de la creación».
Un aspecto de la preocupación moderna con relación a la
salud de la población mundial encuentra una explicación bastante atendible en
el razonamiento de Harari. Se trata de la propensión del hombre contemporáneo al
consumo de exageradas dosis de calorías, que ha traído aparejado el problema de
la obesidad en grandes sectores de la población de los países especialmente
occidentales. «El instinto de hartarnos de comida de alto contenido
calórico está profundamente arraigado en nuestros genes», pues en los tiempos en que
éramos cazadores y recolectores la idea era aprovechar al máximo la ración
disponible de los alimentos que encontráramos a mano, porque no podíamos saber
si más adelante tendríamos la misma suerte para hallarlos.
Se detiene también en algunas características de este
período de nuestra evolución, donde los cazadores-recolectores eran animistas,
o suponemos que lo eran. «El perro fue el primer animal en ser domesticado por Homo
sapiens, y esto tuvo lugar antes de la revolución agrícola», sentencia
el autor confirmando un dato que la historia ha registrado hace ya un tiempo.
Asimismo, pone de relieve el rol de los sapiens en la extinción del 90% de la
megafauna australiana, adonde llegaron hace 45 000 años. Califica a nuestra
especie como la «más mortífera en los anales del planeta Tierra»,
y de forma más contundente aún lo define como «un asesino ecológico en serie».
El relato de que la revolución agrícola fue un gran salto
adelante para la humanidad constituye, para Harari, una fantasía, el mayor
fraude de la historia, porque «no se tradujo en una dieta mejor o en
más ratos de ocio». Sostiene que el trigo, el arroz y las papas domesticaron
a Homo sapiens, pero este proceso duró miles de años, y al final fue una trampa
de la que ya no pudimos salir. Diagnostica una contradicción entre el éxito
evolutivo y el sufrimiento individual que se acentuó, o por lo menos permaneció
inalterable. Con la agricultura surgió también la preocupación por el futuro.
Insiste varias veces en que los mitos y los órdenes imaginados son los que
permiten la existencia de redes de cooperación en masa.
Realiza un breve registro de las escrituras del mundo,
iniciada entre los sumerios, en Mesopotamia, luego siguieron los egipcios, los
chinos y la América central. Hay una importante mención al quipu inca como
sistema de memoria para conservar datos que sirvieron para la administración de
un imperio. Es importante recordar que los textos como la Biblia, La
Ilíada, el Mahabharata y el Tipitika budista empezaron
como obras orales. Agrega que los números que llamamos arábigos lo inventaron
en realidad los hindúes, mientras que actualmente los árabes usan dígitos muy
diferentes de los occidentales.
Una comprobación recorre estas elucubraciones del autor: las
redes de cooperación que se fundan en ficciones, y también en la escritura, no
reconocen que no son naturales, es por eso que persiste la injusticia en la
historia. Una expresión de ello sería el mito creacionista hindú, según el cual
el sol fue creado del ojo de Purusha; la luna, de su cerebro; los brahmanes, de
su boca; los chatrias, de sus brazos; los vaishias, de sus muslos; los sudras,
de sus piernas. Otra certeza que establece es que en realidad nada es
antinatural desde la perspectiva de la biología. Los conceptos de natural y
antinatural han sido tomados de la teología cristiana, no de la biología, así
como la discusión sobre sexo y género, los mitos en los que se han fundado las
sociedades patriarcales.
La flecha de la historia apunta en una sola dirección, los
mundos humanos de los siglos pasados tienden a unificarse. La visión global se
va imponiendo lentamente a través de tres órdenes fundamentales: el económico
(monetario), el político (imperios) y el religioso. Por ello afirma
categóricamente: «El dinero es el más universal y más eficiente sistema de
confianza que jamás se haya inventado». En el acápite «Visiones
imperiales»,
desdemoniza el término «imperio»; enfatiza los lados positivos de su
vigencia; hace un recuento de los principales imperios que han prosperado en la
historia y los múltiples beneficios aportados al desarrollo de la humanidad. El
mundo marcha hacia el establecimiento de un imperio global. Y en seguida abona
con una reflexión no exenta de polémica: «Hoy en día se suele considerar
que la religión es una fuente de discriminación, desacuerdo y desunión. Pero,
en realidad, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la humanidad,
junto con el dinero y los imperios».
Figura también una interesante explicación del politeísmo,
así como una aclaración histórica sobre la relación entre Roma y el
cristianismo, teniendo en cuenta que primero fue una religión perseguida y
sorprendentemente luego se convierte en religión oficial. Otro lado de este
fenómeno es la posterior ruptura entre católicos y protestantes, una lucha
encarnizada por la interpretación auténtica del mensaje cristiano. Es
sorprendente el caso de que esta secta judía se haya apoderado de todo un
imperio. El mundo pasó de ser politeísta a monoteísta al comenzar el siglo XVI.
«El
cristiano cree en el Dios monoteísta, pero también en el Diablo dualista, en
santos politeístas y en espíritus animistas», observa el historiador. Esto
se llama sincretismo, que, reconoce, «podría ser la gran y única religión
del mundo».
El budismo es una religión que prescinde de los dioses, o
que no los considera tan importantes. Siddharta Gautama, el Buda, «resumió
sus enseñanzas en una única ley: el sufrimiento surge del deseo; la única
manera de liberarse completamente del sufrimiento es liberarse completamente
del deseo, y la única manera de liberarse del deseo es educar la mente para
experimentar la realidad tal como es», apunta con perspicacia Harari, para
quien hay religiones humanistas como el liberalismo, el capitalismo y el
comunismo; así como el humanismo liberal, el humanismo socialista y el
humanismo evolutivo.
Sobre el conocimiento de la historia posee una visión
bastante particular: «Estudiamos historia no para conocer el futuro, sino para
ampliar nuestros horizontes, para comprender que nuestra situación actual no es
natural ni inevitable y que, en consecuencia, tenemos ante nosotros muchas más
posibilidades de las que imaginamos». De la misma manera: «Al
igual que la evolución, la historia hace caso omiso de la felicidad de los
organismos individuales. Y los individuos humanos, por su parte, suelen ser
demasiado ignorantes y débiles para influir sobre el curso de la historia para
su propio beneficio». Estamos por una parte ante los destellos purísimos de la
libertad, cuyas alas desplegadas nos pueden servir provechosamente para cambiar
nuestro destino, pero también ante los designios implacables de la fatalidad, o
de la voluntad como diría Schopenhauer, sobre todo por nuestra propia
incapacidad para hacerle frente con la fuerza de la inteligencia. La historia
sería como ese jardín de senderos que se bifurcan de la ficción borgiana.
Leyendo el capítulo titulado «El descubrimiento de la
ignorancia»,
no pude evitar recordar las palabras de Sábato en uno de sus luminosos ensayos,
donde afirmaba con gran sentido de la ironía y usando una de sus clásicas
paradojas, que el porvenir de la ciencia era la ignorancia, pues cuanto más el
ser humano había avanzado en su conocimiento del mundo, más se percataba de que
la vastedad del saber humano era inabarcable. Más allá del sapere aude
latino y del «saber es poder» de Bacon, lo cierto es que la parcela
de nuestro dominio de la ciencia es infinitamente pequeña frente a la
inmensidad de aquello que ignoramos. Aun así, el acto supremo de haber
arrebatado el fuego del saber a los dioses, nos equipara al héroe mítico Prometeo,
símbolo de esa innata aspiración humana por desentrañar las verdades de la
existencia.
En esta perspectiva podemos entender mejor el maridaje entre
ciencia, industria y tecnología, facilitado por la imposición del sistema
capitalista a través de la revolución industrial, cuyo auge entre 1750 y 1850
significó un vuelco absoluto en las dimensiones del desarrollo moderno, que
trajo consigo una serie de innovaciones que mejoraron de manera innegable la
calidad de vida del hombre, aunque con la cuota injustificable de sufrimiento y
degradación para importantes segmentos de la población, algo que tampoco
debemos olvidar. Estos avances nos hicieron también contemporáneos de todos los
hombres, aun cuando sujetos al molde cultural del Viejo Mundo. Harari lo
demuestra de la siguiente manera: «En la actualidad, todos los humanos
son, en mucha mayor medida de lo que en general quieren admitir, europeos por
su manera de vestir, de pensar y por sus gustos. Pueden ser ferozmente
antieuropeos en su retórica, pero casi todo el mundo en el planeta ve la
política, la medicina, la guerra y la economía con ojos europeos, y escucha
música escrita al modo europeo con letras en idiomas europeos».
Una forma visible de ese «amor entre el imperialismo europeo y la ciencia moderna» que
el autor ha rastreado en su estudio.
En otro acápite aborda el tema de Colón, quien era todavía
un hombre medieval, mientras que Américo Vespucci fue el primero moderno. Quizá
ello explique el hecho de que el gran cartógrafo alemán Martin Waldseemüller le
pusiera América al nuevo continente descubierto, creyendo que su descubridor
era Vespucci. En fin, son los curiosos vaivenes de la historia y las decisiones
muchas veces erradas que luego se prolongan por los siglos estableciendo
verdades incontrastables. Por lo demás, así como las campañas napoleónicas
permitieron que un estudioso francés descifrara la escritura jeroglífica,
igualmente el oficial inglés Rawlinson, enviado a Persia en 1830, logró
descifrar la escritura cuneiforme, tal vez la más antigua de la humanidad. Son
conquistas surgidas del azar, consecuencias de hechos de armas muy concretos
que terminan en aportes fundamentales para el acervo cultural mundial.
En otro orden de cosas, la extensión del crédito permitió el
crecimiento de la economía, un acto de confianza en el futuro por parte del
emprendedor. Pues el capitalismo consiste en esencia en invertir la riqueza
obtenida, a través de dinero, bienes y recursos, en producción. Y a propósito
del capitalismo intercala un dato histórico sorprendente. Resulta que la
Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (WIC) logró el dominio de la
costa atlántica de América y fundó Nueva Amsterdam a orillas del río Hudson;
sin embargo, los indios y los ingleses atacaron dichas posesiones movidos por
causas disímiles, por lo que los holandeses decidieron construir una muralla
para defenderla. Finalmente, los ingleses logran apoderarse de la zona y
rebautizan la colonia como Nueva York. Actualmente la muralla yace bajo la principal
arteria de la ciudad, Wall Street, la calle de la muralla.
Un apunte más sobre economía: entre los trastornos que trajo
la revolución industrial, uno de los más notables fue la imposición del tiempo
de los relojes. Sobre el mismo tópico hay una reflexión muy sagaz de Ernesto
Sábato en su libro Hombres y engranajes (Alianza Editorial, 1980). La
vida natural se rige por el tiempo de las auroras y los crepúsculos, por la
presencia del sol vertical al mediodía y por las necesidades espontáneas de los
hombres, no por el tiempo simultáneo de las oficinas y los horarios laborales.
El despuntar del alba y la puesta del sol están hoy velados por esas torres
babilónicas que dominan las ciudades; la hora del comer y del dormir ya no
están determinadas por el hambre ni por el sueño, sino por los requerimientos
cronométricos de las jornadas unánimes del trabajo que dictan la industria y la
vida moderna.
El Estado y el mercado han fortalecido así cada vez más al
individuo, pero a un costo muy alto: su alienación. Según Harari, el Estado y
el mercado han sustituido a la familia tradicional y a las comunidades. Ahora
hay nacionalismo y consumismo, lo que él llama «comunidades imaginadas».
Demuestra con cifras que nuestra época, en comparación con otras del pasado, es
esencialmente pacífica, tanto por los costes de la guerra como por los
beneficios del comercio en tiempos de paz. No obstante, reconoce que es arduo
el problema de medir la felicidad, porque ésta no sería objetiva, pues no
siempre el dinero, la salud y las relaciones sociales nos proporcionan la dicha
a todos por igual, sino que más bien depende de las expectativas subjetivas de
las personas. La conclusión es clarísima: la historia no se ha preocupado de
saber de qué manera los acontecimientos del mundo influyen o no en la felicidad
humana.
Finalmente, avizora lo que nos depara el porvenir a partir
de lo que contemplamos en estos albores del siglo XXI, donde Homos sapiens ha
rebasado los límites de la selección natural a través del diseño inteligente
que ya empieza a tener un asombroso futuro. Entre la bioingeniería, los cíborgs
y la vida inorgánica se desenvolverá la humanidad en las próximas décadas. No
sabemos a dónde puede llevarnos todos esos cambios que se avecinan, pero no
cabe duda de que se trata de una realidad que sobrepasa cualquier previsión. El
libro del profesor Harari es una valiosa contribución para entender la marcha
de nuestra especie desde sus orígenes hasta nuestros días, escrito con la
lucidez y el conocimiento propios de alguien que ha hurgado con paciencia y
dedicación en los entramados más profundos de esta insólita especie a la que
pertenecemos.
Lima, 28 de julio de
2022.
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