miércoles, 6 de noviembre de 2019

Todos somos payasos


    Cuando las tristes noticias de Latinoamérica arreciaron a mediados de octubre pasado, con los luctuosos acontecimientos de Ecuador y Chile, principalmente, de inmediato pensé en la película Joker de Todd Philips, estrenada hacía apenas unas semanas antes, cinta ante la que la crítica se rendía casi de manera unánime. Más aún, cuando el polémico documentalista estadounidense Michael Moore señalaba las virtudes del filme, no escatimándole su condición de obra maestra, mi curiosidad por verla se hizo urgencia. Premura que he saldado con gran regocijo la última semana del pasado mes.
    Digo con regocijo pero también con una mezcla de impacto y perturbación, de golpe y mareo, que es casi como decir de la causa y su efecto; pues lo primero que debemos aceptar es la condición de enfermo mental de Arthur Fleck, una insania llevada al extremo por un medio que exacerba los males de las sociedades contemporáneas, sometidas a un ritmo de vida que privilegia el individualismo atroz y el pragmatismo más crudo. Muchos psicólogos y psiquiatras se preguntan quién no está de alguna manera enfermo en estos tiempos tan convulsos y hostiles, quién puede sustraerse a los efectos de una realidad que no hace sino poner a prueba, desafiar con tenacidad, los ínfimos restos de racionalidad que podemos conservar.
    Pero el personaje es de aquellos que están oficialmente reconocidos como tal, con un historial clínico y una medicación correspondiente, así como unos antecedentes familiares claramente visibles. A pesar de ello, aspira a llevar una vida como todos –estuve a punto de decir “normal”–, deseo que es violentamente destruido una y otra vez por esa espesa realidad a la que pretende integrarse. El primer episodio de este tipo no es sino la constatación deprimente de la adversidad a la que debe enfrentar, cuando un grupo de gamberros le arrebata el cartel de publicidad frente al local donde labora. En la persecución que emprende para recuperar su herramienta de trabajo, es atacado de forma brutal por estos mastuerzos, quedando malherido en un callejón desvencijado.
    Lo que sigue es una retahíla de afrentas y agresiones que distintos actores asumen cual si fueran los siniestros enviados de alguna deidad inmisericorde, que buscara ensañarse con el inocente payaso que vive su drama al filo mismo del abismo de la desesperación. Sería fácil decir que uno cae en la victimización al presentar los truculentos hechos donde estos agentes sin piedad se ceban en la incomprensible reacción que su risa produce en los demás, desde el todopoderoso hombre de éxito que lo descalifica por ser como es hasta los niños bien que emplea el capitalismo boyante que lo agreden en el metro y terminan convertidos en sus primeras víctimas sangrientas.
    No es mi intención jugar con el fuego peligroso de la reivindicación de un villano, más allá de simbolismo que pueda tener en el formato del cómic original y de esta versión intimista y humanizada que propone el trabajo del cineasta. No estamos juzgando los actos del personaje con el frío escalpelo de la ley o de la moral, sino que pretendemos profundizar en los pliegues más hondos de sus motivaciones personales, para encontrar la raíz de su mal en cuanto paciente psiquiátrico y de los males estructurales del sistema que lo cobija, que asumen la categoría de factores determinantes de su deriva criminal. No se trata tampoco de ir repartiendo dosis de culpa entre los agentes concurrentes del problema, sino de clarificar el escenario de un conflicto que pone en entredicho el mismo concepto de convivencia en su dimensión de virtud civilizadora en toda sociedad que anhele vivir con un mínimo de humana dignidad y decencia.
    La película es una llamada de atención al propio entramado de las relaciones político-sociales que mueven a las instituciones y los hombres, el espejo convexo que proyecta la imagen deformada de una realidad inicua y salvaje que lleva al extremo sus elementos de colisión, la cartografía de una injusta arquitectura diseñada para beneficiar a unos en detrimento de otros, la fábula siniestra de una inmensa asimetría cuya moraleja todos leemos con espanto.
    Estamos ante una obra de arte que ha logrado un retrato veraz y descarnado de nuestra condición humana, pues como rezaba uno de los cartelones de la revuelta de los payasos en una de las escenas finales del filme, todos llevamos latente ese impulso tanático que despierta ante ciertas circunstancias que sirven como detonantes para expulsar los imprevisibles demonios del resentimiento y de la rabia acumulada.
    Estupenda película con una actuación deslumbrante del actor Joaquin Phoenix, quien construye un Joker convincente, torturado, simpático y digno de una inocultable piedad.

Lima, 2 de noviembre de 2019.         

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