sábado, 26 de octubre de 2024

Lejano Oeste

 

Desde hace un tiempo a esta parte Lima se ha convertido en un lugar donde reinan la inseguridad y el crimen en su punto más alto, el hampa desatada y las organizaciones criminales hacen de las suyas ante la impotencia, inacción e impasibilidad de las autoridades de todos los niveles, empezando por los señores del gobierno, la presidenta y sus ministros, y los señores del Congreso que, salvo honrosas excepciones, trabajan día y noche para favorecer sus propios intereses, ligados precisamente al actuar delictivo. Todos los estudios sociológicos, las encuestas de opinión, arrojan el mismo resultado desolador: el poblador común y corriente de esta vasta y desalada urbe, se siente amenazado en su día a día, vive a salto de mata, temeroso de caminar por las calles, de subirse a los vehículos de transporte público, pues las bandas de delincuentes andan al acecho por todos los rincones asaltando, robando, disparando y extorsionando a sus anchas.

La otrora Ciudad de los Reyes, la linajuda capital de lo que fue el Virreinato y luego de la flamante República, ha trocado su condición por esta de ser una tierra de nadie, el escenario donde los bandidos y pillos de todas las categorías han tomado el control de nuestras vidas y se pasean como Pedro por su casa. No contentos con sus tropelías de toda la vida, que ya nos ocasionaban un dolor de cabeza, ahora han adoptados una modalidad canalla para lucrar y vivir a cuerpo de reyes: imponer un cupo a cada dueño de una bodega, vendedor callejero, empresa de transporte, o quien se les venga en gana, bajo la amenaza de atentar contra sus vidas o las de sus seres queridos. A través de llamadas telefónicas, mensajes de texto o simples papeles escritos que dejan en las casas de sus víctimas, las intiman a entregarles cierta cantidad de dinero, pues de lo contrario sencillamente atentarían contra sus vidas o las de sus familiares cercanos. Es decir, el horror instalado en la vida cotidiana de ciudadanos como cualquiera de nosotros, la pesadilla de no poder hacer una vida normal jaqueados por estos facinerosos que han colocado una auténtica espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas.

El otro día en el Callao, una combi con pasajeros se desplazaba por su ruta habitual, cuando un pasajero encañonó al chofer y a tres personas que viajaban con él y les disparó sin piedad. Cuatro muertos en un instante, que engrosan la lista de gente asesinada casi a diario en los últimos meses. Los extorsionadores actúan impunemente, mientras la policía brilla por su ausencia o no sabe qué hacer, pues los oficiales y el ministro del Interior no tienen la estrategia necesaria para enfrentarlos. La presidenta no se atreve a declarar nada al respecto, sólo balbucea acusaciones a la prensa por informar de esta espantosa realidad que para ella tal vez no sea muy importante. Es su método conocido, culpar al mensajero para tener la coartada de no asumir el verdadero rol que le compete como máxima autoridad del país. Es evidente que el cargo le queda muy grande, limitándose a fungir de mucama servicial de las decisiones y exigencias de esas otras pandillas de bribones que actúan en el Poder Legislativo.

Ante todo este desbarajuste, el gremio de transportistas ha decidido responder con un paro de sus actividades. Primero fue un día, luego fueron dos en que la ciudad amaneció sin servicio de transporte público, por lo menos en un gran porcentaje, afectando naturalmente el normal desenvolvimiento de las labores de la clase trabajadora. Han anunciado que se viene una paralización más prolongada, exigiendo la derogatoria de una ley que favorece al crimen organizado dictaminado en el Congreso, así como aquella que bajo la denominación de “terrorismo urbano”, en realidad lo que busca es criminalizar las protestas y poseer una herramienta eficaz para encarcelar a todo quien se atreva a mostrar su desacuerdo con las medidas inútiles del gobierno. Esta gente cree que bautizando con otro nombre los delitos ya conocidos se los va a combatir mejor. Son tan necios que insisten en algo a todas luces absurdo.

Vivimos pues en esta especie de Lejano Oeste del siglo XXI, una tierra sin ley donde la vida no vale nada. Cuadrillas de cuatreros nos esperan a la vuelta de cualquier esquina, ya nadie sabe qué le podrá pasar cuando cada día sale a realizar sus labores habituales, la muerte nos sopla tras la nuca a cualquier hora del día o de la noche. En este Far West de pacotilla, lumpenizado por la gentuza tanto en el poder como en las calles, nadie está seguro de nada, la población vive aterrorizada porque no tiene nadie quien la defienda, no hay forma de encontrar salvación en estas praderas de cemento tomadas por el crimen organizado.


Lima, 12 de octubre de 2024.

Las tres mitades de Afrodita

Mucho tiempo había postergado la lectura de la obra de ficción del escritor español Javier Marías, quien falleciera hace casi exactamente dos años. He comenzado a resarcirme de aquel olvido con la novela El hombre sentimental (1986), que narra una historia de pasiones al filo de las cornisas de la razón. He pasado noches espléndidas leyendo a este formidable autor contemporáneo, demorándome en su escritura tan envolvente, llena de meandros, muy próxima a la de Proust, semejanza que evidentemente extrañaría si no fuera porque el francés es uno de sus autores favoritos. Es difícil, al leer a Javier Marías, no evocar al autor de En busca del tiempo perdido, sobre todo en lo de sus largas sucesiones de oraciones subordinadas.

Narrado en primera persona, su protagonista es un cantante de ópera llamado el León de Nápoles. Ha tenido un sueño esa mañana y, antes de desayunar, pues cree que si lo hace ya no recordará los detalles del sueño, se propone contarlo a la luz de lo que ha sido su vida en los últimos cuatro años. Su prosa es seductora, de una plasticidad excepcional, que se mueve por vericuetos introspectivos de gran calado. El narrador va mostrando todos sus pliegues interiores, sus rincones ocultos, sus preferencias, sus gustos, sus deseos, que va contrastando con los de la heterogénea muchedumbre que lo rodea. Desde un presente evanescente, nos va contando las peripecias de su ajetreada vida, hecha de continuos desplazamientos, viajes, presentaciones en ciudades diversas, aeropuertos, aviones, hoteles, calles distintas e iguales, gente del mundillo de la música y del arte en general.

Viajando en un tren de París a Madrid, donde debe hacer el Otello de Verdi, se pone a observar a sus tres acompañantes en el camarote. Los describe minuciosamente y se pone a conjeturar sobre sus identidades. Coincidentemente, los tres se van a hospedar en el mismo hotel que él. Es así que se producirá el primer encuentro con el tipo que no dejaba de mirar por la ventanilla del tren. Su nombre es Dato, de ocupación acompañante, dos cosas que deben admirar a cualquier mortal. Por su intermedio conoce a Natalia Manur, la misteriosa mujer que dormía en aquella ocasión, quien será el fruto de la discordia en este trepidante triángulo de pasiones encontradas. Ella está casada con un rico banquero belga de nombre Hieronimo Manur. Dato tiene la misión de acompañar a la dama mientras el marido se ocupa en sus infinitas labores financieras.

De esta manera, lentamente, el afamado tenor se va rindiendo a los encantos de la bella señora. Sus encuentros siempre serán, sin embargo, en presencia de Dato, cuando juntos se reúnen a desayunar o almorzar. Una idea va surgiendo en la mente del artista: aniquilar o desaparecer al banquero, para así estar él solo con Natalia Manur, por quien se siente poderosamente atraído. Mientras tanto, otros recuerdos van surgiendo en la mente del protagonista, como por ejemplo su breve relación con Berta Viella, con quien ha vivido una corta temporada, que ahora recuerda sin pesar. Ha recibido la noticia de su muerte y la sorprendente oferta del viudo flamante de devolverle sus libros dejados cuando vivió con ella.

El autor escarba, hurga en el alma de sus personajes, a través de sus gestos y sus palabras, de sus insinuaciones y sus equívocos, descubriéndonos los entresijos laberínticos de un típico triángulo amoroso, tan común entre los seres humanos, subrayados por la excelencia literaria de su factura, como bien lo dice Juan Benet en el epílogo.

He estado pensando en un aire de familia con la forma de narrar de Ernesto Sábato, esa misma prolijidad en la descripción psicológica, esa misma inclinación por las suposiciones, las especulaciones, las divagaciones y la introspección del narrador, así como las pinceladas existenciales -o existencialistas-, que tiñen el conjunto de la historia.

En el desenlace se sugiere el intento de suicidio del hombre de negocios, cuando comprueba que su mujer lo ha abandonado. La desesperación del cantante también será notoria al perder la pista de quien ha sido el vértice intrincado de esta enigmática geometría del amor. Se ha deshecho la figura más enrevesada de la historia de las pasiones humanas, sus tres mitades yacen separadas tal vez para siempre, cortadas por el imprevisible destino que se complace trazando caminos desconocidos para la diminuta comprensión humana.

 

Lima, 29 de septiembre de 2024. 


Muerte de un dictador

 

La muerte del dictador Alberto Fujimori, cuyo gobierno autoritario aún es materia de acalorados debates, coincide en términos simbólicos con el de otro personaje siniestro de nuestra historia reciente: Abimael Guzmán. Ambos mueren en la misma fecha y a la misma edad. Extraña coincidencia que el azar ha querido entregarnos como una especie de mueca irónica.

Su legado no puede ser más nefasto: una caterva innoble de individuos de dudosa calaña, agrupados o apelotonados más bien, en lo que ellos creen que es un partido político, cuando la verdad es que no pasa de ser una pandilla de facinerosos, una facción turbia de arribistas y sobones de mala entraña. Empezando por la hija, una mujer fría y calculadora, de nulas credenciales democráticas, que no es capaz de reconocer siquiera una derrota electoral y cada que vez que esto sucede se empeña en petardear y boicotear hasta donde puede al contendor que la venció en limpia lid.

La “guardia de honor” del gobierno del deshonor que tenemos, rinde “honores de Estado” a los restos de un personaje que careció precisamente de ese valor esencial en todo hombre de bien. No llama la atención, por cierto, viniendo de un régimen que carga en su haber con la vida de 49 peruanos inocentes. Los parecidos son cada vez más evidentes entre la señora que ocupa palacio de gobierno y la otra señora que funge de cabecilla de la pandilla mafiosa.

Los adulones dicen que eso es “odio”, nada más falso. Es memoria y dignidad. Y así fuera odio, creo que es legítimo odiar toda conducta humana que daña y va en contra de un pueblo, de ciudadanos que ven arrasados sus derechos humanos. Es perfectamente sano odiar el crimen, la corrupción, el despotismo brutal y asesino de un gobernante que, con el pretexto de acabar con el terrorismo, secuestra, desaparece y mata a gente sin comprobar ningún delito, pues en tal caso está la justicia, están los tribunales para que puedan juzgarlos.

Dice otro expresidente que valora la “visión de país” que tuvo el dictador. Un presidente que arremete contra las instituciones, que hace tabla rasa de la separación de poderes, que destruye los más elementales mecanismos de una democracia, no puede decirse que tenga una visión de estadista, sino la de un autócrata, de un sátrapa que aspira a concentrar todo el poder en sus manos. Su herencia son cuarenta pillos y bribones que siguen destruyendo los pocos avances logrados en los últimos años en materia de derechos sociales.

La clásica pregunta de Zavalita, el personaje de Conversación en la Catedral, ya tiene respuesta: el Perú se jodió cuando el fujimorismo irrumpió en nuestra vida política, pues envileció la vida pública hasta niveles nunca vistos, enmugró la convivencia democrática a través de una red mafiosa de prebendas, sobornos y corruptela generalizada.

Entiendo a mucha gente que ha salido a manifestar su dolor ante la pérdida de su líder, pero el sentir individual de algunos o muchos no puede ser el juicio para evaluar la conducta de una autoridad que ha ocupado el cargo político más alto de la República. Que a ti te hayan regalado un saco de papas o un quintal de arroz, que te hayan beneficiado con algún cargo público o algún favor personal, no puede jamás servir de rasero para juzgar a un régimen que conculcó las libertades públicas, que destruyó la ciudadanía, que implementó un terrorismo de Estado para combatir el terrorismo sanguinario de Sendero Luminoso.

El balance es pues negativo, porque ni haber logrado la estabilidad económica -dicen que Pinochet también lo hizo en Chile-, ni haber exterminado los focos álgidos del terrorismo senderista, pueden justificar el asesinato de nueve estudiantes y un profesor en La Cantuta, de un niño de ocho años en Barrios Altos y de cientos de campesinos, hombres y mujeres, que en las regiones preferentemente de la sierra sur fueron abusados, torturados, aniquilados por agentes del Ejército o de la Policía.



Lima, 21 de septiembre de 2024.

Una afición Única

 

No puedo precisar exactamente en qué momento me convertí en un hincha de la U, en un seguidor del Universitario de Deportes, uno de los equipos de fútbol más emblemáticos de este país, un club que acaba de cumplir sus cien años de vida institucional este 7 de agosto pasado. Tal vez sería por la época en que, durante mi infancia en Jauja, oía por primera vez por la radio la transmisión de los partidos de fútbol, y en mi familia se debatía acaloradamente cuál era el mejor equipo del Perú, en medio de comentarios y argumentos de la más variada índole. Lo único que sé es que una pasión de este tipo no surge de manera racional, sino que es alimentada por impulsos instintivos que se graban con fuego en las venas del afecto.

Eran los años setenta del siglo pasado y en mi provincia se oía la radio Unión, con su sintonizado programa “Pregón deportivo”, dirigido por un uruguayo de voz inconfundible, Oscar Artacho, que relataba los encuentros futbolísticos como a nadie hasta ahora he oído hacerlo. Y sin duda eran los encuentros entre Universitario y Alianza Lima los que convocaban los debates más arduos entre los adultos, pues invariablemente unos se alineaban con el elenco crema y otros con el blanquiazul. Alguien por allí argüía con cierta socarronería que la U era el equipo de los blancos y el Alianza de los negros. Por supuesto que estaba muy mal apelar a ese tipo de razones, de claros tintes racistas, para avalar una apuesta deportiva, pero un niño como yo también estaba lejos de entender aquellos asuntos sociales que concernían a un tema de profunda raíz histórica en nuestro país.

Fueron por esos años también en que, con un muchachito que ayudaba en las labores de la casa, inventamos un juego que se distinguía por su originalidad, pues hasta ahora no he visto que nadie lo haya practicado, ni siquiera imaginado. Se trataba de un singular juego de fútbol con jugadores de plástico, que en las ferias de la ciudad vendían a granel. Cada uno debía conformar un equipo para luego realizar un pequeño campeonato en un campito especialmente acondicionado en el patio interior de la casa grande. Este muchachito, a quien llamábamos Tito, que era mayor por unos años que todos nosotros, de los niños quiero decir, se encargó de repartir los colores que cada quien debía defender. Él se quedó, por supuesto, con el Universitario de Deportes; a mí me asignó el Sporting Cristal; a mi hermana, el Defensor Lima; a mi hermano menor, el Sport Boys. Como era previsible, a nadie encargó el Alianza Lima, equipo vetado implícitamente por nuestra unánime militancia en las filas cremas.

Desde ese día todos nos empeñamos en conseguir los jugadores del color que nos había tocado. Cada miércoles y domingos, recorríamos la feria en busca de los ansiados futbolistas que nos representarían en las justas que se avecinaban. Pronto, la casa se llenó de pequeños hombrecitos ataviados de crema, celeste, granate y rosado. Aquí debo hacer la atingencia que, como no todos esos colores estaban disponibles en el mercado, la U eran blancos que luego Tito los pintó de crema, y el Defensor Lima verdes, que él mismo pintó de granate. El estadio fue diseñado a proporción enfrente de la cocina de la abuelita, colindando con el jardín por el lado opuesto y con el gallinero por el lado del fondo.

Los partidos eran intensamente disputados por las tardes, cuando Tito se desocupaba de sus labores. Las oncenas de cada quien ingresaban al campo y se enfrascaban en reñidos juegos que no estaban exentos de altercados por algún motivo menor. Lo original estaba en que cada uno de nosotros hacía rodar la pelota impulsándola con los pies del futbolista de juguete. Los arcos fueron confeccionados por Tito con pequeños listones de madera. Posteriormente se cambiaron a una sola pieza de alambre, con sus respectivas redes cosidas y sujetas a la tierra. El balón se extraía de algún jugador que ya no sirviera, ya sea porque estuviera quebrado, roto o porque no era funcional para el juego. Fue por esta época que tuve la gran ocasión de presenciar, en un viaje que realicé a la capital, un partido de fútbol entre Universitario y el Huracán de Arequipa, que supongo por esos años jugaba en primera división.

Y así, conforme pasaban los años y ya dejaba de ser un niño, mi afición se fue sedimentando a través del conocimiento de la historia del club, de sus ídolos, campeonatos, símbolos y demás signos de identidad. Es decir, por un interesante fenómeno, que los psicólogos llaman de racionalización, fue asentándose en mí una identificación plena con el equipo de Lolo Fernández, cuya efigie vi hace poco en su natal Cañete, en plena Plaza de Armas. Y se hizo más sólida cuando supe que los primeros integrantes del elenco habían surgido de las aulas de la Universidad de San Marcos, que en realidad el club había nacido allí, con estudiantes de mi Alma Mater. En fin, sé que son argumentos totalmente subjetivos, mas son los únicos que valen para una afición como ésta.

Lo curioso es que con el tiempo me he ido alejando del fútbol, deporte que ya no sigo ni veo por la televisión, menos asisto a los estadios. Sólo en ocasiones excepcionales, como por ejemplo un Mundial de Fútbol, puedo ver algunos partidos. Muchos encuentros me parecen tediosos y aburridos; ni siquiera la presencia de estrellas del balompié logran atraparme como antes. Sin embargo, eso no significa que no aprecie una buena jugada, un buen tiro libre, una precisa ejecución de penal o un magnífico gol. Por supuesto que admiro el lado estético del juego. Aparte de eso, mi distancia también se debe, creo yo, a la mediocridad que hoy campea en los campeonatos locales y, sobre todo, a la violenta incursión de las barras bravas que han terminado lumpenizando un deporte que es, hay que reconocerlo, el más masivo del mundo.

Igualmente, no puedo soslayar el aspecto mercantil del mismo, el hecho de que el fútbol se haya vuelto un gran negocio, hasta es posible que un gran negociado, orquestado por las mismas autoridades que llevan las riendas de la FIFA hasta los dirigentes de las asociaciones deportivas de los países y de los clubes, pasando por los árbitros y jueces que forman este gran tinglado que mueve de manera obscena millones de dólares, en un inmenso mercado que está distorsionado por la presencia de agentes de la más dudosa reputación.

 


Lima, 10 de agosto de 2024.