sábado, 26 de octubre de 2024

Una afición Única

 

No puedo precisar exactamente en qué momento me convertí en un hincha de la U, en un seguidor del Universitario de Deportes, uno de los equipos de fútbol más emblemáticos de este país, un club que acaba de cumplir sus cien años de vida institucional este 7 de agosto pasado. Tal vez sería por la época en que, durante mi infancia en Jauja, oía por primera vez por la radio la transmisión de los partidos de fútbol, y en mi familia se debatía acaloradamente cuál era el mejor equipo del Perú, en medio de comentarios y argumentos de la más variada índole. Lo único que sé es que una pasión de este tipo no surge de manera racional, sino que es alimentada por impulsos instintivos que se graban con fuego en las venas del afecto.

Eran los años setenta del siglo pasado y en mi provincia se oía la radio Unión, con su sintonizado programa “Pregón deportivo”, dirigido por un uruguayo de voz inconfundible, Oscar Artacho, que relataba los encuentros futbolísticos como a nadie hasta ahora he oído hacerlo. Y sin duda eran los encuentros entre Universitario y Alianza Lima los que convocaban los debates más arduos entre los adultos, pues invariablemente unos se alineaban con el elenco crema y otros con el blanquiazul. Alguien por allí argüía con cierta socarronería que la U era el equipo de los blancos y el Alianza de los negros. Por supuesto que estaba muy mal apelar a ese tipo de razones, de claros tintes racistas, para avalar una apuesta deportiva, pero un niño como yo también estaba lejos de entender aquellos asuntos sociales que concernían a un tema de profunda raíz histórica en nuestro país.

Fueron por esos años también en que, con un muchachito que ayudaba en las labores de la casa, inventamos un juego que se distinguía por su originalidad, pues hasta ahora no he visto que nadie lo haya practicado, ni siquiera imaginado. Se trataba de un singular juego de fútbol con jugadores de plástico, que en las ferias de la ciudad vendían a granel. Cada uno debía conformar un equipo para luego realizar un pequeño campeonato en un campito especialmente acondicionado en el patio interior de la casa grande. Este muchachito, a quien llamábamos Tito, que era mayor por unos años que todos nosotros, de los niños quiero decir, se encargó de repartir los colores que cada quien debía defender. Él se quedó, por supuesto, con el Universitario de Deportes; a mí me asignó el Sporting Cristal; a mi hermana, el Defensor Lima; a mi hermano menor, el Sport Boys. Como era previsible, a nadie encargó el Alianza Lima, equipo vetado implícitamente por nuestra unánime militancia en las filas cremas.

Desde ese día todos nos empeñamos en conseguir los jugadores del color que nos había tocado. Cada miércoles y domingos, recorríamos la feria en busca de los ansiados futbolistas que nos representarían en las justas que se avecinaban. Pronto, la casa se llenó de pequeños hombrecitos ataviados de crema, celeste, granate y rosado. Aquí debo hacer la atingencia que, como no todos esos colores estaban disponibles en el mercado, la U eran blancos que luego Tito los pintó de crema, y el Defensor Lima verdes, que él mismo pintó de granate. El estadio fue diseñado a proporción enfrente de la cocina de la abuelita, colindando con el jardín por el lado opuesto y con el gallinero por el lado del fondo.

Los partidos eran intensamente disputados por las tardes, cuando Tito se desocupaba de sus labores. Las oncenas de cada quien ingresaban al campo y se enfrascaban en reñidos juegos que no estaban exentos de altercados por algún motivo menor. Lo original estaba en que cada uno de nosotros hacía rodar la pelota impulsándola con los pies del futbolista de juguete. Los arcos fueron confeccionados por Tito con pequeños listones de madera. Posteriormente se cambiaron a una sola pieza de alambre, con sus respectivas redes cosidas y sujetas a la tierra. El balón se extraía de algún jugador que ya no sirviera, ya sea porque estuviera quebrado, roto o porque no era funcional para el juego. Fue por esta época que tuve la gran ocasión de presenciar, en un viaje que realicé a la capital, un partido de fútbol entre Universitario y el Huracán de Arequipa, que supongo por esos años jugaba en primera división.

Y así, conforme pasaban los años y ya dejaba de ser un niño, mi afición se fue sedimentando a través del conocimiento de la historia del club, de sus ídolos, campeonatos, símbolos y demás signos de identidad. Es decir, por un interesante fenómeno, que los psicólogos llaman de racionalización, fue asentándose en mí una identificación plena con el equipo de Lolo Fernández, cuya efigie vi hace poco en su natal Cañete, en plena Plaza de Armas. Y se hizo más sólida cuando supe que los primeros integrantes del elenco habían surgido de las aulas de la Universidad de San Marcos, que en realidad el club había nacido allí, con estudiantes de mi Alma Mater. En fin, sé que son argumentos totalmente subjetivos, mas son los únicos que valen para una afición como ésta.

Lo curioso es que con el tiempo me he ido alejando del fútbol, deporte que ya no sigo ni veo por la televisión, menos asisto a los estadios. Sólo en ocasiones excepcionales, como por ejemplo un Mundial de Fútbol, puedo ver algunos partidos. Muchos encuentros me parecen tediosos y aburridos; ni siquiera la presencia de estrellas del balompié logran atraparme como antes. Sin embargo, eso no significa que no aprecie una buena jugada, un buen tiro libre, una precisa ejecución de penal o un magnífico gol. Por supuesto que admiro el lado estético del juego. Aparte de eso, mi distancia también se debe, creo yo, a la mediocridad que hoy campea en los campeonatos locales y, sobre todo, a la violenta incursión de las barras bravas que han terminado lumpenizando un deporte que es, hay que reconocerlo, el más masivo del mundo.

Igualmente, no puedo soslayar el aspecto mercantil del mismo, el hecho de que el fútbol se haya vuelto un gran negocio, hasta es posible que un gran negociado, orquestado por las mismas autoridades que llevan las riendas de la FIFA hasta los dirigentes de las asociaciones deportivas de los países y de los clubes, pasando por los árbitros y jueces que forman este gran tinglado que mueve de manera obscena millones de dólares, en un inmenso mercado que está distorsionado por la presencia de agentes de la más dudosa reputación.

 


Lima, 10 de agosto de 2024.

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