No puedo precisar exactamente en qué momento me convertí en
un hincha de la U, en un seguidor del Universitario de Deportes, uno de los
equipos de fútbol más emblemáticos de este país, un club que acaba de cumplir
sus cien años de vida institucional este 7 de agosto pasado. Tal vez sería por
la época en que, durante mi infancia en Jauja, oía por primera vez por la radio
la transmisión de los partidos de fútbol, y en mi familia se debatía
acaloradamente cuál era el mejor equipo del Perú, en medio de comentarios y
argumentos de la más variada índole. Lo único que sé es que una pasión de este
tipo no surge de manera racional, sino que es alimentada por impulsos
instintivos que se graban con fuego en las venas del afecto.
Eran los años setenta del siglo pasado y en mi provincia se
oía la radio Unión, con su sintonizado programa “Pregón deportivo”, dirigido
por un uruguayo de voz inconfundible, Oscar Artacho, que relataba los
encuentros futbolísticos como a nadie hasta ahora he oído hacerlo. Y sin duda
eran los encuentros entre Universitario y Alianza Lima los que convocaban los
debates más arduos entre los adultos, pues invariablemente unos se alineaban
con el elenco crema y otros con el blanquiazul. Alguien por allí argüía con
cierta socarronería que la U era el equipo de los blancos y el Alianza de los
negros. Por supuesto que estaba muy mal apelar a ese tipo de razones, de claros
tintes racistas, para avalar una apuesta deportiva, pero un niño como yo
también estaba lejos de entender aquellos asuntos sociales que concernían a un
tema de profunda raíz histórica en nuestro país.
Fueron por esos años también en que, con un muchachito que
ayudaba en las labores de la casa, inventamos un juego que se distinguía por su
originalidad, pues hasta ahora no he visto que nadie lo haya practicado, ni
siquiera imaginado. Se trataba de un singular juego de fútbol con jugadores de
plástico, que en las ferias de la ciudad vendían a granel. Cada uno debía
conformar un equipo para luego realizar un pequeño campeonato en un campito
especialmente acondicionado en el patio interior de la casa grande. Este
muchachito, a quien llamábamos Tito, que era mayor por unos años que todos
nosotros, de los niños quiero decir, se encargó de repartir los colores que
cada quien debía defender. Él se quedó, por supuesto, con el Universitario de
Deportes; a mí me asignó el Sporting Cristal; a mi hermana, el Defensor Lima; a
mi hermano menor, el Sport Boys. Como era previsible, a nadie encargó el
Alianza Lima, equipo vetado implícitamente por nuestra unánime militancia en
las filas cremas.
Desde ese día todos nos empeñamos en conseguir los jugadores
del color que nos había tocado. Cada miércoles y domingos, recorríamos la feria
en busca de los ansiados futbolistas que nos representarían en las justas que
se avecinaban. Pronto, la casa se llenó de pequeños hombrecitos ataviados de
crema, celeste, granate y rosado. Aquí debo hacer la atingencia que, como no
todos esos colores estaban disponibles en el mercado, la U eran blancos que
luego Tito los pintó de crema, y el Defensor Lima verdes, que él mismo pintó de
granate. El estadio fue diseñado a proporción enfrente de la cocina de la
abuelita, colindando con el jardín por el lado opuesto y con el gallinero por
el lado del fondo.
Los partidos eran intensamente disputados por las tardes,
cuando Tito se desocupaba de sus labores. Las oncenas de cada quien ingresaban
al campo y se enfrascaban en reñidos juegos que no estaban exentos de
altercados por algún motivo menor. Lo original estaba en que cada uno de
nosotros hacía rodar la pelota impulsándola con los pies del futbolista de
juguete. Los arcos fueron confeccionados por Tito con pequeños listones de
madera. Posteriormente se cambiaron a una sola pieza de alambre, con sus respectivas
redes cosidas y sujetas a la tierra. El balón se extraía de algún jugador que
ya no sirviera, ya sea porque estuviera quebrado, roto o porque no era
funcional para el juego. Fue por esta época que tuve la gran ocasión de
presenciar, en un viaje que realicé a la capital, un partido de fútbol entre
Universitario y el Huracán de Arequipa, que supongo por esos años jugaba en
primera división.
Y así, conforme pasaban los años y ya dejaba de ser un niño,
mi afición se fue sedimentando a través del conocimiento de la historia del
club, de sus ídolos, campeonatos, símbolos y demás signos de identidad. Es
decir, por un interesante fenómeno, que los psicólogos llaman de
racionalización, fue asentándose en mí una identificación plena con el equipo
de Lolo Fernández, cuya efigie vi hace poco en su natal Cañete, en plena Plaza
de Armas. Y se hizo más sólida cuando supe que los primeros integrantes del elenco
habían surgido de las aulas de la Universidad de San Marcos, que en realidad el
club había nacido allí, con estudiantes de mi Alma Mater. En fin, sé que son
argumentos totalmente subjetivos, mas son los únicos que valen para una afición
como ésta.
Lo curioso es que con el tiempo me he ido alejando del
fútbol, deporte que ya no sigo ni veo por la televisión, menos asisto a los
estadios. Sólo en ocasiones excepcionales, como por ejemplo un Mundial de
Fútbol, puedo ver algunos partidos. Muchos encuentros me parecen tediosos y
aburridos; ni siquiera la presencia de estrellas del balompié logran atraparme
como antes. Sin embargo, eso no significa que no aprecie una buena jugada, un
buen tiro libre, una precisa ejecución de penal o un magnífico gol. Por supuesto
que admiro el lado estético del juego. Aparte de eso, mi distancia también se
debe, creo yo, a la mediocridad que hoy campea en los campeonatos locales y,
sobre todo, a la violenta incursión de las barras bravas que han terminado
lumpenizando un deporte que es, hay que reconocerlo, el más masivo del mundo.
Igualmente, no puedo soslayar el aspecto mercantil del
mismo, el hecho de que el fútbol se haya vuelto un gran negocio, hasta es
posible que un gran negociado, orquestado por las mismas autoridades que llevan
las riendas de la FIFA hasta los dirigentes de las asociaciones deportivas de
los países y de los clubes, pasando por los árbitros y jueces que forman este
gran tinglado que mueve de manera obscena millones de dólares, en un inmenso
mercado que está distorsionado por la presencia de agentes de la más dudosa
reputación.
Lima, 10 de agosto
de 2024.
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