La muerte del dictador Alberto Fujimori, cuyo gobierno
autoritario aún es materia de acalorados debates, coincide en términos
simbólicos con el de otro personaje siniestro de nuestra historia reciente:
Abimael Guzmán. Ambos mueren en la misma fecha y a la misma edad. Extraña
coincidencia que el azar ha querido entregarnos como una especie de mueca
irónica.
Su legado no puede ser más nefasto: una caterva innoble de
individuos de dudosa calaña, agrupados o apelotonados más bien, en lo que ellos
creen que es un partido político, cuando la verdad es que no pasa de ser una
pandilla de facinerosos, una facción turbia de arribistas y sobones de mala
entraña. Empezando por la hija, una mujer fría y calculadora, de nulas
credenciales democráticas, que no es capaz de reconocer siquiera una derrota
electoral y cada que vez que esto sucede se empeña en petardear y boicotear
hasta donde puede al contendor que la venció en limpia lid.
La “guardia de honor” del gobierno del deshonor que tenemos,
rinde “honores de Estado” a los restos de un personaje que careció precisamente
de ese valor esencial en todo hombre de bien. No llama la atención, por cierto,
viniendo de un régimen que carga en su haber con la vida de 49 peruanos
inocentes. Los parecidos son cada vez más evidentes entre la señora que ocupa
palacio de gobierno y la otra señora que funge de cabecilla de la pandilla
mafiosa.
Los adulones dicen que eso es “odio”, nada más falso. Es
memoria y dignidad. Y así fuera odio, creo que es legítimo odiar toda conducta
humana que daña y va en contra de un pueblo, de ciudadanos que ven arrasados
sus derechos humanos. Es perfectamente sano odiar el crimen, la corrupción, el
despotismo brutal y asesino de un gobernante que, con el pretexto de acabar con
el terrorismo, secuestra, desaparece y mata a gente sin comprobar ningún
delito, pues en tal caso está la justicia, están los tribunales para que puedan
juzgarlos.
Dice otro expresidente que valora la “visión de país” que
tuvo el dictador. Un presidente que arremete contra las instituciones, que hace
tabla rasa de la separación de poderes, que destruye los más elementales
mecanismos de una democracia, no puede decirse que tenga una visión de
estadista, sino la de un autócrata, de un sátrapa que aspira a concentrar todo
el poder en sus manos. Su herencia son cuarenta pillos y bribones que siguen
destruyendo los pocos avances logrados en los últimos años en materia de derechos
sociales.
La clásica pregunta de Zavalita, el personaje de Conversación
en la Catedral, ya tiene respuesta: el Perú se jodió cuando el fujimorismo
irrumpió en nuestra vida política, pues envileció la vida pública hasta niveles
nunca vistos, enmugró la convivencia democrática a través de una red mafiosa de
prebendas, sobornos y corruptela generalizada.
Entiendo a mucha gente que ha salido a manifestar su dolor
ante la pérdida de su líder, pero el sentir individual de algunos o muchos no
puede ser el juicio para evaluar la conducta de una autoridad que ha ocupado el
cargo político más alto de la República. Que a ti te hayan regalado un saco de
papas o un quintal de arroz, que te hayan beneficiado con algún cargo público o
algún favor personal, no puede jamás servir de rasero para juzgar a un régimen
que conculcó las libertades públicas, que destruyó la ciudadanía, que
implementó un terrorismo de Estado para combatir el terrorismo sanguinario de
Sendero Luminoso.
El balance es pues negativo, porque ni haber logrado la
estabilidad económica -dicen que Pinochet también lo hizo en Chile-, ni haber
exterminado los focos álgidos del terrorismo senderista, pueden justificar el
asesinato de nueve estudiantes y un profesor en La Cantuta, de un niño de ocho
años en Barrios Altos y de cientos de campesinos, hombres y mujeres, que en las
regiones preferentemente de la sierra sur fueron abusados, torturados,
aniquilados por agentes del Ejército o de la Policía.
Lima, 21 de
septiembre de 2024.
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