sábado, 26 de octubre de 2024

Muerte de un dictador

 

La muerte del dictador Alberto Fujimori, cuyo gobierno autoritario aún es materia de acalorados debates, coincide en términos simbólicos con el de otro personaje siniestro de nuestra historia reciente: Abimael Guzmán. Ambos mueren en la misma fecha y a la misma edad. Extraña coincidencia que el azar ha querido entregarnos como una especie de mueca irónica.

Su legado no puede ser más nefasto: una caterva innoble de individuos de dudosa calaña, agrupados o apelotonados más bien, en lo que ellos creen que es un partido político, cuando la verdad es que no pasa de ser una pandilla de facinerosos, una facción turbia de arribistas y sobones de mala entraña. Empezando por la hija, una mujer fría y calculadora, de nulas credenciales democráticas, que no es capaz de reconocer siquiera una derrota electoral y cada que vez que esto sucede se empeña en petardear y boicotear hasta donde puede al contendor que la venció en limpia lid.

La “guardia de honor” del gobierno del deshonor que tenemos, rinde “honores de Estado” a los restos de un personaje que careció precisamente de ese valor esencial en todo hombre de bien. No llama la atención, por cierto, viniendo de un régimen que carga en su haber con la vida de 49 peruanos inocentes. Los parecidos son cada vez más evidentes entre la señora que ocupa palacio de gobierno y la otra señora que funge de cabecilla de la pandilla mafiosa.

Los adulones dicen que eso es “odio”, nada más falso. Es memoria y dignidad. Y así fuera odio, creo que es legítimo odiar toda conducta humana que daña y va en contra de un pueblo, de ciudadanos que ven arrasados sus derechos humanos. Es perfectamente sano odiar el crimen, la corrupción, el despotismo brutal y asesino de un gobernante que, con el pretexto de acabar con el terrorismo, secuestra, desaparece y mata a gente sin comprobar ningún delito, pues en tal caso está la justicia, están los tribunales para que puedan juzgarlos.

Dice otro expresidente que valora la “visión de país” que tuvo el dictador. Un presidente que arremete contra las instituciones, que hace tabla rasa de la separación de poderes, que destruye los más elementales mecanismos de una democracia, no puede decirse que tenga una visión de estadista, sino la de un autócrata, de un sátrapa que aspira a concentrar todo el poder en sus manos. Su herencia son cuarenta pillos y bribones que siguen destruyendo los pocos avances logrados en los últimos años en materia de derechos sociales.

La clásica pregunta de Zavalita, el personaje de Conversación en la Catedral, ya tiene respuesta: el Perú se jodió cuando el fujimorismo irrumpió en nuestra vida política, pues envileció la vida pública hasta niveles nunca vistos, enmugró la convivencia democrática a través de una red mafiosa de prebendas, sobornos y corruptela generalizada.

Entiendo a mucha gente que ha salido a manifestar su dolor ante la pérdida de su líder, pero el sentir individual de algunos o muchos no puede ser el juicio para evaluar la conducta de una autoridad que ha ocupado el cargo político más alto de la República. Que a ti te hayan regalado un saco de papas o un quintal de arroz, que te hayan beneficiado con algún cargo público o algún favor personal, no puede jamás servir de rasero para juzgar a un régimen que conculcó las libertades públicas, que destruyó la ciudadanía, que implementó un terrorismo de Estado para combatir el terrorismo sanguinario de Sendero Luminoso.

El balance es pues negativo, porque ni haber logrado la estabilidad económica -dicen que Pinochet también lo hizo en Chile-, ni haber exterminado los focos álgidos del terrorismo senderista, pueden justificar el asesinato de nueve estudiantes y un profesor en La Cantuta, de un niño de ocho años en Barrios Altos y de cientos de campesinos, hombres y mujeres, que en las regiones preferentemente de la sierra sur fueron abusados, torturados, aniquilados por agentes del Ejército o de la Policía.



Lima, 21 de septiembre de 2024.

No hay comentarios:

Publicar un comentario