Es
difícil hallar, en el panorama de la cultura contemporánea, una figura similar,
o parecida siquiera, a la de Octavio Paz, cuyo centenario de su nacimiento
recordamos este 31 de marzo. Tal vez el único parangón que podría establecerse
con el escritor mexicano, sea el del filósofo y escritor francés Jean Paul
Sartre, verdadero mandarín literario de mediados del siglo XX.
Octavio Paz despliega sus saberes en un
abanico amplio de disciplinas que se conjugan armónicamente: la literatura, la
historia, la antropología, la filosofía, el arte; meros pretextos gnoseológicos
e instrumentos de una reflexión crítica que abarca extensos espectros de la
realidad, presentados con una prosa exquisita, elegante, insólita, inaudita,
poseedora de una inigualable belleza.
Sus brillantes ensayos seducen por el
manejo equilibrado del pensamiento y la palabra bien dicha, y su poesía
sencillamente desborda y conmueve, maravilla y encanta, sacude y sorprende. La
obra de Octavio Paz es la pera increíble de este olmo inverosímil que es el
hombre. El arco tensado de su decir poético, los dardos afilados de su
pensamiento, entran en perfecta comunión con la lira maestra, cáustica y
delirante de su poesía, alimentada por los riquísimos afluentes de una vasta
cultura y una prodigiosa sensibilidad.
Utilizando la metáfora más recurrente de
su obra: el árbol, según lo ha demostrado Elena Poniatowska, podríamos decir
que Octavio es un frondoso ejemplar cargado de magníficos frutos, que se nos ha
ofrecido a lo largo de una vida signada por la más insaciable curiosidad, que
se ha prodigado en títulos imprescindibles para el devenir de la cultura de
nuestros tiempos, y que ha dejado una impronta indeleble en el ejercicio y la
práctica de las siguientes generaciones.
Hace como treinta años que el nombre de
Octavio Paz resuena en el repertorio favorito de mis autores predilectos,
cuando tuve la suerte de toparme con uno de sus libros más emblemáticos: El laberinto de la soledad, luminoso
texto que sondea los estratos más profundos del ser mexicano y latinoamericano,
parábola filosófica que explora nuestros tejidos más íntimos como sociedad y como
hombres pertenecientes a una civilización trastocada por los vaivenes
incesantes de una historia singular.
Ese
primer contacto me abriría el abanico riquísimo de su producción ensayística,
género en que el Nobel nacido en Mixcoac es un auténtico e insuperable maestro.
Octavio ha llevado el formato inventado por Montaigne hasta límites increíbles,
dotándolo de una versatilidad y plasticidad donde la palabra destella no solo
por su sonoridad poética, sino también por la riqueza de sus ideas y la altura
de su pensamiento. En esa estela, seguirían títulos como El arco y la lira, Las peras
del olmo, Los hijos del limo, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de
la fe, La llama doble, Vislumbres de la India y tantísimos más.
Cada uno de ellos los leí con la pasión y
el deleite que solo la obra de Octavio exige y prodiga a sus rendidos lectores.
Los misterios de la creación poética son abordados con profundidad e ingenio en
El arco y la lira, un prolijo estudio
sobre el poema, la revelación poética, la poesía y la historia, lectura que me
dejó la más bella definición que jamás he encontrado sobre el poema, cuando el
poeta dice que el poema es el encuentro entre el hombre y la poesía.
Los textos reunidos en Las peras del olmo y en Los hijos del limo, abordan temas
permanentes en la preocupación intelectual de Octavio Paz: la poesía y los
poetas, el arte y la revelación, las culturas de oriente y occidente, las
vanguardias y su huella alucinada en la poesía del siglo XX. El haiku dentro de
la tradición de la poesía japonesa es otro de los aportes que habría que
destacar entre los asuntos tratados por nuestro autor, quien sería el que mejor
aclimatara ese pequeño artefacto literario en occidente. Sin olvidar los
aportes de Juan José Tablada, que fue el primero en difundirlos en
Latinoamérica, o los perpetrados por Jorge Luis Borges, son sin embargo los
creados por Octavio los que conservan ese sabor y ese relente que le da el
haberse zambullido en el conocimiento de la literatura japonesa.
Pero fue la lectura de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de
la fe la que terminó por confirmar, a pesar de que nunca tuve duda de que
estaba frente a un grande, el inmenso talento del ensayista, capaz de
internarse en los vericuetos del pasado para rastrear la vida y la obra, y la
sociedad que fue su contexto, de la monja mexicana que es la poeta más
representativa del siglo XVII novohispano y sin duda una de las más significativas
de la lengua española. Monumental ensayo que se yergue en el más completo, y el
mejor escrito, que se haya publicado sobre la autora del Divino Narciso, demostración a la vez de las extraordinarias dotes
que como ensayista han hecho de Octavio una figura capital en la historia de la
literatura universal y en el paisaje de la cultura del siglo XX.
Otro ensayo del cual guardo especial
recuerdo es La llama doble,
formidable abordaje de los apasionantes temas referidos al amor y al erotismo,
desde una perspectiva histórica, antropológica, estética y poética. Un libro
memorable, que quedará en el corazón de la memoria del lector, grabado con ese
fuego repetido que el tema le imprime. El mismo sentimiento concita, aunque por
otros motivos, Vislumbres de la India,
maravillosa aproximación, internamiento y experiencia íntima de una de las
culturas milenarias de la humanidad, que Octavio conoció de primera mano desde
su cargo de embajador en ese país por ocho años.
Qué decir de su poesía, fantástico surtidor
de imaginación, experimentación verbal, impacto visual y una fina sensibilidad
para capturar los instantes poéticos con las precisas palabras en el poema,
descollando ese portento de belleza que es Piedra
de sol, probablemente el más grande poema de amor escrito en el idioma,
según el parecer de Julio Cortázar, que yo comparto plenamente.
La vigencia de este gigante de la cultura
en el continente está asegurada para los siglos venideros, pues una obra labrada
con el genio y la lucidez que caracterizan a Octavio Paz tiene garantizada la
inmortalidad.
Lima, 31 de
marzo de 2014.
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