viernes, 14 de agosto de 2015

La corrupción: un mal endémico


     El libro Historia de la corrupción en el Perú (IEP. Lima, 2013), del historiador Alfonso W. Quiroz, constituye uno de esos casos de publicaciones ante las que no cabe aplicar otro término que el de indispensables, tanto para el conocimiento como para la concientización sobre uno de los problemas más agudos que enfrentan las sociedades contemporáneas. Indudablemente que el problema no es nuevo, pues, como lo señala el autor, su existencia se remonta a los mismos orígenes de la construcción de los sistemas políticos de nuestra era, que ha acompañado, como una presencia nefasta y sombría, el derrotero vital de las colectividades que, como el Perú, apenas promedian dos siglos como repúblicas.

     El estudio comprende desde los primeros indicios de corrupción en la administración colonial, hasta la caída del último régimen del siglo XX, enlodado en la viscosa sustancia de su descomposición moral y política. Recorre más de doscientos años rastreando minuciosamente los casos más notables de manejos turbios del poder, describiendo la maquinaria viciosa que hizo posible que virreyes y presidentes, así como autoridades ligadas directamente al gobierno de turno, se enriquecieran a costa de los bienes de la nación que deberían haber beneficiado a la población entera.

     Señala ciclos de corrupción a lo largo del periodo estudiado, cuyas consecuencias negativas frustraron el desarrollo económico, la democracia y la sociedad civil. A instancias de la corruptela o abuso ilegal, del cohecho o soborno y del prevaricato o perversión de la justicia, se edificó en el Perú una estructura cuyas fuentes o modos se pueden sintetizar en: i) las ganancias y el botín ilegales del patronazgo realizado por virreyes, caudillos, presidentes y dictadores; ii) las corruptelas de los militares ligadas a los contratos de adquisición de armas y equipos; y iii) el manejo irregular de la deuda pública externa e interna en beneficio de unos cuantos.

     Abona sus asertos con numerosos ejemplos extraídos de la historia del país, documentados con fuentes fidedignas y presentando casos concretos de ese accionar bastardo que desfigura al poder político, envilece al hombre y deshonra el alma de una nación. Allí está, verbi gratia, el asunto de Meiggs y los ferrocarriles en el siglo XIX, que logró adjudicarse las obras de construcción gracias a los sobornos y prebendas que entregaba al poder. La conclusión del autor es por demás incontestable: “Este patrón de emplear medios corruptos para conseguir poder político a cualquier costo, incluyendo los subsidios de parte de intereses extranjeros, se convirtió en una larga tradición en la política peruana”.

     Tradición en la que, al parecer, seguimos atrapados como el león de la fábula, pues a cada esfuerzo que hacemos para zafarnos, nos enredamos más en la trampa. El libro es, por ello, como la radiografía moral de este país que hemos convenido en llamar República del Perú desde que un puñado de criollos latinoamericanos, investidos con el glorioso título de patriotas, arrancara estas comarcas del dominio colonial español. Un dominio que simplemente cambió de manos, pero que siguió ejerciéndose de modo despótico y excluyente sobre la inmensa masa de los desposeídos y marginados de siempre.

     Sean los problemas derivados de los papeles de la deuda, durante los años inmediatamente posteriores a la independencia; sean los asuntos que conciernen al caso de las consignaciones, en momentos previos a la guerra con Chile; o sean situaciones relacionadas con el ejercicio del poder estando en vigencia algún conflicto de orden político, económico o bélico; en todos ellos la sombra siniestra de la corrupción ha permeado los tejidos más íntimos del accionar público y privado de los personajes comprometidos con el manejo de la cosa pública.

     Para muestra, un botón: el nexo del Apra con el narcotráfico parece ser de larga data, desde el caso de Eduardo Balarezo, un traficante de narcóticos que suministró armas, municiones y fondos al partido en los años 30 del siglo pasado, cuando el levantamiento de Trujillo y el de los marineros del Callao, hasta Carlos Langberg, conocido traficante en los 80 que estuvo relacionado con la cúpula partidista de Alfonso Ugarte a través del financiamiento de la campaña presidencial de ese año.

     La lectura del libro es una experiencia desoladora en términos morales, al comprobar que la corrupción está enquistada en el ADN de nuestra actividad política. Los sobornos y los tráficos de influencias han sido una constante de nuestra historia. Una historia que está contada como si fuera un relato que oscilara entre la novela negra y el género denominado del realismo sucio.

     Una comprobación inquietante: el golpe del 68 sirvió también, entre otras cosas, para encubrir la investigación sobre el contrabando que realizaba el parlamento bajo la batuta del diputado aprista Héctor Vargas Haya, quien luego de una larga militancia fiel y leal a los postulados primigenios de su partido, renunció en medio de los escándalos y turbideces que rodearon tanto al primero como al segundo gobierno de García.

     La obra es, pues, un rigurosísimo trabajo de años de investigación, de paciente labor de cotejo de fuentes y de escudriñar los entresijos de la evolución política en más de doscientos años de vida como sociedad. El autor ha recogido evidencias fundadas de lo que ha sido –y sigue siendo– un mal endémico del Perú a lo largo de toda su historia. Aunque esto también podría suscribirlo cualquier ciudadano de otro país que se animara a echar un vistazo a lo acontecido en su propio territorio en los años que lleva de existencia.

 
Lima, 31 de julio de 2015.      

La mala broma del destino perdido


     La magia de Kundera permite que uno se sienta capturado desde la primera línea de sus novelas. Es lo que me sucedió años ha con La insoportable levedad del ser y La inmortalidad, y que ahora revive con La broma, una obra de 1965 que he leído con vivo interés y expectante curiosidad. Narrada desde distintos puntos de vista, la historia de Ludvik, un estudiante moravo, se inicia cuando regresa a su tierra natal con un objetivo preciso en mente, encontrándola muy diferente a como la dejó hace varios años. Cree reconocer a la peluquera que lo atiende por recomendación de Kostka, un viejo amigo. Éste había sido objeto de un favor especial que en el pasado le había brindado Ludvik, por lo que decide apelar a su ayuda para alojarse en la ciudad.

     En la segunda parte, narrada por Helena, esta recuerda sus vaivenes sentimentales cuando conoce a Ludvik, estando casada con Pavel Zemanek. Es una relación tortuosa que Ludvik da por terminada de un momento a otro, cuando es consciente de que empieza a precipitarse por una pendiente sin retorno. Entretanto, el protagonista recuerda, al pie del Morava, el momento que empezó su perdición, todo por culpa de una estúpida broma en medio de una sociedad escabrosamente solemne y burocráticamente seria. La destinataria es Marketa, una compañera de la universidad, absolutamente carente de sentido del humor. En la postal que le envía cuando ella va a un cursillo de verano, escribe: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotski! Ludvik”. Enseguida Marketa desaparece y Ludvik queda sumido en un atroz desamparo.

     Al regresar a la universidad luego de las vacaciones, es sometido a un inquisitivo interrogatorio por tres camaradas del partido a causa de su postal. Finalmente, después de una larga y tediosa discusión bizantina, es expulsado sin más, decisión decretada por Zemanek, camarada del que al principio esperaba obtener ayuda y perdón. Luego de unos trabajos eventuales en la marginalidad, Ludvik termina en las minas con la escoria de la sociedad. Sometido a una rutina atosigante en una labor al que había sido condenado por el régimen, experimenta la desoladora sensación del tiempo desnudo, una actividad sin sentido que lo sume en la depresión y la ruina moral.

     Saliendo del patio interior de un cine en Ostrava, vio a Lucie por primera vez. Decide seguirla una característica en ella que sería cara al autor: la lentitud, que es otra de las formas de la levedad. Se consolaba de su tristeza leyendo los poemas de Frantisek Halas, un poeta también excomulgado como él por el aparato oficial del partido. Vive una relación casta con Lucie, no por él claro está, hasta producirse el descubrimiento de su cuerpo a raíz del asunto de los vestidos que Ludvik decide comprarle un día. Lucie despierta en él toda esa volcánica sensualidad de la que es capaz un joven. Sus visitas a la cerca del cuartel donde vive confinado, no hacen sino acrecentar esa pasión erótica. Azuzado por el deseo, arriesga su situación poniendo en práctica el plan de fuga de uno de sus compañeros de reclusión para poder encontrarse con ella. Pero es inútil, Lucie se mantiene en sus trece en cuanto a seguirse negando su entrega a Ludvik. Sería su último encuentro, frustrante y decepcionante para éste.

     La cuarta parte adopta el punto de vista de Jaroslav, el músico amigo de Ludvik que denosta de las “cancioncillas de moda” y de las “cursiladas sin contenido” que imperan en la música de su tiempo, aunque no sea privativo de ella. Traza un paralelo entre el jazz y el folklore de la Europa oriental como configuradores de la música del siglo XX en el Viejo Continente. Sus reflexiones sobre la sociedad claustrofóbica que los alberga corren paralelas a sus comentarios estéticos. La vigilancia permanente a que se ven sometidos quienes caen en desgracia en una sociedad cerrada –para emplear categorías popperianas–, es lo que determina el recelo de Ludvik frente a Jaroslav.

     En la quinta parte retoma el relato Ludvik para contarnos su encuentro con Helena, la mujer de Zemanek. En la posesión de aquella se consuma simbólicamente la venganza de Ludvik contra quien sentenciara su suerte en el pasado. No acepta reconciliarse con quien fuera su verdugo en la etapa universitaria, a pesar del cambio de opinión que éste había experimentado, discusión que se manifiesta en la última parte de la novela cuando discurren sobre las diferencias generacionales.

     Ludvik había concertado una cita en su ciudad para vengarse de su pasado, y éste había pasado indiferente. La vida le jugaba una broma cruel y despiadada, producto del azar, de dios, del destino o de quien sea. La historia de Ludvik es la de un hombre que vive atrapado por su pasado, el que quisiera abolir para sentirse libre. Es entonces cuando Helena le envía una nota de despedida con Jindra, el técnico de sonido que anda enamorado de ella. Ambos temen que sea el anuncio de su suicidio, por lo que salen prestos en su busca para evitarlo.

     Una cita memorable en el desenlace de la historia: “La tierra en la que vivimos es un territorio fronterizo entre el cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí mismo bueno o malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o lo hace malo”. Una magnífica descripción del relativismo de las cosas, sobre todo en el terreno de la ética.

     “El destino con frecuencia termina antes de la muerte”, reflexiona Ludvik en la última escena de la novela, cuando Jaroslav sufre un infarto y se lo lleva la ambulancia, dejándonos entrever un final imprevisto como el que nos tiene deparada la vida misma.

 

Lima, 16 de julio de 2015.

Pataleta presidencial


Aunque la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) haya decidido finalmente no imponer ninguna sanción pecuniaria al Estado peruano por el denominado caso Chavín de Huántar, las declaraciones previas del presidente de la República, negándose a cumplir de antemano algunos previsibles considerandos de aquella, han sonado abiertamente destempladas e insolentes, por decir lo menos.

     Que la caterva fujimorista se haya lanzado, desaforada, contra esa posibilidad, es comprensible, al fin de cuentas ellos son precisamente los cómplices de un régimen cuestionado hasta la saciedad en materia de derechos humanos; pero que el jefe de Estado, quien se supone debe encarnar la cordura y la ponderación, haya proferido tamaño despropósito –“No le daremos ni un sol a los terrucos, así lo diga la CIDH”–, es francamente lamentable, puesto en plan de niño berrinchudo y engreído.

     Ante la inminencia de un fallo adverso, por culpa de los desacertados pasos de un Poder Judicial que no da punta con hilo, no pudo reaccionar pues de esa manera, dejando traslucir su alicaída performance presidencial y desnudando las bastedades y rudimentos de una figura que a estas alturas de su mandato se ha pintado de cuerpo entero. Ahora podemos entender un poco más el epíteto que le endilgara la lingüista Martha Hildebrandt nada más asumir el poder.

     La prensa adicta a las medias verdades y a desacreditar a los organismos e instituciones internacionales que velan por el respeto de los derechos humanos en el hemisferio, han presentado el caso como que se estuviera cuestionando el accionar de los comandos que participaron en el exitoso rescate de los rehenes de la residencia de la embajada japonesa en abril de 1997. Nada más falso. El tribunal reconoce la legitimidad de la intervención armada, destacando su singularidad en vista de las azarosas circunstancias que rodearon los hechos. La única excepción que presenta es con respecto a lo ocurrido con el emerretista Eduardo Cruz Sánchez, más conocido como Tito, quien habría sido víctima de lo que en términos jurídicos se llama una ejecución extrajudicial.

     Pretendiendo camuflarse entre los rehenes que eran liberados, fue reconocido por uno de ellos y denunciado ante el oficial encargado de la operación, quien habría ordenado su reingreso al local, donde posteriormente fue encontrado muerto con un balazo en la nuca. Es testigo de esto el señor Ogura, a quien la vocera más afiebrada del fujimorismo ha pretendido enlodar insinuando su complicidad con los rebeldes. Al parecer, según lo dicho por el rehén, Tito se habría rendido, pero el oficial, obedeciendo órdenes del SIN y su mandamás de turno, decretó su ejecución en el escenario de los acontecimientos, para hacer ver que había caído víctima de la refriega producida.

     Sin embargo, las pruebas forenses han demostrado fehacientemente que con el emerretista Tito se cometió, lisa y llanamente, un asesinato, según las cláusulas internacionales de las leyes de guerra, corroborado además por dos sentencias emitidas por tribunales peruanos. Pero esto se realizó al margen de la operación, que fue impecable, por un grupo paramilitar que ha sido bautizado como los gallinazos, actuando según los dictados de una superioridad interesada en desaparecer todo indicio de cuestionamiento a su apócrifa intervención.

     A pesar de ello, no debe enturbiar el exitoso rescate la actitud criminal de ciertos elementos que hoy están en investigación, según la recomendación de la CIDH. Es por eso que no se deben confundir las cosas, ni menos mostrar actitudes infantiles cuando algo no sale de acuerdo a nuestros deseos o, según la coyuntura, a veleidosos propósitos palaciegos.

 

Lima, 11 de julio de 2015.

Macbeth o la obsesión por el poder


Entre los dramas de Shakespeare, quien ha sondeado casi todas las profundidades del alma humana, es Macbeth aquel que mejor describe y retrata, en su más cruda naturaleza, esa propensión del ser humano para hacerse con la capacidad de disponer de un modo omnímodo con los destinos y las vidas de todos a quienes considera que están por debajo de su pretendido derecho a ejercer ese ansiado poder.

     Ambientado en el reino de Escocia, nos va presentando el proceso de gradual demencia que acarrea el apetito desmesurado por poseer los hilos de la vida y de la muerte, que padece un general del rey Duncan, desencadenando una serie de crímenes al más alto nivel. En las primeras escenas las brujas convocan a Macbeth y Banquo para anunciarles sus profecías. Le anuncian al primero que será señor de Cawdor, mientras que dos nobles escoceses, Roos y Angus, llegan para confirmarles el vaticinio.

     Macbeth precipita los acontecimientos cuando en el segundo acto ordena el asesinato de Duncan. Aún con las manos manchadas de sangre, trata de ser consolado por Lady Macbeth, pero Macduff ya ha descubierto el crimen. Los hijos del rey, Malcolm y Donalbain, deciden partir, uno para Inglaterra y el otro para Irlanda. Entretanto, al mejor estilo de los homicidios en serie, se produce la muerte de Banquo, logrando salvarse su hijo Fleance, quien huye.

     Durante el banquete que celebra Macbeth con sus invitados, el espectro de Banquo aparece para interpelarlo desde el otro mundo. Macbeth delira. Lady Macbeth explica a los presentes el mal que padece su marido. Pero más que un problema de orden psiquiátrico, lo que perturba la conciencia del criminal es la culpa que sobrelleva como un fardo pesado, a la manera que siglos después llevaría otro personaje de la literatura, brotado de la imaginación de un torturado creador como Dostoievski.

     Lady Macduff dice: “Pero ahora recuerdo que estoy en este mundo terreno donde hacer el mal es loable a menudo, y hacer el bien quizá se considera como locura peligrosa”. Curiosa declaración sobre cómo se trastocan todos los valores en medio de la vorágine de la consecución del poder, y tenebrosa constatación de un lado siniestro de la condición humana. Será el prolegómeno de su propia muerte, así como la de su hijo, a manos de los esbirros enviados por Macbeth.

     Desde el exilio, Malcolm y Macduff preparan la venganza, que llegará como un vendaval para arrasar con una situación inicua que ansiaba perpetuar el rey usurpador. Con la ayuda del conde Seyward y las fuerzas a su mando, consiguen derrotar las ambiciones de la tiranía. Es en estas circunstancias que encuentra la muerte Lady Macbeth, hecho que motiva la reflexión más citada de la obra: “La vida es una sombra tan solo, que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa”. En otras versiones, traducen como que la vida es una historia contada por un idiota, con mucho ruido y furia, y que no tiene sentido. Es la famosa frase que serviría para que el gran escritor estadounidense William Faulkner titule una de sus más renombradas novelas.

     Cuando en la última escena del acto final entra Macduff con la cabeza de Macbeth, respiramos tranquilos al saber que todo ha terminado, se ha restablecido en el trono a Malcolm y las cosas vuelven a la normalidad. Es el punto final de un drama que nos conmueve por la fuerza de los hechos, que nos interroga sobre los límites de la ambición humana, y que también nos reconforta porque sabemos que después de todo, la justicia se impone por sobre la barbarie humana, aunque para ello hayamos tenido que pasar por el sacrificio de vidas inocentes.

 

Lima, 27 de junio de 2015.     

Un corazón en cuarentena


Un chequeo médico me llevó nuevamente a la cola de espera de una clínica local. Una cita largamente esperada para conocer la opinión del cardiólogo sobre la marcha de este corazón asendereado, me acercó a una realidad que los mortales comunes y silvestres pasan de soslayo en sus vertiginosas existencias. Llegué minutos antes de lo que señalaba la probable hora de atención, y una nutrida concurrencia aguardaba su turno en las sillas acondicionadas en el pequeño espacio de la sala de espera.

     Lo primero que me sorprendió, aunque pensándolo bien no tenía por qué sorprenderme especialmente, fue la edad de todos los pacientes: señores y señoras que pasaban largamente los sesenta o setenta años. Yo, con mi medio siglo aún a cuestas, me sentí casi un intruso en ese selecto grupo de veteranos que acudían a preservar sus ya cansados corazones. Reculé hacia la puerta cuando comprobé que todas las butacas estaban ocupadas, quedándome de pie en el rellano dispuesto a hacer lo mismo que todos mis nuevos vecinos: esperar.

     Mas he aquí que una nueva sorpresa, más grata quizás que la anterior, despertó mi aletargado optimismo sobre la condición humana: casi todos tenían en la mano una revista o un periódico que leían con avidez, paisaje que me hizo sentir en familia, pues yo también me disponía a dedicarle los minutos o las horas que fueran a la lectura de mi semanario favorito. Pero como no todo podía ser idílico y perfecto en esta vida, una jovencita se acercó a la sala y se dispuso a quedarse, extrayendo inmediatamente de su cartera ese invariable compañero de todo joven de nuestros tiempos: su teléfono celular. Se enfrascó en su pequeña pantalla, devolviéndome al pesimismo crónico que me hace considerar esos artilugios meros apéndices banales de la vida moderna.

     Se me acerca la enfermera para preguntarme la razón por la que estoy en la lista de espera. Al decirle que he sido derivado por el médico principal que me trata, como parte de un análisis completo que ha decidido practicarme, me alcanza un papel con una orden para el departamento respectivo con el fin de que puedan sacarme un electrocardiograma. Me dirijo al consultorio señalado, toco la puerta y nadie responde. Creo que estoy en vano esperando ante una sala vacía, entonces pregunto a la mujer de la limpieza que acierta a pasar por allí si están atendiendo. Me dice que sí y vuelvo a la carga. Al rato se asoma una joven enfermera por la puerta contigua y me interpela con su mirada. Le digo a lo que voy y me dice que espere. Después de atender a una señora que iba por un inyectable, me hace pasar a su oficina y me dice que me saque el saco y la camisa. Le pregunto si me tengo que sacar también la prenda interior y me dice que no es necesario; me ordena que me eche en la camilla.

     Mientras habla por su teléfono móvil con algún familiar, a quien le pregunta si ya le han dado de desayunar a su hijo, va alistando el material pertinente para la toma requerida. Ordena que me levante el bividí para la prueba, mientras unta mi pecho, mis muñecas y tobillos con un gel verde esmeralda. Al hacerlo comenta maravillada sobre la profusión de vellos que alfombran mis esmirriados pectorales, recomendándome que para la próxima vez los afeite, pues, me explica, a veces dificultan la labor de colocar los chupones en la zona referida. Pienso para mis adentros que eso no sucederá nunca, pues espero no tener que regresar otra vez para esta prueba, o por lo menos no tan pronto. En cuestión de segundos, procede a retirarme los chupones del pecho, de las muñecas y de los tobillos, indicándome que ha terminado. Me sorprende la rapidez de la operación, me pongo en pie y me visto. Al momento de salir, me entrega el resultado en un papel atravesado por líneas paralelas que marcan el zigzagueo regular de este músculo que es un tambor, un péndulo, una campana y un reloj despertador a la vez.

 

Lima, 30 de mayo de 2015.

Enigma en los Alpes


Ha conmocionado al mundo entero la horrorosa tragedia del avión alemán de Germanwings, estrellado contra las montañas rocosas de los Alpes franceses el pasado 24 de marzo, con el saldo desolador de 150 muertos. No se trata de un accidente de aviación, como se podría suponer en estos casos, sino de un acto deliberado de buscar la muerte, perpetrado por nada menos que el copiloto de la nave, un joven de 27 años con serios problemas psicológicos y recurrentes ataques de depresión.

     El vuelo de Barcelona a Düsseldorf se realizaba aparentemente con toda normalidad, cuando el piloto decidió ir al baño, dejando el mando a cargo de Andreas Lubitz, quien en esos cruciales instantes habría decidido precipitar a la aeronave contra los macizos alpinos que tenía a la vista. Fue cuestión de minutos. Cuando el avión empezó a perder altura, producto de la decisión voluntaria de Lubitz, el piloto regresó de inmediato para retomar el mando, pero le fue imposible ingresar a la cabina. Los fuertes golpes en la puerta y los intentos de forzarla con una herramienta metálica, no inmutaron al suicida en su viaje inexorable.

     Terminar despedazado, producto de una colisión a la velocidad de crucero de un viaje en avión, debe ser sin duda una de las muertes más atroces. En los dramáticos segundos que preceden al choque, la desesperación debe cundir a niveles inauditos, como lo revelan todas las cajas negras que se han analizado de aviones siniestrados. Enseguida es el silencio, la macabra escena de los cuerpos –o lo que queda de ellos– regados en medio de los restos de la máquina.

     Pero el enigma mayor en este caso será la mente de Andreas Lubitz, pues aunque nos perdamos en las más desaforadas especulaciones sobre los motivos de su acto, nunca podremos penetrar los sinuosos laberintos de una decisión que seguirá interrogándonos hasta los límites de la perplejidad. Dicen que era un chico normal, sus familiares y sus vecinos lo describen como una persona común y silvestre, dominado por la pasión de volar. Su carrera ascendente peligraba por la enfermedad que amenazaba con inhabilitarlo para cumplir sus ansiados sueños. Tal vez en este nicho su puede escarbar un poco más para hallar las razones profundas de su determinación.

     Los 16 estudiantes -14 chicas y 2 muchachos de entre 14 y 16 años- de un instituto alemán, que regresaban de Barcelona luego de pasar una semana en un viaje de intercambio, y las dos profesoras que los acompañaban, desaparecidos ese luctuoso martes, constituyen solo alguno de los casos que le ponen rostros concretos a la tragedia. Conmueve la suerte que corrieron después de enterarnos de los pormenores de su partida del aeropuerto El Prat de la capital catalana. Dos de sus compañeros decidieron quedarse hasta la noche para conocer ese día el Camp Nou, el moderno estadio del club más famoso de la ciudad y uno de los mayores del mundo. Curiosamente, ese simple y pequeño capricho los salvó.

     Las decenas de vidas segadas abruptamente, las familias devastadas por el dolor, las investigaciones que establecerán las reales causales del hecho, serán parte de un proceso irreversible en la marcha natural de las cosas. Todos los controles y las precauciones que pongamos para anteponernos a lo imprevisible, se estrellarán también contra las duras rocas del misterio inabarcable que es el hombre, este ser insondable que siempre nos sorprenderá y dejará estupefactos.

 

Lima, 6 de abril de 2015.           

Uchuraccay: Yuyanapaq


     Frisaba yo los dieciocho años de edad –flamante estudiante de Derecho de la UNMSM– cuando ocurrieron los aciagos acontecimientos que acabaron con la vida de ocho periodistas y un guía, asesinados cruelmente, en controvertidas circunstancias, por los comuneros iquichanos de Uchuraccay, el 26 de enero de 1983. Disfrutaba mis vacaciones de fin de semestre, en la cálida compañía de mi familia en mi ciudad natal, cuando la noticia conmocionó a la opinión pública nacional y mundial; los medios de comunicación desplegaron sus páginas principales para dar a conocer los hechos, y el gobierno se vio abruptamente interpelado por una realidad que de pronto le saltaba a la cara.

     ¡Increíble! Después de 32 años de transcurridos los acontecimientos, recién puedo leer completo el informe de la Comisión Investigadora que el gobierno del presidente Belaunde nombró para la ocasión, integrada por el novelista Mario Vargas Llosa, el jurista Abraham Guzmán Figueroa y el periodista Mario Castro Arenas. La creación de este grupo de trabajo se debió al pedido del parlamentario aprista Luis Alberto Sánchez, quien propuso su conformación para esclarecer los luctuosos sucesos que enlutaron a la familia periodística, especialmente, y al Perú entero.

     Esa terrible tragedia desnudó, más que cualquier otro hecho contemporáneo, la realidad dual de nuestro país, la coexistencia en un mismo territorio, separados apenas por algunos cientos de kilómetros, de un Perú oficial, representado por las autoridades políticas, una población más o menos informada de los sectores urbanos, y un Perú real, profundo según la denominación de Basadre, anquilosado en el tiempo y viviendo generalmente de espaldas a esta realidad costeña y occidental que muchos siguen creyendo que es el único Perú.

     La tesis central que se desprende del informe es que los periodistas fueron ultimados –con palos, hondas y machetes–, por una turba enfurecida de campesinos, confundidos en medio del fragor de la vorágine demencial de una guerra que asoló al Perú en las últimas dos décadas del siglo XX. La Comisión sostiene que los comuneros confundieron a los periodistas con terroristas, a quienes esperaban de un momento a otro, pues creían que irían a tomar venganza por los ajusticiamientos que el pueblo había perpetrado con siete de ellos en días pasados. Por ello, en cuanto divisaron a los forasteros hacer su aparición por las heladas alturas de la provincia de Huanta, al instante intuyeron que eran miembros de la guerrilla de Sendero Luminoso, quienes venían a escarmentarlos por dichas muertes.

     Los treinta días que pasaron los miembros de la Comisión investigando en el lugar de los hechos, con el asesoramiento de un elenco de expertos, entre los que se contaban antropólogos, juristas, lingüistas y psicoanalistas, fueron de los más intensos y angustiosos de sus vidas, pues eran conscientes que cargaban sobre sus hombros una enorme responsabilidad, observados con expectación y detenimiento por millones de peruanos que ansiaban saber por fin qué había pasado aquel funesto día en que este puñado de hombres de prensa fueron martirizados en una confusa emboscada en el corazón mismo de los Andes centrales, cuna de la insurgencia senderista.

     El informe fue materia de una intensa controversia que fue ventilada en los principales órganos de prensa del país y del extranjero, suscitando un enconado enfrentamiento entre el escritor Vargas Llosa, principal figura y redactor del texto, y un abigarrado grupo de críticos, situados en las más diversas trincheras ideológicas, quienes dejaron correr la especie de que aquél se había mostrado muy condescendiente con el poder al haberlo eximido de culpa en la violenta muerte de los ocho periodistas.

     Describe el documento los prolegómenos del hecho, las razones, las circunstancias  y las causas que precipitaron el atroz descuartizamiento de estos valerosos hombres que arriesgando sus vidas se aventuraron optimistas por conocer la verdad, sin imaginar que en apenas unos minutos serían ajusticiados cruelmente, siendo enterrados en un ritual mágico-religioso como si fueran “diablos”, según la creencia dominante en el mundo andino: en parejas y boca abajo, destruidos los ojos y la boca (para que no reconozcan a sus victimarios y no los delaten), y quebrados los tobillos (para que no regresen a vengarse de sus verdugos).

     La matanza de los ocho periodistas fue, sin duda, uno de los acontecimientos más nefastos de la era del terror que vivió nuestro país a partir del retorno de la democracia en 1980, constituyéndose en el símbolo de aquello que nunca más debe volver a suceder en nuestra historia, la tragedia para recordar lo que los peruanos jamás debemos permitir que regrese en este presente que lo construimos a duras penas, y menos en el futuro, que debería aguardar para todos, por lo menos, un resquicio de esperanza.

 

Lima, 22 de marzo de 2015.