miércoles, 24 de febrero de 2021

Urgencia de la ética

 

    A consecuencia de la crisis moral, suscitada por la escandalosa repartija de las vacunas entre los miembros del equipo de ensayo clínico de la Universidad Cayetano Heredia y sus contactos con entidades estatales como el Ministerio de Salud y la Cancillería, la reacción comprensible de la ciudadanía ha sido la indignación y la rabia, la perplejidad teñida de impotencia al ver que personas con posiciones de privilegio se daban el lujo de hacer uso de su poder para aprovecharse, en circunstancias dramáticas para la población, de un bien en desmedro precisamente de quienes se juegan la vida en la primera línea de defensa contra los embates de la pandemia.

    Como ya se ha señalado varias veces, si a la crisis sanitaria que vivimos le sumamos la económica, luego la política y la social, y encima esta crisis ética, la conclusión es que como sociedad realmente hemos tocado fondo, estamos como dije en un artículo anterior ya no al borde del abismo, sino precipitándonos a la sima del caos y la anarquía que son los signos peligrosos y terribles de un Estado fallido, de un país que después de doscientos años de haber proclamado su independencia, sigue atado y esclavizado a fuerzas siniestras y demoníacas que no le permiten ni siquiera dar los primeros pasos para construir un proyecto de vida en común, porque eso es justamente lo que significa una sociedad, un país.

    Es en esta realidad que surge mi primera alerta que es también preocupación, volver los ojos a aquello que abandonamos hace tiempo en la enseñanza en los colegios y las universidades, para no hablar ya de las familias y de la propia sociedad, donde inclusive los medios de comunicación deberían tener un rol protagónico. Me refiero a la ética, esa disciplina tan valiosa de la filosofía que busca guiarnos en este complejo camino de la vida, entendiendo qué es lo que nos conviene a los seres humanos para vivir en armonía, pues como dice el filósofo español Fernando Savater, «la ética no es más que el intento racional de averiguar cómo vivir mejor». Pues de eso se trata, una vida mejor, aunque cada persona tenga un punto de vista diferente sobre lo que ello quiere decir, sin perder de vista por supuesto que al ser el hombre un animal gregario, ese vivir mejor debe estar en relación siempre con el otro, con los demás, con el prójimo, con el próximo, con todos los hombres.

    Se piensa equivocadamente que la filosofía no sirve para nada, cuántos testimonios dan cuenta de ello en los diálogos familiares y también en las altas instancias gubernamentales, pues de otro modo no se explica cómo el curso o la asignatura correspondiente haya desaparecido gradualmente de los currículos escolares, arrinconada en una argamasa conceptual denominada área de persona, familia y relaciones humanas. El peso específico que tenía hace un tiempo la filosofía se ha desvanecido entre la nebulosa de una cantidad de contenidos que la han disuelto en referencias esporádicas y en menciones aisladas. Claro que el profesor puede darle el enfoque adecuado según el dominio que posea de la materia, pero las exigencias curriculares apuntan en verdad hacia otro lado, muy lejos de la enseñanza específica y puntual de una disciplina imprescindible para el ser humano, lo vemos ahora más que nunca.

    Se han escuchado justificaciones increíbles y alucinantes de boca de quienes están inmersos en este caso, frases que exactamente se sitúan en las antípodas de la ética, como aquella infeliz declaración de una exministra diciendo que «no podía darme el lujo de enfermarme», o del mismo jefe del equipo médico señalando que «así funcionan las cosas», o de otro funcionario aduciendo la protección de su entorno y de sí mismo porque «un viceministro ya no puede servir en la UCI», etcétera. Es decir, la racionalización del egoísmo más torpe, el encumbramiento de la mezquindad como patrón de conducta oficial. No hay palabras para describir actitudes como éstas, por más que cualquiera de nosotros, sin la ética que mencionaba líneas arriba, pudo haber sido protagonista –y de hecho lo es en otras situaciones– de comportamientos similares, como tantos comentaristas –entre periodistas, políticos y gente del común–, que ponen el grito en el cielo y se rasgan las vestiduras cual fariseos por todo lo que ven.

    Cuando saltó el escándalo, que la prensa ha bautizado con cierta huachafería como “Vacunagate”, inmediatamente pensé en el libro Ética para Amador de Fernando Savater, lo busqué en mi biblioteca y empecé a releer como si buscara un tesoro escondido. Es una plática espléndida que el filósofo simula dirigir a su hijo, al estilo del famoso texto de Aristóteles Ética a Nicómaco, otro portento de la historia de la filosofía. Hay una frase memorable en este último libro que me encanta recordar: «Es una cosa amable hacer el bien a uno solo; pero más bella y más divina es hacerlo al pueblo y las ciudades». Cómo no relacionar estas palabras con el comportamiento indiferente y nada empático de todos aquellos que están involucrados en el ominoso caso que comentamos. Entre los aforismos que también he recordado, hay uno que figura en la obra de Savater y que pertenece al gran pensador alemán Lichtenberg, donde con respecto a uno de los cuatro principios de la moral dice: «El político: hazlo porque lo requiere la prosperidad de la sociedad de la que formas parte, por amor a la sociedad y por consideración a ti».

    El filósofo español habla de tres fuerzas que nos impulsan a actuar: las órdenes, las costumbres y los caprichos. Es evidente que cada una de ellas determina el tipo de comportamiento de las personas, pues no es lo mismo obrar por obligación, porque la sociedad lo ha normalizado o porque nos da la gana. Sin embargo, en todas ellas hay un elemento que no podemos perder de vista y donde radica precisamente nuestra condición de personas: la libertad. El decidir libremente qué conducta asumir está definido a su vez por otra característica esencial en el ser humano: la conciencia. No es fácil dilucidar estos aspectos, pues nos movemos en el reino complejo e inextricable de la vida humana, una condición radicalmente distinta a cualquier otro tipo de vida. Es por ello que hasta cierto punto podemos entender el comportamiento de esas autoridades y funcionarios que decidieron actuar de una manera y no de otra; pero eso jamás puede justificarlos, pues como seres de conciencia debieron prever las consecuencias de sus actos. O tal vez actuaron, como dice Gurdjieff, en ese estado de inconsciencia que es el dominante de los miembros de nuestra especie.

    Como quiera que sea, si lo hicieron por miedo, por simple conveniencia, por aprovechamiento del cargo o por inconsciencia, la verdad es que actuaron mal y la vergüenza los acompañará por el resto de sus vidas, pues no fueron capaces de posponer un privilegio personal en aras del beneficio mayor que significaba prestar ayuda a quienes lo necesitaban más perentoriamente que ellos. Erich Fromm lo dice de manera brillante: «Ser capaz de prestarse atención a uno mismo es requisito previo para tener la capacidad de prestar atención a los demás; el sentirse a gusto con uno mismo es la condición necesaria para relacionarse con otros». En ese mismo sentido, de la ética kantiana del imperativo categórico se deriva la máxima moral de actuar de tal manera que veamos aquello que hacemos como si lo hiciera otra persona. Es un sencillo ejercicio de desdoblamiento instantáneo que nos haría tanto bien a todos.

    Por último, leí hace poco una interesante clasificación de las personas en cuatro categorías, realizada por el economista e historiador italiano Carlo M. Cipolla. Según él existen: incautos, inteligentes, malvados y estúpidos. Los incautos son aquellos cuyas acciones benefician a los demás y perjudican a sí mismos; los inteligentes, benefician a los demás y se benefician a sí mismos; los malvados, perjudican a los demás y se benefician ellos mismos; los estúpidos, perjudican a los demás y se perjudican a sí mismos. Demás está decir que los más peligrosos de todos son estos últimos, pues sus acciones resultan verdaderamente devastadoras. En fin, juzgue cada quien en qué categoría le corresponde estar y, sobre todo, qué calificación merecen quienes actuaron del modo en que se está hablando en la prensa, la opinión pública y las redes sociales. Es un asunto de suma urgencia, porque en ella se funda nuestra existencia como sociedad, y por más desconcierto que pueda asaltarnos en momentos como estos, debemos pensar como el doctor Rieux, el médico de la novela La peste de Albert Camus, quien al final de la historia remata con una luz de esperanza: “Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.  

 

Lima, 23 de febrero de 2021.  


       

     

domingo, 14 de febrero de 2021

Flor de sangre

 

    Pienso que nadie puede estar en desacuerdo con que el tema más universal, no sólo de la literatura sino de la existencia misma del ser humano, es el amor, ese fenómeno poliédrico que ha constituido y sigue constituyendo una de las vivencias centrales del ser humano, sobre todo en aquello que hemos convenido en llamar la civilización occidental. También la filosofía se ocupó muchísimo de sondear su naturaleza, entregándonos bellísimas obras desde la época de los griegos hasta la actualidad. Estoy pensando, por ejemplo, en El Banquete de Platón y El arte de amar de Erich Fromm, sólo por mencionar dos ejemplares que a su modo abren y cierran el arco temporal de dichas meditaciones. Sin embargo, la intención de la presente recensión es expurgar el libro que es, tal vez, el más precioso, tanto desde el punto de vista estilístico como del estrictamente conceptual, que se ha escrito en los últimos cincuenta años sobre él: La llama doble (1993), del poeta y ensayista mexicano, Premio Nobel de Literatura 1990, Octavio Paz.

    El volumen constituye “una exploración del sentimiento amoroso” –según palabras del autor –en sus tres dimensiones: el sexo, el erotismo y el amor. La imagen subyugante que nos propone  el poeta es que sobre el fuego primordial de la sexualidad humana se levanta la llama roja del erotismo, y ésta a su vez sostiene la llama azul del amor, la llama doble de la vivencia amorosa. Dividido en nueve apartados, como los círculos del paraíso dantescos, el libro va desgranando diversas facetas del amor, hurgando en sus elementos míticos, antropológicos, psicológicos, filosóficos, biológicos, sociológicos e históricos. Debo subrayar que su lectura es intensamente placentera, para estar a tono con el asunto que la convoca.

    En la primera parte, que titula «Los reinos de Pan», Paz establece una correspondencia de reinos al sostener que el erotismo es una poética corporal así como la poesía es una erótica verbal, conectados a través del puente mágico de la imaginación. Eros y poiesis en comunión de analogías, una conjunción que lo lleva a afirmar a su vez que “el erotismo es una metáfora de la sexualidad animal”, es decir, que la poesía es al lenguaje lo que el erotismo es a la sexualidad. Hay un elemento lúdico, sin duda, en esta visión, pues es propio del hombre (y de la mujer también, por supuesto) convertir el simple acto de la reproducción en un ritual, a veces ajeno a su intención natural y por ello mismo distanciado de su condición estrictamente animal, pues “la poesía pone entre paréntesis a la comunicación como el erotismo a la reproducción”. Yo creo que aquí está la raíz de la satanización que la religión ha realizado de las variantes sexuales que, como la homosexualidad o el lesbianismo, no buscan o no tienen como fin la reproducción, y que por eso son llamadas perversiones, pues como dice el diccionario en la segunda acepción del verbo pervertir, es “perturbar el orden o estado de la cosas”. La pregunta que nos salta a la mente es ¿qué cosas? Está claro que es el orden heterosexual imperante.

    La relación entre religión y erotismo, el péndulo constante entre abstinencia y licencia, entre castidad y desenfreno, es uno de los pasajes más interesantes del libro. Octavio Paz, gran conocedor de las culturas del Oriente, sobre todo de la india, por los años que estuvo en Delhi como embajador de su país, nos sumerge en el conocimiento del tantrismo, una de las ramas del hinduismo donde la copulación es un ritual, algo parecido a lo que también existe en el taoísmo y en los gnósticos del mediterráneo. Por contraposición, nos presenta el desprecio del cuerpo en el cristianismo, influjo notorio del neoplatonismo, camino seguro que nos lleva a Platón, el filósofo de las esencias o las ideas puras, incontaminadas, de donde surgiría aquella frase tan repetida en la tradición occidental: el amor platónico. Dos imágenes antitéticas quedan suspendidas ante nuestros ojos: el asceta y el libertino.

    En el apartado dedicado a «Eros y Psique», el mito griego fecundo en significaciones y referencias poéticas, el autor concluye en que mientras el sentimiento amoroso es universal, la idea del amor adoptado por una sociedad y una época, no. Incursiona luego en aquella época señalada por los historiadores como la que vio surgir el amor en Occidente, denominado “amor cortés” por su origen cortesano, en los ambientes palaciegos de la aristocracia francesa del siglo XII. Al decir amor cortés estamos convocando una serie de nociones: una cortesía es una ética, que es una estética y una etiqueta. Si las ideologías del amor en Oriente estuvieron ligadas a la religión, en Occidente estuvieron al margen, o frente, a la religión oficial. Nos recuerda a Platón como el primer filósofo del amor, pensamiento que se fundamenta en la idea del alma. En ese sentido, el mito del andrógino, el ser partido en dos mitades que se buscan, y que es atribuido a Aristófanes en el Banquete, es el germen de una teoría bastante extendida en Occidente. Paz es de la idea, sin embargo, que ese conjunto de siete discursos versan sobre el erotismo, no sobre el amor.

    Para la «Prehistoria del amor» se remonta a Safo, la legendaria poeta de la isla de Lesbos, lo mismo que a “La hechicera” de Teócrito, “el primer gran poema de amor” según el autor. Un deslinde importante realiza al sostener que fueron Alejandría y Roma el escenario del cambio donde la mujer cobra protagonismo, situación que no podría haberse dado en la misógina Atenas. Se detiene luego en Catulo, cuyos poemas expresan la vivencia desdichada del amor, la contradicción del sentimiento amoroso y el odio en la misma conciencia. Deduce tres elementos del amor moderno: la libertad o elección; el desafío o transgresión y los celos. Con respecto a estos últimos, afirma el autor que Catulo “fue el primero que advirtió la naturaleza imaginaria de los celos y su poderosa realidad psicológica”. Inquietante, pues si, como todos sabemos, el celoso ve siempre más allá de la realidad, no es menos cierto que esa visión imaginaria constituye una dolorosa realidad en el corazón del amante. Revisa enseguida la época de Augusto en la Roma clásica, con las figuras protagónicas de Virgilio, Horacio y Ovidio; un pespunte a la modernidad de Propercio a través de su heroína Cintia de la elegía séptima del cuarto libro; y una mirada a los íncubos y los súcubos, “el demonio del mediodía” de la imaginería cristiana. Se detiene también en Quevedo para hacer un sucinto análisis del famoso soneto “Amor constante más allá de la muerte”, símbolo de la inmortalidad de un sentimiento humano, demasiado humano, que para Platón era un delirio y para Epicuro “una amenaza contra la serenidad del alma”. Los signos del amor: servidumbre y libertad, enlazados en una ecuación que refleja su indecible complejidad.

    En «La dama y la santa» vuelve de lleno sobre el surgimiento del amor cortés en el siglo XII en la Provenza francesa (especialmente sobre sus rituales, como el assai o prueba de amor), “una doctrina del amor, un conjunto de ideas, prácticas y conductas encarnadas en una colectividad y compartidas por ella”. Diferencia claramente el significado y la vivencia del amor en la corte y en la villa, terreno el primero de la nobleza; el segundo, del pueblo. Su conclusión es categórica: “Los poetas inventaron el amor cortés”, el fin’amors, el amor purificado, refinado, surgido en los señoríos feudales. Se produce el primer trastocamiento: influidos por la España musulmana, los poetas provenzales se declaran vasallos de sus damas, subvirtiendo el orden jerárquico vertical feudal, en afinidad con la concepción árabe y persa. Continúa con la herejía cátara y el dualismo, quienes se oponían al matrimonio, pues perpetuaba a la especie, obra de Satán. Traza una correlación entre Dante y el amor cortés, y entre Petrarca y el amor moderno.

    La permanencia en la literatura de Occidente, después de ocho siglos, de la esencia del amor cortés: atracción fatal y libre elección, es el tema del apartado «Un sistema solar». A partir de un silogismo imbatible: “No hay amor sin erotismo como no hay erotismo sin sexualidad. Pero la cadena se rompe en sentido inverso: amor sin erotismo no es amor y erotismo sin sexo es impensable e imposible”, el ensayista reconstruye la tríada axial de la experiencia humana. Igualmente resulta crucial la distinción conceptual que establece de algunas ideas que se suelen confundir con cierta facilidad. Al respecto, afirma: “El amor filial, el fraternal, el paternal y el maternal no son amor: son piedad, en el sentido más antiguo y religioso de esta palabra. Piedad viene de pietas. Es el nombre de una virtud, nos dice el Diccionario de autoridades, que mueve e incita a reverenciar, acatar, servir, honrar a Dios, a nuestros padres y a la patria”. Es interesante este deslinde, pues la imagen del amor está formado por cinco elementos constitutivos: 1) exclusividad; 2) libertad; 3) obstáculo y transgresión; 4) dominio y sumisión y 5) el cuerpo y el alma. El misterio del amor lo ha expresado Octavio Paz con esta poderosa imagen poética: “por el puente del mutuo deseo el objeto se transforma en sujeto deseante y el sujeto en objeto deseado. Se representa al amor en forma de un nudo; hay que añadir que ese nudo está hecho de dos libertades enlazadas”. La dicotomía paradójica manifestada en la “atracción involuntaria hacia una persona y voluntaria aceptación de esa atracción”. Pero también como una respuesta al sentido de la vida, porque “el amor es una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte”.

    En «El lucero del alba» regresa a la importancia del amor para la civilización mundial; repasa por el surrealismo de Bretón y su idea del amor, que viene de los poetas provenzales, pasando por Dante, hasta los románticos. Una curiosa mención a Hegel, quien concibe al amor como superación de la gran escisión del ser humano, la superación dialéctica de esa flagrante contradicción que define a la criatura humana. Una realidad que se presenta en lo que Bretón llamaba el azar objetivo, “una forma de la necesidad exterior que se abre camino en el inconsciente humano”. Todo para desembocar otra vez en el misterio fundamental del amor: ¿casualidad o destino?, conjunción entre destino y libertad.

    En el siguiente parágrafo, «La plaza y la alcoba», pasa revista al lugar que ocupa el amor en el mundo actual, con la presencia de la pornografía, la prostitución y la degradación de la vida erótica por el señuelo del comercio y la publicidad, pues “los poderes del dinero y la moral del lucro han hecho de la libertad de amar una servidumbre”. Es decir, expresiones de algo mayor, el mal que aqueja a toda una civilización, independientemente del signo ideológico que posea, la eterna relación entre la materia y el espíritu derivada en “el ocaso de la idea del alma”.   

    Las preguntas sobre el comienzo del mundo, sobre el caos, la creación y la nada hacen su aparición en el penúltimo apartado titulado «Rodeos hacia una conclusión». La filosofía y la ciencia acuden para tratar de entender no sólo el fenómeno amoroso, sino el mismo origen del todo, la raíz última que explica, o que intenta explicar, este singular universo. Para ello, se detiene en los aportes de dos científicos del siglo XX. Uno de ellos es Francis Crick y su teoría de la panespermia dirigida; el otro es Mervin Minsky y su estudio de las inteligencias artificiales. El común denominador de ambos nos remite a la antigua discusión sobre el cuerpo y el alma en la filosofía, retomado por los científicos y utilizado por Octavio Paz para dilucidar el objeto central de su libro: “el amor y su lugar en el horizonte de la historia contemporánea”. Ese lugar, que es el mismo que el del hombre, acechado por el doble peligro de las sociedades modernas: la comercialización del arte y la cultura, y la mecanización del ser humano. Amenazas dirigidas al fundamento de nuestras sociedades: la idea de persona humana, fuente a su vez de “una de las grandes invenciones humanas: el amor”.

    Para finalizar, realiza una revisión de las ideas centrales de su ensayo, para concluir en que “la poesía, la fiesta y el amor son formas de comunicación concreta, es decir, de comunión”. Nos recuerda la naturaleza doble del amor: ventura y desdicha, presentes en Abelardo y Eloísa; también que está hecho de tiempo y que muda con él, como en la historia de Filemón y Baucis del libro VIII de Las metamorfosis de Ovidio. Para abundar, cita las parejas emblemáticas de la historia de la literatura: Tristán e Isolda; Dafnis y Cloe; Eros y Psique; Calixto y Melibea; Romeo y Julieta; y, la principal de todas, Adán y Eva. En una de ellas encarna nuestra historia particular e intransferible.

    La llama doble es un libro singular en el conjunto de una vasta y diversa obra que abarcó esencialmente dos géneros: la poesía y el ensayo. Y aunque el tema no era nuevo para Octavio Paz, pues el amor y el erotismo están regados en muchos de sus textos poéticos y ensayísticos, es la primera vez que nos entrega un estudio orgánico y sistemático, con un despliegue de erudición y de cultura pocas veces vistos. Este ejercicio soberbio y luminoso para desentrañar la naturaleza inasible de un fenómeno central en la existencia humana, es algo que debemos agradecer, pues lo leemos con un frenesí y un ímpetu incomparables.

    No se ha dicho la palabra definitiva sobre el amor, ni se dirá, pero su historia apasionante seguirá cautivando a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos, quienes gozarán y sufrirán de sus delicias y de sus zarpazos como la experiencia más fascinante y extática que mortal alguno haya vivido.

                

Lima, 13 de febrero de 2021.



martes, 9 de febrero de 2021

Desastre humanitario

     La emergencia mundial desatada por la pandemia de la Covid-19 se ha convertido en una oportunidad única para explorar en profundidad la real catadura de la condición humana. Una situación límite como ésta, al igual que una guerra, está revelando y desnudando una serie de capas y máscaras que nos impedían percibir la verdadera faz de esta insólita especie que no sin ironía fue bautizada como homo sapiens. El símil de la guerra no es descabellado, pues lo que la humanidad enfrenta ahora es efectivamente el ataque de un ejército letal, que no por microscópico e invisible es menos poderoso. Estamos en guerra con un invasor insidioso y versátil, astuto e inteligente que se aprovecha de nuestras debilidades para asestarnos los golpes más duros.

     Son varios meses los que el mundo entero está sumido en esta pesadilla siniestra. Si bien en los primeros instantes, cuando supimos la dimensión de la amenaza, la mayoría se preparó a enfrentarla de la mejor manera, salvando casos excepcionales que siempre existen, la duración de las medidas impuestas por los gobiernos y el cansancio que ello acarrea, han terminado por desarticular el ánimo de muchos y, lo que es más interesante, de sacar a luz no sólo los gestos más generosos y valiosos del ser humano, sino también esos antros oscuros y malignos que también nos habitan. Así hemos tenido, por ejemplo, la actitud solidaria y profundamente humana de quienes han seguido combatiendo desde sus más diversas trincheras contra la enfermedad; e inversamente, la cobardía y la inquina de aquellos que no importándoles el dolor y el sufrimiento de los demás, demuestran toda esa miseria y mezquindad que siempre estuvo depositada en su alma.

    Aparte de las carencias en materia de salud, de educación, de economía, etcétera, que los medios de comunicación han señalado como los puntos vulnerables que han brotado a raíz del ataque del nuevo coronavirus, me importa subrayar el aspecto de la conducta, el comportamiento que cada uno asume ante una realidad que lo supera. Después de varios meses de encierro, me tocó salir hace unas semanas para atender un asunto personal de orden médico, una pequeña intervención quirúrgica que me obligó a desplazarme por las calles después de mucho tiempo. Lo que vi en el trayecto al centro de atención me resultó desolador. Claro, no es que no lo supiera realmente, pues los medios nos informan cada día de este y otros aspectos, pero otra cosa era verlo por uno mismo y comprobarlo a pocos metros. Gente que se paseaba con la mascarilla en el cuello, o cubriéndose solamente la boca, dejando al descubierto la nariz. Jóvenes vendedores en la puerta de sus comercios, desprovistos totalmente de protección, como si vivieran en otro mundo, ajenos absolutamente al drama o tragedia que vivimos.

    Otra faceta que me produce particularmente una sensación de desasosiego inexplicable es la de aquellos que han decidido seguir el camino del negacionismo y del irracionalismo en todas sus formas. Desde los que niegan la realidad del virus, o especulan sobre su origen propalando teorías francamente traídas de los pelos, hasta otros que prefieren dejarse guiar por sus creencias, supersticiones o mitos ante las evidencias científicas. Hay grupos, probablemente muy bien organizados, que difunden información falsa por las redes sociales, sabiendo el potencial altamente contagioso que les provee la tecnología. Es decir, anteponen sus propios intereses, sean políticos o ideológicos, para deformar el conocimiento, tergiversar la información, subvertirla en beneficio de sus egoístas fines. Una oleada de irracionalismo recorre el mundo, llevando al poder a personajes funestos, seres que han abdicado de su condición de líderes de sus pueblos para convertirse en sus guías aventajados hacia el infierno de la ignorancia y la estulticia.

    Me atrevo a decir que estamos viviendo un desastre humanitario, con cerca de dos millones de muertos a nivel mundial, miles de personas que luchan por su vida en los centros hospitalarios, cientos de jóvenes que claman a través de las redes sociales por una cama en las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) de los hospitales para salvar la vida de sus padres, tíos o abuelos, otros tantos que buscan desesperadamente el oxígeno medicinal para sus seres queridos. Decenas de médicos, enfermeras y personal sanitario que han caído en combate por su posición de peligro en la primera línea del campo de batalla. Testimonios espeluznantes de personas de toda edad, adultos jóvenes especialmente, que relatan su personal descenso a los infiernos como en  una escena dantesca. Las mutaciones del virus para sortear la vigilancia humana, volviéndose más agresivo y triplicando su poder de contagio, nos exige redoblar la protección, lo que  incrementa a su vez el miedo natural entre la población. Situación extrema que, sin embargo, no es suficiente para que aquellos tomen conciencia de lo que estamos viviendo.

    La producción en tiempo récord de una vacuna contra este virus ha despertado un rayito de esperanza. Sabemos que no es la solución, pero es un importante refuerzo en nuestras líneas de combate, algo que nos permitirá afrontar con mejores armas esta demencial guerra sin cuartel que libramos. Empero, muchos se han pronunciado manifestando su desconfianza o incredulidad, aduciendo precisamente el tiempo en que se han elaborado, y otras creencias y supercherías diseminadas irresponsablemente por charlatanes y bufones. No debe llamar la atención lo del tiempo, pues hace años que ya se trabajaba en los laboratorios con respecto a otros coronavirus, lo que explica –más el avance tecnológico y científico– la velocidad de su producción. En cuanto a las sandeces anticientíficas que sueltan tan sueltos de huesos los difusores de la mentira, creo que no merecen ni siquiera una respuesta. Sus bulos jamás pueden estar a la altura de la palabra informada, seria y sensata de un hombre de ciencia, de un especialista en medicina, física o química, que construye el conocimiento en base a un método, demostrando con la experimentación y la evidencia aquella verdad que debe conducirnos a tomar la mejor decisión.

    Pero donde he podido comprobar el lado más hediondo del ser humano es cuando se produjo la llegada de las primeras dosis de la vacuna a mi país. Cantidad de personajillos salieron a exhibir sin pudor toda la miseria, la mezquindad y la maldad que emponzoña sus almas. Se fijaron en la cantidad de las mismas, cuestionaron su procedencia, ridiculizaron a las autoridades que fueron a recibirla, en suma, quisieron restar trascendencia al momento histórico que entrañaba. Felizmente son pocos, así como la pequeñez y la bajeza de sus corazones, aunque pienso también en ese segmento considerable de compatriotas que según las encuestas siguen desconfiando de la vacunación. Una imagen contraria me da grandes esperanzas y me llena de una especial emoción: un grupo de enfermeras de un conocido hospital de la capital celebrando con gran alborozo en su centro de trabajo ante la llegada del avión con el primer lote de vacunas.

    En fin, ojalá que a los reacios y desconfiados los asista una pizca de razón, una porción de conciencia, una dosis de solidaridad, un mínimo de empatía, pues esta guerra la ganaremos si todos nos comprometemos, de lo contrario seremos derrotados por la traición de algunos, por esa felonía sin nombre de quienes favorecen al enemigo por puro interés personal, por un perverso cálculo político o por pura estupidez.

 

Lima, 8 de febrero de 2021.  

 

sábado, 6 de febrero de 2021

Ferocidad y barbarie en el mundo andino

 

    Hace cien años hizo su aparición un libro de cuentos que inauguraba simbólicamente una nueva mirada sobre el mundo indígena, una mirada cruda y descarnada, tal vez extrema en sus descripciones y retratos, escrita por un juez norteño que daba de esta manera sus primeros pasos como escritor. Cuentos andinos (1920), de Enrique López Albújar, ha sido considerada por ello la obra que inaugura el indigenismo, aquel movimiento que irrumpió en la cultura peruana en la segunda década del siglo XX con una novedosa ideología que buscaba reivindicar la presencia, el significado y la valoración de un importante sector de la población que era la directa heredera de ese pasado mítico representada por una civilización extraordinaria que floreció en América: los Incas. Descendiente de las culturas precolombinas, que fueron arrasadas por la conquista española, la raza indígena sobrevivió durante la colonia y la república de forma ancilar, refugiada en las alturas de los Andes y sometida a la explotación y la degradación por el conquistador y sus lacayos.

    De esa levadura espiritual, obedeciendo al llamado, a un tiempo clamor y reclamo, de la historia y sus vaivenes, surge en la literatura una fuerte corriente que vuelve los ojos a los trabajos y los días de esos hombres y mujeres que durante tanto tiempo vivieron en la sombra del tiempo, seres afantasmados por la cultura oficial, despojados de su condición de personas, privados de derechos y tratados como animales. Ese impulso también se manifestaría en otras artes, como la pintura y la música, pero es en las letras donde adquiere un relieve especial. En ese fermento es que nacen los Cuentos andinos que ahora pretendo reseñar.

    El primer cuento, “Los tres jircas”, recoge una hermosa leyenda sobre el origen de tres cerros en Huánuco, como son el Marabamba, el Rondos y el Paucarbamba, que fueron en realidad tres gigantes que pretendían a Cori Huayta, una bella doncella hija del curaca de los pillcos: Pillco-Rumi. En efecto, Maray, Runtus y Páucar solicitan la mano de la joven, mas Pachacámac los convierte en montañas impidiéndoles ingresar al pueblo poniendo de por medio a los ríos Huallaga e Higueras.

    “La soberbia del piojo” es un gracioso cuento donde, a partir de una anécdota, elabora don Melchor su peregrina teoría acerca de las ventajas, o supuesta superioridad moral, del insecto con respecto a otros como la pulga, el chinche y el pique. Su estrambótica elaboración conceptual posee algún asidero en la realidad, mas en el fondo constituye una boutade del excéntrico personaje en un medio provinciano atado a las convenciones impermeables de la tradición.   

    “El campeón de la muerte” tiene la estructura de un western, un western andino, donde un hombre sufre el rapto de su hija a manos de un indio feroz llamado Hilario Crispín. Al mes de esta desaparición, Liberato Tucto recibe la visita del ladrón, quien le hace entrega de los restos de la chica en un costalillo. Liberato decide entonces cobrar venganza del asesinato de su hija contratando para ello a Juan Jorge, el mejor tirador del pueblo, verdadera tierra de illapacos. Un día aguardan al homicida en las cercanías de unas grietas y de diez tiros certeros, según la cláusula del contrato, Juan Jorge acaba con la vida del malhechor.

    En “Ushanam Jampi”, remedio último en quechua, los yayas –ancianos encargados de administrar justicia– deciden expulsar del pueblo de Chupán a Conce Maille, un indio recio acusado por tercera vez de robar una vaca, esta vez a José Ponciano. El mandato es que el condenado no debe regresar al pueblo. Pero Maille vuelve después de un tiempo para ver a su madre, hecho que es visto por los lugareños como un desafío y al instante llegan en masa a la casa de la vieja Nastasia, para ejecutar la pena que corresponde a quien transgrede las leyes no escritas de la comunidad. El final es brutal para Conce Maille, cuyos restos quedas desperdigados entre su casa, de donde es arrastrado por la turba, y una quebrada a orillas del río Chillán.

    “El hombre de la bandera” está ambientado en el año 1883, durante los años finales de la ocupación chilena. Aparicio Pomares, un indio de Chupán, decide enfrentar al invasor convocando a las comunidades de Obas, Pachas y Chavinillo. Enarbolando una bandera roja y blanca, los millares de indios armados de hondas, escopetas, hachas, cuchillos y garrotes logran expulsar a los mistis extranjeros de la ciudad de Huánuco, cayendo herido en la contienda Pomares y falleciendo de una gangrena en el muslo derecho.

    “El licenciado Aponte” relata la corta vida del hijo de Conce Maille, Juan, que sirve en el ejército y egresa como licenciado. De regreso a Chupán la gente lo mira mal por ser hijo del famoso cuatrero, entonces decide marcharse a un pueblo vecino pero cambiándose de nombre. Se pone Juan Aponte y consigue trabajo en la cantina de un fundo como vendedor de aguardiente. Sin embargo, pronto el negocio deriva en el contrabando de la bebida y, una tarde aciaga, sorprendido por una tempestad, que él atribuye a la cólera de la jirca, evidenciada por lo demás en la hoja de coca amarga que chaccha, es abatido por los efectivos del orden que persiguen a los traficantes.

    “El caso de Julio Zimens” es la historia de un gringo de orígenes germánicos que llegó a la zona movido por su curiosidad científica e interés por el imperio incaico. Desdeñoso y soberbio, solitario, se casó con una nativa de la montaña, de nombre Martina Pinquiray, con el fin de poner en práctica sus ideas de teoría étnica sobre el cruzamiento de dos razas viejas y superiores. Tienen seis hijos, pero los resultados no fueron los esperados. A esto se sumó la desgracia terrible de la enfermedad que terminaría deformándole el rostro apolíneo. Su vida miserable concluye cuando decide suicidarse arrojándose al río Huallaga.

    “Cachorro de tigre” cuenta la llegada del hijo de Adeodato Magariño –una especie del Rey del Monte andino– a la servidumbre del juez que es el narrador. El vástago del más famoso bandolero, bautizado por su amo como Ishaco, ya mayor y liberado de sus obligaciones domésticas, como obedeciendo a un mandato atávico, incursiona en las mismas andanzas de su padre, vengándose de Felipe Valerio, el autor de la muerte de aquél. El final es truculento, cuando el juez reconoce a su antiguo servidor en el capturado asesino, quien entre su huallqui lleva algo que empieza a heder espantosamente, y que no es otra cosa que el par de ojos de su enemigo, su “carnecita”, como dice el homicida, pues es creencia del mundo andino que los ojos del muerto pueden ser los acusadores de su verdugo.

    Por último, “La mula de taita Romero” es una sátira contra la iglesia, donde el cura Ramón Ortiz, su sacristán el viejo Cuspinique y su ama de llaves doña Santosa son protagonistas y culpables de la rivalidad entre los pueblos de Chupán y de Obas, con un final desternillante.

    Magnífica la pluma del autor chiclayano, que logra presentarnos una visión del ande que la crítica señaló como naturalista, pues exageraba algunos rasgos del hombre indígena, o en todo caso diría es una visión parcial, porque es la mirada del hombre costeño la que prevalece en los textos, la perspectiva del hombre formado en la cultura occidental, que posee un preconcepto de la idiosincrasia de ese mundo complejo y desconocido que sigue siendo el ande, realidad que sólo la obra de José María Arguedas pudo desentrañar en sus múltiples dimensiones.

 

Lima, 4 de febrero de 2021.



martes, 2 de febrero de 2021

Cuentos fantásticos

 

    El libro de cuentos más extraño y desafiante que he leído en mi vida es quizás Ficciones, libro publicado en 1944 por un Jorge Luis Borges que ya empezaba a ser reconocido como una figura singular en el panorama de las letras latinoamericanas. A pesar de que ya se sabía de otros libros que había escrito en las dos décadas precedentes, sin duda que la aparición de este pequeño volumen constituía una notable ascensión en el camino que como escritor se iba granjeando en un medio que todavía no poseía las características que tendría a partir de los años 60, cuando irrumpió un fenómeno literario que cambiaría radicalmente la imagen que se tenía en el mundo de la literatura escrita en esta parte del globo.

    Son siete cabalísticos relatos los que conforman este exótico libro, que constituyen además un portentoso desafío al lector más avezado. La filosofía, la metafísica y la teología confluyen en los enrevesados argumentos de estas siete piezas magistrales donde se hermanan la mejor prosa con el pensamiento más depurado. Economía del lenguaje y potencia del genio. Los personajes, más que seres de carne y hueso, son ideas platónicas, elaboraciones conceptuales que postulan visiones heterodoxas y singulares de la realidad, aventuras oníricas donde un minucioso demiurgo sueña combinaciones imposibles que buscan aprehender la inasible verdad. Veamos.

    «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» es la nota sobre un libro imaginario donde el autor afirma que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres. Un lugar, un planeta, un cosmos imaginarios son descritos con gran precisión en unas páginas inverosímiles de la Enciclopedia Anglo Americana. Los metafísicos de Tlön juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica, idea que Borges sostendría también con respecto a las religiones. Abundan las disciplinas filosóficas en Tlön, juegos dialécticos que buscan el asombro.

    «Pierre Menard autor del Quijote» presenta un curioso caso de un autor francés reconstruyendo frase por frase, palabra por palabra, una obra del siglo diecisiete en su propio idioma del siglo veinte. Una osadía de la lingüística y también del ego, indagación lúdica en los laberintos de la identidad.

    «Las ruinas circulares» explora el sueño de un mago que busca fraguar un hombre con la materia suntuosa de sus noches que han abolido la vigilia, para comprobar, no sin terror, que él también poseía la apariencia de otro ser que a su vez estaba soñándolo. Es la idea recurrente de Borges sobre uno de sus temas predilectos: los juegos de espejos.

    «La lotería de Babilonia» indaga en los arcanos del azar; postula la infinita variedad de posibles destinos de un hecho; prefigura el increíble jardín de senderos que se bifurcan, que aparece en el último cuento, como una parábola de la existencia de los objetos y de los seres.

    «Examen de la obra de Herbert Quain» es el resumen prolijo o lacónico de un autor inventado. La palabra examen prefigura una aproximación académica, aunque es más bien una opinión de lector desapasionado. Comenta sus obras como si enumerara las virtudes y los defectos de una piedra preciosa o de una joya.

    «La biblioteca de Babel» es una metáfora del universo. Las ideas de orden, caos, infinito, secreto, se alternan otra vez en un juego de espejos que nos enfrentan a la imagen de un mundo autosuficiente, perfecto y fuera del alcance racional de la mente humana.

    «El jardín de senderos que se bifurcan», el último cuento y creo que el mejor, de título hermoso además, juega con la imagen de un libro caótico –una novela– que se prolonga en diversos finales, un laberinto que se extiende no en el espacio sino en el tiempo. Un espía chino, descendiente del ilustre autor de la fantástica obra, al servicio del gobierno alemán, es perseguido con implacable denuedo por el agente británico Richard Madden. Yu Tsun, el espía, asesina al sabio sinólogo Stephan Albert antes de ser capturado por el capitán Madden y ser condenado a la horca. Pero antes de morir comunica, con ese hecho abominable, el secreto nombre de la ciudad que debía ser bombardeada y que el jefe descifró correctamente. El relato se lee como «una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo», otra de las constantes de la obra borgiana.

    Estupenda condensación de la maestría de un autor que ha explorado todos los escondrijos de la realidad con las armas platónicas de las ideas. Selecta muestra del talento y el genio del máximo creador de las letras hispanoamericanas de la última centuria.

 

Lima, 1 de febrero de 2021.