sábado, 30 de agosto de 2014

Los doctores



    A raíz del reciente episodio protagonizado por un expresidente de la República, a propósito de sus grados académicos, buenas son algunas reflexiones sobre el problema que afronta la educación nacional y los serios cuestionamientos que se le hacen con respecto a su calidad y al papel que debe cumplir en el afianzamiento de la cultura y el desarrollo de la ciencia y las humanidades en el país.
    Que un expresidente, cuestionado desde diversos ángulos por su actuación al frente de su reciente gobierno, haya escamoteado a la opinión pública la realidad de su verdadera formación superior, sumándole a ello el hecho de haber sido nombrado para dirigir una escuela de post grado en una universidad privada, sin reunir los requisitos del caso, además de haber obtenido el grado de magíster en esa misma institución en tiempo récord o, por lo menos, cuestionable, es grave desde el punto de vista del cumplimiento de la ley y de la ética profesional.
    Para nadie es un secreto los abrumadores dilemas por los que atraviesa la educación peruana, situación que se agudiza, haciéndose clamorosa, en el nivel superior o universitario, donde la ausencia de estándares mínimos de calidad; la óptica empresarial que le han dado muchas instituciones privadas; la visión clientelista y comercial que prevalece en la gran mayoría de ellas, han hecho de la universidad peruana un organismo amenazado por la mediocridad y la intrascendencia, altamente vulnerable al afán de lucro de ciertos empresarios ladinos y en neto peligro de caer definitivamente en la insignificancia académica.
    En este contexto sombrío, es fácil entender cómo es que se pueden presentar casos como el mencionado, donde quizá lo más grave del asunto no radica tanto en el ocultamiento u omisión de una verdad a este nivel, sino en que quienes detentan títulos pomposos y grandilocuentes, expedidos por estas universidades de marras, no estén realmente a la altura de lo que sus pergaminos vociferan desde sus ampulosos curriculum vitae o desde sus cartones a nombre de la nación que exhiben muy ufanos en sus flamantes oficinas o escritorios de pacotilla.
    Escuchaba un día de éstos uno de esos debates que se promueven en la radio sobre el álgido tema educativo en nuestro país, donde expertos y estudiosos en la materia aportaban sus puntos de vista y sus interpretaciones para un análisis mayor de la problemática. Decía uno de ellos, por ejemplo, que muchas veces los tan pretensiosos estudios de post grado, como maestrías y doctorados, apenas lograban en el estudiante una buena educación primaria. ¡Terrible! Es decir, que ya podemos imaginarnos cuál debe ser el nivel de todos aquellos –con las excepciones del caso- que poseen títulos inferiores.
    Pero el asunto no se agota en consideraciones simplemente formales, sino que trasciende al ámbito concreto de la realidad, pues con cuánta frecuencia no me he cruzado, por motivos laborales, con profesionales que ostentan grados académicos que van desde el bachillerato y la licenciatura hasta la maestría y el doctorado, pero que sin embargo, en su desenvolvimiento cognoscitivo, rozan los niveles de la indigencia.
    Por lo contrario, cuántas oportunidades he tenido de conocer a personas que, sin andar premunidas de ningún rango académico, son a pesar de ello, o por eso mismo, más inteligentes, más lúcidas, más abiertas de mente, mejor informadas, más cultas, más cabales. Son esos seres cuyo saber, sabiduría y talante espiritual están más allá de los cánones habituales de tasación académico universitaria. No niego que entre aquellas otras también pueda haber gente con éstas cualidades, pues todo es posible en este mundo, pero ello confirma una vez más que, en todo caso, la formación de un ser humano, no depende exclusivamente de haberse sometido a la criba del rasero universitario y sus graciosos títulos, sino de una constante labor de perfeccionamiento en todas las dimensiones de su ser.  
    Para juzgar los méritos intelectuales de una persona no debemos guiarnos únicamente por el prurito formulista y formalista de la educación convencional establecida; así como quienes transitan por este mundo adosados a una etiqueta universitaria, deberían esforzarse un poco más para hacer honor a eso que tan orgullosamente cuelgan de sus laureles. Mi posición al respecto es clarísima desde hace mucho tiempo: yo juzgo intelectualmente a los seres humanos en el terreno de los hechos, pues la realidad me ha enseñado a ser suspicaz de los oropeles académicos en el papel. Es por ello que me gusta repetir, parafraseando a mi maestro Ernesto Sábato, una sentencia a modo de apotegma: “yo no soy un profesor y dios me libre de ser un licenciado”.  

Lima, 24 de agosto de 2014.
   

Historia de un aeropuerto



     El libro Aeropuerto Francisco Carlé de Jauja. Aportes y documentos para su historia (Soluciones Gráficas SAC, 2013), del joven historiador jaujino Carlos H. Hurtado Ames, relata la gesta colectiva de una comunidad en pos de un objetivo común: la construcción de un campo de aterrizaje para la provincia y la región del centro del país. Un caro anhelo de la ciudadanía jaujina había sido durante mucho tiempo contar con una vía de conexión moderna con la capital y con otros destinos nacionales, sueño que se pudo cristalizar merced al denuedo y al tesón que mostraron todos sus miembros, que a semejanza de la legendaria historia de Fuenteovejuna, se unieron para un noble fin y lo sacaron adelante a pesar de todos los obstáculos que tuvieron que sortear en el camino.
     El autor se ha sumergido en diversas fuentes históricas para este notable trabajo de investigación. El primero de ellos es el diario El Porvenir de Jauja, que día a día informaba del proceso de nacimiento y consolidación del aeropuerto, como se señala en la introducción; asimismo en los documentos de la época, muchos de ellos inéditos, que iban hilvanando la trama de esta magnífica jornada comunitaria. Igualmente, en discursos, cartas, ensayos y otros valiosos textos que ha logrado pesquisar en diversos archivos de la ciudad de Jauja.
     Inaugurado el 27 de septiembre de 1949; donado luego al Estado peruano en 1955, en un insólito gesto de desprendimiento popular, el aeropuerto jaujino es el personaje central de este recuento histórico que va hasta las heroicas jornadas del 29 y 30 de agosto de 2012, cuando el pueblo se levantó como un solo hombre para hacer valer sus derechos ante un gobierno indiferente a su destino y ante una autoridad regional que con prepotencia y malas artes quiso imponer su capricho sólo por satisfacer su retorcido ego. Relato que cubre un arco de más de medio siglo, que ejemplariza el pundonor y la entrega sin orillas de una población en defensa de sus sueños de progreso y desarrollo para todos.
     Los orígenes de esta gesta están asociados, según las investigaciones de Hurtado Ames, a dos militares del ejército peruano que, en agradecimiento por la cura, obtenida en la ciudad de Jauja, de la enfermedad de la tuberculosis, habrían sugerido al Padre Francisco Carlé, párroco de la provincia, la construcción de un aeropuerto. Otros personajes, no menos importantes, estuvieron también ligados a los inicios del campo de aterrizaje, entre ellos los más importantes fueron el Dr. Elías García Frías, director del Sanatorio Olavegoya y el Dr. Virgilio Reyes, Alcalde del Municipio.
     Pero quien indudablemente fue el auténtico protagonista de esta maravillosa gesta fue el pueblo de Jauja, merced al concurso desinteresado de sus distritos, sus comunidades y sus barrios, así como de las asociaciones de jaujinos residentes en la provincia y en la capital; los hombres y las mujeres que prestaron sus brazos y su esfuerzo para levantar en tiempo récord esta magnífica obra que serviría al desarrollo y el progreso de la región y del país. Por eso es que, cuando los hechos que amenazan su significancia se precipitan con motivo de los descabellados proyectos del presidente regional de construir un nuevo aeropuerto en Huancayo u Orcotuna, la población en  pleno se yergue imbatible para defender no sólo un campo de aterrizaje, sino un símbolo de su identidad colectiva.
     Las trágicas secuelas de las multitudinarias manifestaciones, que se sellarían con la muerte de un poblador, al parecer arrojado al río Mantaro por la policía enviada para reprimirlas, hicieron retroceder al gobierno central en su afán de convocar a concurso la construcción de un aeropuerto internacional en la región, aun habiendo un documento legal que facultaba la terminación y consolidación del ya existente aeropuerto en la pampa de Maquinhuayo. Un verdadero absurdo político administrativo que, sin embargo, muchos de los medios de comunicación y algunos periodistas de diarios limeños  no entendieron, como puede colegirse del análisis de dos columnas de opinión publicadas el 2 de septiembre de 2012 en el diario La República de Lima, pertenecientes a Augusto Álvarez Rodrich y Rosa María Palacios, citados en el libro materia de este artículo.
     En ambos, que puede servir de ejemplo de lo que una visión centralista y desinformada ha significado en nuestra historia nacional, se puede apreciar el total desconocimiento que muestran los periodistas de lo que realmente estaba sucediendo en el Valle del Mantaro. Álvarez cree ver un retroceso en aquello que simplemente es una vuelta a la cordura, pues era evidente que no podía llevarse ningún estudio para un aeropuerto en Junín cuando ya estaba el de Jauja; mientras que Palacios llega a deslizar la hipótesis de que quien habría estado detrás de los sucesos sería nada menos que César Cataño, un oscuro empresario de la aviación comercial relacionado al narcotráfico; algo totalmente falso, desmentido por los hechos, por la población jaujina y por el propio personaje.
     En la segunda parte reúne un conjunto disímil de crónicas, ensayos y poemas alrededor del tema del aeropuerto jaujino, donde destacan el discurso del profesor y escritor Pedro S. Monge sobre la inauguración de dicho campo de aterrizaje y una semblanza de Jauja Tambo del poeta y pintor Ernesto Bonilla del Valle. Y en la tercera parte se agrupan una serie de documentos, como las transcripciones de las notas que el diario El Porvenir publicaba a propósito de la inauguración del mencionado terminal aéreo y otros sucesos relacionados a  ello; asimismo las cartas que se han podido hallar del archivo del Padre Francisco Carlé, dirigidas a diversas autoridades, donde muestra su preocupación e interés por el destino de la obra que él coadyuvó a forjar.
     En su reciente Mensaje a la Nación por el 28 de julio, el presidente Humala anunció la adjudicación de un grupo de aeropuertos del país, entre los que figura el de la ciudad de Jauja, obra que debe concretizarse de una vez por todas en vísperas de cumplirse los 65 años de su inauguración, y en aras de una interconexión ágil y moderna que saque a nuestros pueblos de la postración y el olvido en que se encuentran. El libro de Hurtado Ames también apunta a lo mismo, motivo por el que debe conocerse la historia que narra a través de la lectura de esta publicación imprescindible para todo ciudadano de la provincia.

Lima, 16 de agosto de 2014.     

Pinceladas de Jauja



     Entre los libros de la llamada literatura costumbrista, escritos que reúnen las más reconocidas estampas del folklore de la provincia de Jauja, sin duda que JAUJA, Estampas de Folklore (Silbaviento Editores, 2013), de Ernesto Bonilla del Valle, es no solo un pionero en este campo, sino uno de los más importantes y notables. Publicado por primera vez en Argentina en 1946, esta vez una editorial peruana ha tenido la magnífica idea de reeditarla, tanto para su difusión en el ámbito académico como para el conocimiento de tantos lectores que, como el que esto escribe, desconocíamos su contenido.
     Casi en orden cronológico, siguiendo la huella del calendario, el autor va presentando en cada estampa las diversas fiestas y costumbres que pueblan durante todo el año cada rincón de la provincia, matizando con algunos textos de origen más personal, donde evoca aspectos familiares y vivencias de un tono más intimista.
     Comienza, por ejemplo, evocando el zaguán de la casona familiar, el pueblo que lo vio nacer y la casa del abuelo donde transcurrió su infancia, signos de gran fuerza afectiva que para toda persona de la comarca poseen una carga especial de nostalgia. En “Terapéutica de los indios”, recoge una de las tradiciones que más han sobrevivido en el tiempo con respecto a nuestra medicina ancestral, legado de una cultura con sólidos soportes temporales y una cosmovisión singular.
     Luego va repasando algunas de las manifestaciones más significativas del folklore de la provincia, como la feria del valle de Jauja, el jala-pato y la festividad religiosa de Taita Paca. Qué jaujino no recuerda la famosa feria dominical, que se extendía por las principales calles del centro de la ciudad, teniendo a la Plaza de Armas como su corazón abigarrado y multicolor, donde discurrían los personajes peculiares del paisaje citadino, mezclados con los vendedores y comerciantes de los más disímiles productos y objetos. Feria que un alcalde del siglo pasado tuvo la ocurrencia de trasladarla al barrio El Porvenir, donde vegeta mal que bien añorando los fastos del ayer.
     Otro tanto ocurre con el tradicional jala-pato, estampa que se luce en el marco de la Fiesta del 20 de Enero, concurrida festividad que cada año congrega a miles de visitantes de los diversos rincones del Perú y del extranjero. Mientras que lo de Taita Paca, dentro de la muy tradicional costumbre de Comadres y Compadres, durante los días que preceden a los Carnavales, es una expresión de la religiosidad popular que tiene como telón de fondo la veneración al Cristo local del distrito de Paca, al este de la ciudad y a orillas de la mágica laguna de mil leyendas y una.
     El tumba monte jaujino también es evocado con aires de bucólica añoranza, rememorando los jubilosos años en que era la manifestación más emblemática del folklore de la provincia, una danza elegante y garbosa, celebrada por casi todas las plumas de la región, pintada con los colores de los más vivos recuerdos, ocasión del lucimiento de la belleza de sus mujeres y la galantería de los varones, que exhibían su destreza y talento para el baile en rítmicas piruetas y quiebres alrededor de un árbol ricamente ataviado.
     La semblanza sobre la pachamanca me trae a la memoria las épicas jornadas juveniles, en que reunidos en la casa familiar, todos acudíamos al ritual de las carnes y las papas, las habas y los choclos humeantes que brotaban de la tierra generosa; las humitas apetitosas y otros manjares que servían de ofrendas sagradas para la comunión tribal.
     Y así, el libro abunda en una serie de pinceladas poéticas que describen los paisajes humanos que ha pintado la naturaleza en aquella región mítica del valle del Mantaro, mas a ratos se tiene la impresión de que una profusión de lirismo inunda y desborda sus límites, a veces logrado y a veces no; un cierto pintoresquismo empalagoso satura muchas de las estampas hasta volverlas irreales, quizá como un resabio de un modernismo ya periclitado cuando fueron escritas.
     Igualmente, no puedo dejar de señalar algunos errores formales de la edición, sobre todo en el aspecto de la composición: sintaxis y puntuación. Vaya una pequeña muestra de lo que afirmo. En la primera estampa, “El zaguán de mi casona”, el primer párrafo se desbarra al final: “En los rincones crecen las telarañas y el polvo año tras año, está cubriendo las paredes y los maderos de los dinteles”. Sería mejor así: “En los rincones crecen las telarañas y el polvo, año tras año, está cubriendo las paredes y los maderos de los dinteles”. Es decir, el simple y correcto uso de una coma marca la diferencia.
     Espero que superados estos escollos, que deberán ser subsanados para una próxima entrega, exenta de gazapos, el ávido lector pueda gozar y refrescarse en sus páginas.

Lima, 28 de julio de 2014.    

Antes del trisagio: entre la tradición y la modernidad



     Ha llegado a mis manos el reciente libro de Gerardo Garcíarosales, titulado Antes del trisagio (Silbaviento editores, 2013), que he leído con sumo interés en unos cuantos días, repasando las viejas historias de la infancia, aquellas que alguna vez escuchamos de la boca de nuestros abuelos, y otras que se inscriben en la misma vertiente pero que dejan traslucir su clara procedencia de autor.
     Es un volumen que reúne treinta y seis relatos cortos agrupados en tres partes: Cuentos de ternura; Antes del trisagio –que da título a la obra-; y Luna de sillares. Al internarse en las historias, narradas invariablemente en una primera persona muy íntima y singular, va uno desvelando ese mágico confín de la tradición oral de la provincia de Jauja, de donde es natural Gerardo Garcíarosales, recreados con el intenso lirismo que le imprime la primera condición de poeta del autor.
     La rica cantera de la literatura oral de esa región del centro del Perú, ha sido modelada por el trazo sensible y fantástico de una imaginación que, manteniendo los rasgos identificables de los cuentos tradicionales, la ha dotado de matices y perspectivas peculiares, alimentadas por la gran destreza narrativa de este poeta de larga trayectoria en las letras regionales.
     Sin embargo, con lo que no puedo ser indulgente es con la parte formal de la edición, su poco cuidado en lo concerniente a la corrección ortográfica y sintáctica, que indudablemente desmerece cualquier logro estilístico de la obra. Un mínimo control de calidad hubiera evitado la presencia de innumerables gazapos regados a lo largo de las páginas, impidiendo una lectura gozosa y placentera de cuentos de magnífica factura.
     Para muestra, un botón: En el cuento “Diaria muerte”, hay un párrafo cuya puntuación es tan chapucera que, sinceramente, no creo que sea culpa del escritor. Copio el párrafo en mención: “Y por fin cuando logro ubicarlo después de horas de dura brega; mi alegría se restituye triunfante, copiosa. Me desbordo imparable, y lo abrazo como un río de dorados afectos. Luego a través de su mirada tristísima me confía: ᾽Me estoy olvidando de todo᾽.” Sugiero la siguiente sintaxis: “Y por fin cuando logro ubicarlo, después de horas de dura brega, mi alegría se restituye triunfante, copiosa. Me desbordo, imparable, y lo abrazo como un río de dorados afectos. Luego, a través de su mirada tristísima, me confía: ᾽Me estoy olvidando de todo᾽.” Nótese la diferencia en la sintaxis por el simple hecho de una indebida puntuación, por el desconocimiento en el uso de la coma y el punto y coma.
     Es una constante del libro su descompostura formal, no obstante tener relatos interesantes y aceptables. Una sintaxis desvaída permea buenos momentos de las historias, deformándolas y afeándolas, como en el caso de “!La inolvidable María!” y “El libro de ceniza”. Mejora algo en “Quinta generación”, aunque el final parece un poco forzado.
     Una atmósfera sobrenatural domina la segunda parte, destacando notablemente “Luna de sillares”, uno de los cuentos más logrados, redondo, perfecto, contundente; como decían Julio Cortázar y Horacio Quiroga  que debía ser un buen cuento. Pero más que Chéjov o Maupassant, como se afirma en el prólogo, por lo demás grandilocuente e hiperbólico, me parece que aletean sobre ellos la sombra bienhechora de Arreola y de Rulfo. Ese codearse natural y cotidiano con la muerte, sin caer jamás en el patetismo, es lo que le confiere un aliento único. Lo hace, además, con la serena convicción de estar abordando un hecho natural de la condición humana, una circunstancia inexorable que determina, para bien o para mal, la existencia del hombre.  
     Después de todo, el libro se lee con agrado e interés, saboreando cada historia como un fragmento de ese gran mosaico mítico que es la literatura oral de los pueblos del ande, cuentos que nos hacen vislumbrar el trasfondo anímico y psíquico del alma de nuestros hombres y mujeres de las serranías del Perú.

Lima, 6 de julio de 2014.