A raíz del reciente episodio protagonizado
por un expresidente de la República, a propósito de sus grados académicos,
buenas son algunas reflexiones sobre el problema que afronta la educación
nacional y los serios cuestionamientos que se le hacen con respecto a su
calidad y al papel que debe cumplir en el afianzamiento de la cultura y el
desarrollo de la ciencia y las humanidades en el país.
Que un expresidente, cuestionado desde
diversos ángulos por su actuación al frente de su reciente gobierno, haya
escamoteado a la opinión pública la realidad de su verdadera formación
superior, sumándole a ello el hecho de haber sido nombrado para dirigir una
escuela de post grado en una universidad privada, sin reunir los requisitos del
caso, además de haber obtenido el grado de magíster en esa misma institución en
tiempo récord o, por lo menos, cuestionable, es grave desde el punto de vista
del cumplimiento de la ley y de la ética profesional.
Para nadie es un secreto los abrumadores
dilemas por los que atraviesa la educación peruana, situación que se agudiza,
haciéndose clamorosa, en el nivel superior o universitario, donde la ausencia
de estándares mínimos de calidad; la óptica empresarial que le han dado muchas
instituciones privadas; la visión clientelista y comercial que prevalece en la
gran mayoría de ellas, han hecho de la universidad peruana un organismo
amenazado por la mediocridad y la intrascendencia, altamente vulnerable al afán
de lucro de ciertos empresarios ladinos y en neto peligro de caer definitivamente
en la insignificancia académica.
En este contexto sombrío, es fácil entender
cómo es que se pueden presentar casos como el mencionado, donde quizá lo más grave
del asunto no radica tanto en el ocultamiento u omisión de una verdad a este nivel,
sino en que quienes detentan títulos pomposos y grandilocuentes, expedidos por
estas universidades de marras, no estén realmente a la altura de lo que sus
pergaminos vociferan desde sus ampulosos curriculum
vitae o desde sus cartones a nombre de la nación que exhiben muy ufanos en
sus flamantes oficinas o escritorios de pacotilla.
Escuchaba un día de éstos uno de esos
debates que se promueven en la radio sobre el álgido tema educativo en nuestro
país, donde expertos y estudiosos en la materia aportaban sus puntos de vista y
sus interpretaciones para un análisis mayor de la problemática. Decía uno de
ellos, por ejemplo, que muchas veces los tan pretensiosos estudios de post
grado, como maestrías y doctorados, apenas lograban en el estudiante una buena
educación primaria. ¡Terrible! Es decir, que ya podemos imaginarnos cuál debe
ser el nivel de todos aquellos –con las excepciones del caso- que poseen
títulos inferiores.
Pero el asunto no se agota en consideraciones
simplemente formales, sino que trasciende al ámbito concreto de la realidad,
pues con cuánta frecuencia no me he cruzado, por motivos laborales, con
profesionales que ostentan grados académicos que van desde el bachillerato y la
licenciatura hasta la maestría y el doctorado, pero que sin embargo, en su
desenvolvimiento cognoscitivo, rozan los niveles de la indigencia.
Por lo contrario, cuántas oportunidades he
tenido de conocer a personas que, sin andar premunidas de ningún rango
académico, son a pesar de ello, o por eso mismo, más inteligentes, más lúcidas,
más abiertas de mente, mejor informadas, más cultas, más cabales. Son esos
seres cuyo saber, sabiduría y talante espiritual están más allá de los cánones
habituales de tasación académico universitaria. No niego que entre aquellas
otras también pueda haber gente con éstas cualidades, pues todo es posible en
este mundo, pero ello confirma una vez más que, en todo caso, la formación de
un ser humano, no depende exclusivamente de haberse sometido a la criba del
rasero universitario y sus graciosos títulos, sino de una constante labor de
perfeccionamiento en todas las dimensiones de su ser.
Para juzgar los méritos intelectuales de
una persona no debemos guiarnos únicamente por el prurito formulista y
formalista de la educación convencional establecida; así como quienes transitan
por este mundo adosados a una etiqueta universitaria, deberían esforzarse un
poco más para hacer honor a eso que tan orgullosamente cuelgan de sus laureles.
Mi posición al respecto es clarísima desde hace mucho tiempo: yo juzgo intelectualmente
a los seres humanos en el terreno de los hechos, pues la realidad me ha
enseñado a ser suspicaz de los oropeles académicos en el papel. Es por ello que
me gusta repetir, parafraseando a mi maestro Ernesto Sábato, una sentencia a
modo de apotegma: “yo no soy un profesor y dios me libre de ser un licenciado”.
Lima, 24 de agosto de 2014.
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