sábado, 21 de noviembre de 2015

Masacre en París

      Un grupo comando de yihadistas islámicos ha desatado una noche de terror en las calles de París. Como si la fecha, viernes 13, encerrara algún fatídico designio, el presagio demoníaco del peor de los infiernos, la Ciudad Luz ha vivido una de sus pesadillas más horripilantes de los últimos tiempos. Varias horas en vilo, 129 muertos y una secuela de pánico extendido, de tensión incontenible ante la inminencia de posibles nuevos atentados, es lo que ha dejado este acto demencial.
     La alarma ha sido mundial por haberse producido precisamente en París, que de alguna manera puede ser considerada la urbe más global del planeta, la que simboliza los valores de la libertad y la democracia como ninguna otra en Occidente, como que es la cuna de los principios republicanos y el emblema del laicismo en el mundo moderno, pues apenas unos días antes se habían producido otros hechos de sangre, como el ataque contra una manifestación kurda en Ankara, y dos atentados suicidas que han dejado 37 muertos en Beirut, también perpetrados por el Estado Islámico (EI).
      Al día siguiente de la masacre, el presidente francés proclamó, en un mensaje contundente y decidido, lo que constituye una tácita declaratoria de guerra a la organización culpable de la matanza. Algunos meses atrás, el papa Francisco ya había declarado que el mundo asistía a una Tercera Guerra Mundial por partes, es decir, focalizada en distintos puntos del orbe, pero que daban expresamente la fisonomía de una conflagración de ribetes universales. Será una guerra, en todo caso, no convencional, pues será el enfrentamiento de una coalición de países, encabezados curiosamente por los EE.UU. y Rusia, contra un grupo de fundamentalistas homicidas y bárbaros que pretenden instaurar un Califato entre Siria e Irak.
     Las causas de este dantesco ataque se pueden hurgar en la historia reciente de la problemática que vive el Medio Oriente, una región que se ha convertido en el tablero de ajedrez predilecto de los grandes conflictos de nuestros tiempos. A raíz de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, y de la consecuente invasión de Irak por las tropas norteamericanas, con la ejecución del propio Saddam Hussein como colofón macabro, se impuso un gobierno títere en Bagdad, un régimen digitado directamente desde Washington, que ha conducido los resortes del poder desde su óptica chiita, acarreando el resentimiento y el espíritu de venganza de los sunitas que se consideraban maltratados y marginados por el Estado.
     Es en ese panorama caótico y cargado de turbulencias donde se incuba la idea infernal del Estado Islámico, advertido en su momento por Saddam Hussein, un proyecto de tintes medievales que busca resucitar en esta era el llamado Califato, empresa que puesta en marcha ha significado hasta ahora el dominio de un importante territorio que va de la ciudad de Raqqa hasta Mosul, entre Siria e Irak, la decapitación sistemática de personas relacionadas a países de Occidente, especialmente periodistas y cooperantes, así como la destrucción de símbolos culturales e históricos de la región, como es el caso de esculturas milenarias de los principales museos y colecciones, y de valiosas construcciones como las ruinas de Palmira o de la ciudad asiria de Nimrod. Una verdadera atrocidad. Un crimen de lesa cultura.
     Estos combatientes de la guerra santa –como se hacen llamar– atacan en los lugares menos previsibles de Europa y África, donde pueden golpear centros neurálgicos de la cultura occidental. Están atrincherados en los mismos barrios y suburbios de las grandes ciudades del Viejo Mundo –al estilo del Molenbeek de Bruselas–, y nadie sabe en qué momento pueden convertirse en mártires, inmolándose forrados de explosivos, haciendo estallar  restaurantes, salas de conciertos o estadios. Allí radica la complejidad de hacerles frente, pues sus métodos para imponer el terror son inasibles y ubicuos, totalmente impredecibles.
     Cientos de jóvenes europeos han sido captados en los últimos años por los predicadores del integrismo más brutal. A través de las redes sociales, han ido vulnerando sus escasas resistencias, hasta lograr radicalizarlos en los centros urbanos de la civilizada Europa, para llevarlos a enrolarse en la insania inexplicable de sus propósitos de destrucción y muerte. El fundamentalismo barato de los cuchillos y las bombas, la retorcida  ideología de la violencia y el salvajismo de sus métodos, han calado peligrosamente en estos jóvenes que, como ha dicho el sociólogo Farhad Khosrokhavar, experto en estos asuntos, “tienen la sensación de que la sociedad les odia, así que ellos también la odian. A través del islam, creen convertir ese odio en sagrado y legítimo. A través de la radicalización, recuperan su dignidad”.  
     Un desafío enorme deben enfrentar los países que defienden la cultura de la libertad para salir airosos de esta lucha singular, pues no se trata sólo de acabar físicamente con los bastiones terroristas donde se encuentren, sino de asumir las causas profundas de esta eclosión del terror para atacar, con las armas que nos provee el derecho internacional y los valores de la democracia, las semillas y las raíces de este fenómeno que ha empezado a mostrar sus rostro monstruoso en las calles más concurridas de las sociedades abiertas. No debemos permitir que la intolerancia y la xenofobia se afirmen como respuestas viscerales,  pues ello habrá significado el triunfo de las fuerzas retrógradas que pretenden imponer sus condiciones de barbarie y violencia sin freno a la laboriosa civilización que proclamamos defender.


Lima, 21 de noviembre de 2015.

Sobre lo “churrupaco”

     La primera vez que oí mencionar el término “churrupaco” fue allá por los años finales de la década del 70 del siglo pasado, cuando aún cursaba los estudios secundarios, en ocasión de uno de esos imborrables almuerzos dominicales, el abuelo, que aprovechaba los minutos de sobremesa para narrarnos una serie de anécdotas y sucesos diversos, contó un incidente del día en que un tipo, que nosotros no conocíamos, había tenido un pequeño altercado con él, de cuyos detalles no guardo una memoria precisa, y que remató muy molesto calificándolo con la palabra de marras.
     Me quedó grabada la nueva palabra que escuchaba, pero no atiné a interrogarle al abuelo sobre su significado, tratando más bien de desentrañar el mismo a través de inferencias y asociaciones, como siempre he hecho cada vez que me enfrentaba a una situación similar. No soy muy dado a preguntar a las personas sobre algo que no sé, prefiero averiguarlo por mí mismo; tal vez sea un curioso modo de exhibir un orgullo personal en materia del conocimiento. Volvería el anciano a emplearla muchas veces más, en circunstancias parecidas, dejándome intrigado con mayor intensidad.
     Otra vez, pasados algunos años, volvería a escuchar la singular palabreja en boca de otra persona, quien también relataba una ocurrencia de aquel día y finalizaba calificando a la que había sido protagonista de la misma con el epíteto misterioso que reaparecía ante mis oídos después de un relativo olvido en que vivió enterrado durante ese tiempo. Pero ahora podía tener más claro lo que querían decir ambos con ese término, pues a la coincidencia de caracteres y rasgos que podía distinguir en ambos casos, se agregaba el bagaje de experiencias y conocimientos que había adquirido en el ínterin.
     Hasta ese momento, sin embargo, el encuentro con la palabra no había pasado de ser exclusivamente oral, es decir, nunca la había visto impresa, hasta que hará un par de años tuve la memorable ocasión de toparme con ella en una publicación local con todas sus letras. Aparecía la fotografía de la legendaria actriz estadounidense Marilyn Monroe, sosteniendo entre sus manos un libro abierto ante ella, y donde podía distinguirse el título y su autor, nada menos que el Ulises de James Joyce, y en la leyenda venía el comentario del periodista, que concluía afirmando que contra lo que todos se imaginaban sobre el talante intelectual de la belleza rubia, y teniendo la evidencia del testimonio gráfico de una de sus lecturas, no podía hacerse caer tan fácilmente sobre ella el juicio lapidario de haber sido cualquier “churrupaca”.
     En esporádicas ediciones volvía el mismo periodista a usar el vocablo para etiquetar actitudes, personas, comportamientos, modos de ser, naturalezas y contenidos. Lo sorprendente es que no exista un estudio riguroso, o por lo menos básico, sobre su origen y su inasible significado. Llama la atención que lingüistas y filólogos consagrados de nuestro país –porque debo suponer que la palabra viene a ser un peruanismo– no hayan advertido de su uso coloquial y relativamente frecuente. Tampoco en el internet se puede encontrar nada al respecto, situación que me fue comunicada por algunos alumnos que trataban de hacer sus propias indagaciones cuando yo solté un buen día en clase la vocecilla en cuestión.
     Razón de más para ensayar una aproximación conceptual a partir de todas las evidencias recogidas en años de convivencia con el sentido figurado del término. ¿Cómo podemos definir a un “churrupaco”? Creo que lo primero que destaca es su acusada ordinariez, seguida de una flagrante vulgaridad, tanto en los gestos como en las palabras; el “churrupaco” es el tipo sin brillos, anodino y común en su silvestre condición, poseedor de una ostentosa incultura que lo manifiesta a través de actitudes y preferencias que delatan su penosa inclinación por las cosas de mal gusto y visiblemente huachafas. Todo ello en medio de la más sórdida y banal grosería.
     El “churrupaco” puede desplazarse en auto de último modelo o vestir la llamada ropa de marca, pero nada de ello podrá esconder ni ocultar su radical “churrupaquería”; inversamente, un simple ciclista o modesto peatón muy bien pueden estar librados de esa condición por sus cualidades notorias de finura y nobleza. No interesa el color ni la condición socio-económica, pues los “churrupacos” están repartidos entre todos los segmentos sociales, y los hay blancos, negros, mestizos, cholos y demás expresiones de nuestra celebrada multietnicidad.

Lima, 14 de noviembre de 2015. 

Elecciones 2016: perspectivas

        A punto de iniciarse una de las campañas políticas más intensas, desabridas e inquietantes de los últimos tiempos -estando en la etapa oficial de las definiciones de las candidaturas a través de unas elecciones internas que tienen más de meros espectáculos de vodevil que de auténticos ejercicios democráticos de participación ciudadana, sobre todo a juzgar por lo sucedido en un partido tradicional y por lo que se avecina en las demás tiendas políticas, excepción hecha de un frente de la izquierda-, es bueno traer a la memoria del futuro elector algunos aspectos esenciales que puedan orientar mejor su elección.
     Me preguntaba hace unos meses, ante el panorama desolador de nuestra escena política, sobre quién podría encarnar una alternativa decente en las elecciones presidenciales del próximo año, y la respuesta no la encontraba por ninguna parte. Era sencillamente desconsoladora la sola idea de pensar que uno de los figurones que encabezan, dizque las encuestas de intención de voto, pudiera alzarse con el triunfo en las jornadas de abril del 2016.
     ¿No hay mejores opciones que éstas?, ¿es que no nos merecemos algo distinto?, ¿estamos condenados a sufrir gobiernos desastrosos que nosotros mismos elegimos cada cinco años?, eran algunas de las interrogantes que me acuciaban insistentemente, al contemplar cómo la hija de un expresidente sentenciado por ladrón y asesino, un exministro al servicio invariable de las grandes corporaciones, un exmandatario con serios cuestionamientos sobre su conducta en materia de política antinarcóticos, otro con graves acusaciones que aún se ventilan en la justicia, eran los nombres que sonaban con más fuerza en la opinión pública para el recambio presidencial del próximo año.
     En medio de este gris pesimismo y casi sin ningún atisbo de luz en el horizonte, se yergue de pronto la inmortal esperanza en la forma de una promesa que vuelve a despertar los ánimos deshechos por años y años de experiencias nefastas, sumido en decepciones y traiciones propinadas por esta impresentable clase política. Aunque racionalmente no hubiera cupo para la ilusión, una tendencia natural de lo humano nos lleva a veces a rendirnos a esa fuerza desconocida gobernada por el instinto y la intuición. Pues como decía el maestro Ernesto Sábato, si la angustia es la prueba ontológica de la nada, la esperanza lo es del sentido de la vida; en este caso, de nuestro futuro político.
     Se ha dicho que, así como ha sucedido en numerosos países latinoamericanos, ya es tiempo de que una mujer asuma la conducción política del Perú, más allá de si este argumento pueda considerarse sexista o no pase de la simple mención anecdótica, pues es verdad también que, independientemente del género, quien gobierne un país debe hacerlo basado en consideraciones programáticas e ideológicas que fundamenten su propuesta de gobierno, y que reciban el respaldo de una ciudadanía informada y conocedora de sus derechos.
     Si en el Perú ha llegado el momento en que una mujer sea elegida presidente de la República, ella tendría que ser, entre aquellas que figuran como candidatas, no alguien que exhiba un dudoso pasado como parte de un régimen que pisoteó los derechos humanos y convirtió nuestro país en un chiquero moral, que avaló con su silencio convenido o su abierta complicidad, todas las tropelías que se cometieron en contra de la frágil democracia que empezaba a construirse, la heredera de una década ignominiosa de la historia política reciente, aquella que por puro oportunismo electorero busca desmarcarse de sus reales principios autoritarios, lavarse la cara con un discurso insólito ante una universidad estadounidense, cuando vemos que tras su aparente fachada de demócrata ejemplar, se esconden y cobijan viejos dinosaurios de ideas trasnochadas y posturas anacrónicas. No podría serlo aquella que encarna una forma de gobernar basada en la confrontación y la imposición, en el desconocimiento de los errores cometidos en el régimen del que fue parte, y en la defensa de los peores aspectos de esa década infame en que su padre, ahora preso, transformó al Perú en una satrapía oriental, con los ingredientes más sórdidos y truculentos de una novela negra.
     Es verdad que no hay muchos motivos para ser optimistas a estas alturas, pero no darle cabida aunque sea a una pizca de esperanza, es abandonarse irremediablemente en brazos de la más oscura desesperanza, antesala del nihilismo y la muerte. ¿Hay alguien que puede devolvernos esa brizna de ilusión que logre salvarnos del caos en esta noche profunda que vive nuestra democracia?

Lima, 3 de noviembre de 2015.  

Vacaciones en Ica

     Como parte de las recientes vacaciones de medio año, se presentó un impensado destino turístico que inmediatamente tomamos en cuenta y de la noche a la mañana se convirtió en nuestro objetivo de viaje: la rumorosa y apacible ciudad de Ica, la tierra de Abraham Valdelomar y de Raúl Porras Barrenechea. El trayecto lo hicimos en autobús, que partió de Lima cerca de las tres de la tarde y llegó a eso de las ocho de la noche.
     Buena parte del camino está dominado por los desiertos costeros, dunas y médanos ondulantes a la orilla del mar, pueblitos diseminados entre el arenal, la neblina vespertina y el bramido de los oleajes marinos. La pista, que se extiende como una cinta gris de cemento y hormigón, es una línea vertical que se pierde en la perspectiva de la mirada, con pequeñas y suaves curvas que apenas disimulan su trazado rectilíneo hacia el sur.
     La invitación, largamente guardada en el cajón de la memoria, que nos hiciera alguna vez una pareja de buenos amigos, de llegar a su casa en la ciudad para pasar una temporada, encontró su mejor asidero esta vez que decidimos enrumbar hacia allá. Sonia y Carlos nos acogieron con una hospitalidad inmerecida esa noche que llegamos y nos instalamos en una cómoda habitación que nos brindaron en la segunda planta de su espaciosa vivienda.
     Ica es una ciudad acogedora, especialmente el centro, cuyas callecitas estrechas y su plaza principal, trazadas a cordel, conforman un núcleo de agitación humana constante a cualquier hora del día. En las zonas periféricas prevalece más bien cierto desorden y grisura productos del descuido y el abandono. Los pobladores se movilizan en taxis y mototaxis, cuyas unidades rebosan por todas las calles y avenidas. El sol es permanente y acompaña las actividades cotidianas del poblador, que repite aquella frase que es como el santo y seña de su identidad: Ica, la ciudad del eterno sol.
     En los escasos cuatro días que permanecimos en la ciudad, pudimos conocer los lugares más característicos de su atractivo turístico: la laguna de Huacachina, un oasis muy concurrido, con posibilidades de pasear en bote por sus aguas o de arriesgarse en los carros areneros por entre las dunas que la rodean; el centro ceremonial de las Brujas de Cachiche, lugar donde confluyen la superstición popular y las creencias ancestrales del lugareño; el árbol de las siete cabezas, caprichosa conformación de la naturaleza que exhibe, entre las ramas de un viejo algarrobo semienterrado, diversas figuras zoomorfas; el bosque de piedras, un paraje a algunos kilómetros del centro, donde se puede observar graciosas imágenes de animales en los bloques de piedra diseminados en el desierto.
     También estuvimos en el centro vitivinícola de la fábrica Tacama, una de las más representativas de la industria de la región. Milagros, la simpática y amable guía, nos hizo conocer las instalaciones de toda la planta, desde los extensos sembríos de la uva, hasta las inmensas maquinarias para su procesamiento y conversión en vino o pisco, pasando por la sede principal de la casa, que antaño fue un convento, y la sala de expendio de bebidas y demás souvenirs, donde fuimos convidados con diferentes versiones de sus productos emblemáticos.
     Visitamos asimismo el Museo, que alberga importantes colecciones del arte y la cultura de los Paracas y Nazcas, los vistosos mantos y los sarcófagos de los primeros, así como las vasijas cromáticas de los segundos; finalizando en el zoológico, el último día por la tarde, casi con las sombras de la noche a cuestas, por lo que tuvo que ser una visita fugaz y apresurada, quedando para una próxima vez un recorrido más acucioso y detallado. Recalamos nuevamente en el centro, para despedirnos de la ciudad que nos había acogido cálidamente en los pocos días que estuvimos; sentados en una banca de la plaza, gozamos unos minutos del frescor del clima y del espectáculo nocturno de una pequeña urbe costeña que se afana por conquistar una posición expectante en el desarrollo de una región clave del país.

Lima, 19 de octubre de 2015.