viernes, 30 de diciembre de 2016

Fatalidad

    Una misteriosa confabulación del azar, que los profanos llamamos simplemente suerte, puso en mis manos una obra que no había previsto leer tan pronto, pero que nada más el tenerla me abrió inmediatamente el apetito. Contribuyeron a ello tanto la promesa de un autor consagrado como el formato simpático del libro. Se trata de Nuestra Señora de París, la primera gran novela del escritor francés Víctor Hugo, toda una cumbre decimonónica del género.
    La narración se inicia cuando el poeta vagabundo Pierre Gringoire intenta representar una de sus obras dramáticas en un gran salón de la ciudad ante un público diverso. Fracasa y deambula por las calles de París hasta llegar a dar en la Corte de los Milagros, el barrio del hampa parisina, donde es condenado a ser colgado por su condición de burgués. Una bella gitana, Esmeralda, logra salvarlo en el último minuto, aceptándolo por esposo casi a los pies de la horca. Se realiza la unión según el ritual gitano y Gringoire pasa su noche de bodas en un arcón de madera.
    Víctor Hugo describe a la iglesia de Notre Dame como “una vasta sinfonía de piedra”. Luego hace lo mismo con la ciudad, desde su privilegiado observatorio en lo alto de la famosa catedral, destacando las tres partes de que se compone la ciudad: la Cité, la Universidad y la Ville. Es minucioso y prolijo en la pintura del paisaje citadino, deteniéndose fruitivamente en aquellos puntos que le resultan particularmente queridos. El autor, amante del arte de las formas, llega a decir que “la arquitectura ha sido hasta el siglo XV el registro principal de la humanidad”.
    En inefable y joven clérigo Claude Frollo, archidiácono de Notre Dame, recoge a Quasimodo, un deforme niño abandonado al pedestal de los expósitos frente a la iglesia, ante la mirada atónita de un grupo de mujeres que hacían comentarios chispeantes sobre la monstruosidad del pequeño ser. El hermano menor de Claude, Jehan, tan diferente de él en todo, aparece para contrastar con su figura casquivana y frívola.
    Una mujer de Reims, de nombre Mahiette, les relata a otras dos damas parisinas, el origen de Quasimoso, el niño egipcio puesto a cambio de la hija de una desgraciada que los gitanos se llevaron y celebraron con ella un aquelarre, de donde surge la leyenda, transmitida luego con más maledicencia que veracidad, de que los gitanos roban y comen a los niños.
    El archidiácono se obsesiona con la gitana, al punto de que al enterarse de que ésta está interesada en Febo, capitán de la guardia del rey, urde una estratagema para desprenderse de él. Los convoca a una pocilga de los márgenes del Sena, donde apuñala a Febo y huye creyéndolo muerto. Esmeralda se desmaya y cuando recobra el sentido está rodeada de los soldados de la ronda que la culpan del crimen.
    En el juicio, al que acude sin saberlo Gringoire, es acusada de brujería y de haber asesinado al capitán Febo. Al proclamar su inocencia, es sometida a tortura en una cámara lúgubre y tenebrosa de los sótanos del Palacio de Justicia. A la primera prueba, y ante la imposibilidad de resistir tanto dolor, se declara culpable. El procurador del rey lee la sentencia y ella es confinada en una mazmorra en los subterráneos del edificio, adonde llega un día Claude Frollo para declararle su amor, que ella rechaza cuando reconoce al asesino de Febo, quien como sabemos no había muerto, pues más adelante reaparecerá curado buscando a Flor de Lis, su primera novia, en el instante que la Esmeralda es llevada a la plaza para su retractación y condena. En el momento supremo, irrumpe Quasimodo en escena y salva a la gitana llevándosela en vilo a la iglesia al grito de ¡asilo!, mientras la multitud se enfervoriza.
    Los truhanes de la Corte de los Milagros se preparan para rescatar a la Esmeralda de la iglesia de Notre Dame donde está asilada, quien corre peligro porque una orden del Parlamento ha decidido colgarla a pesar de la protección eclesiástica. Los truhanes deciden atacar y Quasimodo resiste creyendo que vienen a colgarla. Las tropas del rey llegan en ayuda del campanero, mientras Gringoire y el archidiácono la sacan subrepticiamente de la iglesia. Es llevada por las calles de la noche hasta que vuelven al lugar de origen, donde es dejada con la reclusa Sachette para que la custodie, en tanto el raptor va en busca de la guardia, pues ella –Esmeralda–  se ha negado por enésima vez a aceptarlo. La Sachette reconoce a Esmeralda como su hija por el zapatito que guardaba en el bolso, cuyo par ella atesoraba en su celda. La escena es de una indescriptible ternura.
    Pero la suerte de ambas está echada, la fatalidad aletea sobre sus cabezas, y a pesar de que se resisten abrazadas una a la otra, la Esmeralda termina ejecutada en la horca, mientras su madre contempla horrorizada y casi ya sin vida el fin del objeto precioso de sus desvelos. Cuando después de un tiempo los visitantes acuden al lugar donde fueron abandonados, más que enterrados, estos pobres seres, los sorprende el hallazgo de dos esqueletos enlazados en el último suspiro, el de Quasimodo y el de la gitana en una versión trágica del famoso soneto de Quevedo sobre el amor constante más allá de la muerte.
    Una obra espléndida, monumental como la misma iglesia de Nuestra Señora de París, una arquitectura novelística que rezuma toda la magnificencia de un género que en el siglo XIX alcanzó su máximo esplendor.


Lima, 24 de diciembre de 2016.  

Fidel

    Después de las montañas de comentarios, artículos, notas y demás textos que se han escrito a propósito de la muerte del líder cubano Fidel Castro, intento por mi parte hacer una balance personal sobre el acontecimiento más importante de este fin de año que ya se precipita a su ocaso. Yo nací en el año 5 de la Revolución, y todo lo que sé de ella lo leí en los periódicos o lo encontré en los libros, así como escuché los testimonios de quienes fueron los testigos temporales de aquel magno acontecimiento que sacudió la historia de América Latina; ergo, mi visión puede estar lastrada de idealismo y utopía, tanto como de inocencia y romanticismo.
    Coincidiendo con el sesenta aniversario de la partida del Granma rumbo a Cuba, el 25 de noviembre de 1956, para dar inicio a una de las gestas más asombrosas del siglo XX, que terminaría derrocando a la oprobiosa dictadura de Fulgencio Batista, luego de más de dos años de cruentos combates en Sierra Maestra, al oriente de la isla, el máximo comandante de aquellas épicas jornadas ha dicho adiós a este mundo a sus 90 años de  vertiginosa vida.
    Personaje controvertido y polémico, su nombre y presencia despiertan oleadas de simpatía y de rechazo por igual, algo que se pudo comprobar al día siguiente del anuncio que hiciera de su fallecimiento su hermano Raúl la noche del viernes 25. Mientras en las calles de Miami en Florida, cientos de cubanos expresaban su algarabía por la desaparición del hombre que marcó la historia de su país para siempre, en La Habana, Santiago de Cuba, Mayarí y otras tantas ciudades de la patria de Martí, miles de cubanos, entre caras contristadas y lágrimas vivas, no ocultaban su pesar por la partida de quien representaba para ellos la imagen del padre de todos, el patriarca que había forjado –o intentado forjar por lo menos– una sociedad mejor para ellos.
    Haciendo las sumas y las restas, poniendo en el fiel de la balanza las luces y las sombras de este singular personaje, la figura de Fidel Castro emerge como una de las personalidades más descollantes del panorama político contemporáneo. La complejidad de su legado se puede calibrar por la índole de quienes lo admiraban y de aquellos que lo denostaban. No podemos olvidar, por ejemplo, que el gran escritor colombiano Gabriel García Márquez haya sido uno de sus mejores amigos; mientras que el peruano Mario Vargas Llosa se erigiera en uno de sus más enconados críticos. El momento crucial para que la intelectualidad latinoamericana, en gran parte, perdiera la ilusión y el encanto por las promesas de la Revolución, fue cuando aquello del poeta Heberto Padilla, caso emblemático como el que más.
    Pero la figura del gigante revolucionario del primigenio 26 de Julio está allí, más allá de la muerte –una simple contingencia para los grandes–, como una imagen tutelar para todo acto de auténtica rebeldía. Una caterva de enanos se ha lanzado ahora tras su gigantesca figura caída, mas no saben que él ha franqueado ya la valla de la inmortalidad, mientras todos ellos solo quedarán vagando por los suburbios de la mezquindad y la maledicencia. Es decir que, llevados por un puñado de estereotipos y de lugares comunes, seguirán gritando sus invectivas inalcanzables para quien ha sobrepasado ampliamente las ansiadas páginas de la historia. A diferencia de muchos de esos críticos y detractores del guerrillero de Sierra Maestra, yo sí creo que está más cerca de su propia profecía, que la historia terminará absolviéndolo en ese hipotético juicio final de los tiempos.
    Es cierto, además, que el camino de la Revolución ha sido muchas veces sinuoso, condicionado por las circunstancias de una época mucho más dura de la que podemos imaginar, con la peligrosa vecindad de un enemigo omnipotente y abusivo que no le perdonaba nada, que lo mantuvo durante más de medio siglo bajo las severas reglas de un embargo asfixiante y un bloqueo injusto. Quizás esta coyuntura empujó al régimen a enzarzarse en gruesos errores que luego han sido la comidilla de sus contrincantes.
    Pero allí están también sus logros, notables resultados alcanzados en materia de educación y de salud que nadie puede discutir; así como su solidaria política internacional, desplegada en favor de los pueblos oprimidos del mundo, cuyo ejemplo más evidente es el de Angola, país al que ayudó a sacudirse del yugo del colonialismo. Cómo olvidar, además, a la legión de médicos cubanos repartidos en numerosos puntos del planeta, allí donde su valioso concurso servía para luchar contra los males de este mundo.
    Haberle devuelto la dignidad a su pueblo no es, en verdad, poca cosa. La valentía y la  bondad de este Quijote del siglo XX tal vez se vean empañadas por todo aquello que se cuenta por boca de los opositores y los disidentes, los episodios que terminaron en escenas impropias del idealismo con el que nació esta gesta; pero ahora se abre la posibilidad de enrumbar el destino de aquel maravilloso pueblo hacia el sitial que se merece, a pesar de que los vientos de época no se avizoran muy favorables con la llegada al poder, en la gran nación del norte, de un presidente de maneras rústicas y miras obtusas.
    La apertura que iniciara Barack Obama con Raúl Castro en diciembre de 2014 debe seguir su curso, cuyo paso siguiente sería el fin del bloqueo; sin embargo, los cambios que se avecinan no permiten albergar demasiada esperanza. En fin, la huella espiritual del gran caudillo que ya descansa de su largo periplo de luchas y conquistas, será la energía imprescindible que los cubanos deberán utilizar para la tarea desafiante que resta por cumplir, guiados por ese lema místico que él mismo les dejó: Fidel, fiel hasta la victoria, siempre.


Lima, 8 de diciembre de 2016. 

sábado, 19 de noviembre de 2016

Pesadilla americana

    El triunfo del magnate estadounidense Donald Trump en las elecciones presidenciales del martes 8 último avizora un futuro incierto y sombrío tanto para la superpotencia como para el resto del mundo. El solo hecho de haberse permitido postular a tan alto cargo a tan bufonesco personaje, revela la índole moral y espiritual de una sociedad que empieza a evidenciar los signos claros de su decadencia política. Un tipo lastrado por las peores calificaciones personales: misógino, racista, xenófobo, ignorante, vulgar, machista, grosero, etc., accede de esta manera al poder del país que durante un siglo ejerce su hegemonía sobre el planeta.
    El viejo partido de Abraham Lincoln, copado por el populismo más recalcitrante y obtuso, termina convertido en el vehículo triunfante de un personaje impresentable y digno del más genuino desprecio. Como que se jacta impúdicamente de hacer lo que quiere con las mujeres porque el ser multimillonario es para eso su patente de corso; insulta descaradamente, además, a los mexicanos, a los musulmanes, a los homosexuales, y hasta a los discapacitados. Allí están sus decenas de tuits –publicados a doble página por el New York Times– para corroborarlo.
    Cómo explicar este hecho inaudito en la que se supone es la mayor democracia del mundo. Los analistas se rompen la cabeza para encontrar razones y argumentos convincentes que nos permitan comprender una de las mayores imposturas de los tiempos recientes. Alguno desliza por allí la idea de que es una forma de burlarse de un sistema político enfermo, como lo ha sugerido el cineasta Michael Moore, quien además predijo con bastante acierto este bochornoso resultado para el país más poderoso del orbe.
    Después de Trump, cualquier advenedizo en la política puede creerse con las condiciones y el derecho de aspirar a la presidencia no solo de ese país, sino de cualquiera en donde tenga a bien funcionar la democracia. Paradójicamente, el mayor logro de un sistema político tan estimado en Occidente, puede trocarse también en su mayor verdugo. Es decir, que un mandatario elegido democráticamente, asuma ya en el poder poses autoritarias que pongan en riesgo los principios y valores que lo sostienen.
    Los ciudadanos del mundo no se reponen aún de la conmoción que ha significado el triunfo del candidato en los comicios presidenciales de la nación norteamericana. Azuzando muy eficazmente –a una población mayoritariamente impermeable a la ética y a los valores imprescindibles de las modernas sociedades democráticas– el hirsuto fantasma del miedo, y valiéndose de las mentiras y los insultos como armas arrojadizas, ha calado poderosamente en la mentalidad de un electorado desencantado del sistema y que ha visto como su única salida enrostrarle a las élites el tamaño de su decepción.
    Se veía venir este resultado. Lo que más se temía se ha consumado. El ocaso del imperio capitalista es inevitable: acaba de mostrarse un signo de su inexorable declive. Tampoco es que Hillary Clinton encarnara precisamente lo que se denomina, con cierta anacrónica ingenuidad, el sueño americano; pero Trump es la viva imagen de su pesadilla. Y a pesar de obtener la mayor votación popular, la candidata demócrata sufre el mayor revés de su dilatada carrera política, pues “un sistema electoral arcaico del siglo XVIII” (M. Moore dixit), ha permitido que gane quien menos votos populares tiene.
    Se cierra así un año nefasto para las aspiraciones progresistas de los pueblos en el mundo, asolado por un populismo de derechas que comenzó con el Brexit en el Reino Unido, siguió con el No en Colombia y que ahora catapulta a la Sala Oval de la Casa Blanca al representante más bronco de esta deriva neofascista. Quedan pendiendo de un hilo todos los avances significativos del gobierno de Obama en materia de política exterior, como la apertura a Cuba y el acuerdo nuclear con Irán, así como tantos otros asuntos en los que Washington tenía la voz cantante.
    Escéptico, suspicaz, incrédulo, espero los acontecimientos que vienen a partir de ahora con la misma sensación que si estuviera en medio de una borrasca en alta mar.


Lima, 12 de noviembre de 2016. 

domingo, 23 de octubre de 2016

El artista del trapecio

     La concesión del Premio Nobel de Literatura 2016 al cantautor estadounidense Rober Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, ha desatado una polémica entre los lectores de las más diversas procedencias, ya sean músicos u hombres de letras. Curiosamente hay quisquillosos tanto entre los primeros como entre los segundos, quienes no admiten que un galardón que normalmente estaba reservado a los escritores, vaya a recaer en las manos de un cantante, que es creador de canciones ciertamente, pero que esencialmente es un músico. Mientras que en la cofradía de los hombres de la pluma se tiende a ver con mayor apertura, sobre todo al recordar que en sus orígenes la poesía y la música estuvieron estrechamente unidas. Los nombres de Homero, Safo, más la extensa lista de los juglares medievales y los trovadores de las cortes europeas, no hacen sino corroborar este aserto.
     Lo que la Academia sueca ha hecho no es sino reconocer esa gran tradición poética que viene desde los mismos inicios de la concepción de la literatura, en una etapa de promisora oralidad que dio paso posteriormente al espléndido desarrollo de la escritura, que actualmente domina el ámbito de lo literario es verdad, pero que no deja por eso de considerar a la vertiente oral la importancia que tiene. Tampoco debemos olvidar lo que la cultura literaria le debe a la infinita riqueza de las tradiciones orales, las epopeyas, los cantos épicos, las leyendas y toda esa gama de ingente producción poética que ha alimentado y nutrido el desarrollo de la literatura en todos los rincones del planeta.
     Oponerse a la decisión de la Academia sueca solo por el prurito de la convencionalidad, anclados en inveterados juicios dogmáticos, basados en estrictos argumentos puristas, es restarle toda la jocunda vitalidad que puede insuflarle al premio el hecho de voltear la mirada hacia otras manifestaciones del espíritu humano que también tienen a la palabra como su vehículo esencial para la transmisión de la belleza. Un reconocimiento de esta naturaleza no puede petrificarse en el tiempo ni convertirse en una baldosa mental que nos impida ir ensanchando los criterios con que un creador expresa la maravillosa diversidad de su arte.
     Bob Dylan dijo alguna vez en una entrevista que él no se consideraba un poeta o algo por el estilo, sino un artista del trapecio. Inmediatamente pensé en el relato homónimo de Kafka, que quizás poco o nada tenga que ver con el arte del músico de Minnesota, aunque algo sí podrían compartir ambos personajes tan distantes y dispares en otros sentidos: el desafío del espacio a través de  las piruetas que cada quien es capaz de realizar en su respectivo arte. Eso es lo que ha venido haciendo el legendario cantante norteamericano desde que en sus inicios explorara el género del folk para exponer rítmicamente las letras de sus canciones que inmediatamente la crítica calificó de protesta; y enseguida se lanzara hacia otros géneros como el soul, el country, los spirituals y el jazz, ritmos todos ellos donde ha dejado también lo mejor de su producción.
     Diversos cantantes han interpretado sus canciones, muchos álbumes se han vendido y múltiples conciertos ha dado el cantautor que desde hace algunos años venía siendo voceado para el premio que ahora le ha sido otorgado. No se conoce la reacción del premiado, todo hace pensar que algo inesperado está por suceder. Como fuera, los académicos lo esperarán el 10 de diciembre en Estocolmo para la entrega oficial del galardón, y aunque Dylan decidiera no ir o eventualmente rechazara la distinción, el giro que ha dado el prestigioso premio va a marcar un hito en su propia historia, que de esta manera expande su radio de acción, siendo perfectamente posible que en los próximos años un historietista o autor de cómic pueda acceder igualmente a esta consagración universal que significa, entre otras cosas, dicha presea. Muy bien podrían haber obtenido esta dicha –algunos están a tiempo aún– juglares como Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Vinicius de Moraes, Joan Manuel Serrat, Facundo Cabral o Atahualpa Yupanqui, entre los nuestros; o Leonard Cohen, Jacques Brel, Georges Brassens, entre otros muchos poetas de la canción del mundo entero.
     Dylan reúne todos los méritos para este premio, razón por la que hablar de error o equívoco de los jurados suecos, como ha deslizado en un comentario el Nobel peruano Mario Vargas Llosa, no es sino una muestra de la confusión en la que muchos han caído al creer que sólo los novelistas o narradores son los merecedores de aquél, cuando es también la poesía, quizás el más antiguo de los géneros literarios, y por cierto la forma más acabada del arte de la palabra, lo que ahora se ha reconocido, así como otras veces puede serlo el ensayo o el teatro, incluso el periodismo como el año pasado con Svetlana Alexiévich.
     A seguir deleitándonos con sus magníficas canciones apreciando el singular lirismo de sus letras.

Lima, 22 de octubre de 2016.           


miércoles, 12 de octubre de 2016

La guerra y la paz

    El proceso de paz que se inició hace más de cuatro años entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las guerrillas más longevas del continente, han encallado aparentemente en un callejón sin salida. O esa es por lo menos la impresión que se tiene después de los sucesivos acontecimientos que han desembocado en el revés innegable que significó el triunfo del No en el plebiscito del último 2 de octubre.
     Luego de que el 26 de septiembre se firmara el acuerdo definitivo en la histórica ciudad de Cartagena de Indias ante la presencia de más de 2500 invitados, entre los que se contaban jefes de Estado, representantes diplomáticos, expresidentes y personalidades de la política mundial, todo hacía presagiar que el camino hacia la paz por el que transitaba el país era felizmente irreversible. Flanqueados por Ban Ki-moon, Enrique Peña Nieto, Pedro Pablo Kuczynski y Raúl Castro, representantes de un espectro ideológico de lo más variopinto, Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño sellaban el encuentro con un apretón de manos y un abrazo.
     Las encuestas anunciaban un holgado triunfo del SÍ con el visto bueno de la comunidad internacional y la esperanza de miles de colombianos que fueron víctimas de más de medio siglo de violencia. Pero he ahí que un resultado sorpresivo ha hecho saltar por los aires esa cómoda seguridad en la que andábamos instalados quienes desde un inicio vimos con buenos ojos y gran expectativa estos diálogos que se iniciaron en Oslo y continuaron en La Habana, con el auspicio de los gobiernos de Noruega y Cuba, así como la asistencia constante de Chile y Venezuela.
     Ante la evidencia de unos resultados favorables a la paz, y ante la presencia de una campaña contraria encabezada por el expresidente Álvaro Uribe, una pregunta se imponía de rigor: ¿Apostamos por el futuro, o nos quedamos anclados en al pasado? Si las víctimas directas del conflicto, aquellas que perdieron a sus seres queridos o vivieron en carne propia la violencia, como el escritor Héctor Abad Faciolince, cuyo padre fue asesinado por los paramilitares en las calles de Bogotá; Ana María Busquet, viuda de Guillermo Cano, director de El Espectador asesinado en 1986 por un sicario de Pablo Escobar; la diputada Clara Rojas y la excandidata presidencial Íngrid Betancourt, ambas secuestradas por las guerrillas en el año 2002; y miles de anónimos colombianos que sufrieron los embates de la demencia de la guerra, han expresado su deseo de perdón, ¿por qué no pueden hacerlo quienes contemplaron desde lejos el conflicto?
     Es sintomático, y paradójico a la vez, que los cinco departamentos más afectados por la guerra, preferentemente del ámbito rural, hayan votado mayoritariamente por el SÍ, mientras que las zonas urbanas lo han hecho por el NO. La capital, donde la campaña a favor ha juntado a los sectores más informados, entre ellos los intelectuales y los artistas, le ha dicho SÍ a los Acuerdos de Paz. Medellín, de donde es oriundo Álvaro Uribe, quien ha apelado a los factores primarios del miedo y la venganza para convencer al electorado, generalmente desinformado y apático, se ha inclinado por el NO.
     Baltazar Garzón, el brillante juez español que logró la detención en Londres del genocida Augusto Pinochet, entre otras nobles causas, ha señalado la inmejorable condición de este pacto que pone fin a cinco décadas de guerra interna. No será el mejor acuerdo, indudablemente, pero es el más realista que se ha podido lograr gracias, entre otros, a ese filósofo amante de los libros llamado Sergio Jaramillo, Alto Comisionado para la Paz del gobierno de Bogotá, y a su grupo de esclarecidos asesores internacionales, entre los que destaca el excanciller e historiador israelí Schlomo Ben Ami.
     Hay varios antecedentes exitosos de este tipo de acuerdos que han logrado pacificar diversas zonas convulsas del planeta. Sin ir muy lejos en el tiempo, tenemos a Sudáfrica, donde en 1993 el líder negro Nelson Mandela logró pactar la paz poniendo fin al régimen del apartheid con el gobierno de Frederik de Klerk; o el Acuerdo de Viernes Santo, que puso fin al conflicto de Irlanda del Norte en 1998; y en Latinoamérica, el Acuerdo de Esquipulas, firmado en Guatemala en 1987, que estableció la paz en Centroamérica; o los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que se firmaron en México, acabando con la guerrilla de El Salvador en 1992. En todos ellos tuvo que cederse algo, a cambio de un objetivo superior como es la paz, pues toda negociación está hecha de cesiones y concesiones, pero donde debe primar el sentido de la equidad y la justicia.
     Mas cuando empezaba a cundir el desánimo y la desesperanza ante lo acordado en La Habana y firmado en Cartagena de Indias, el Comité Noruego del Nobel anunciaba la concesión del Premio Nobel de la Paz de este año al presidente colombiano Juan Manuel Santos, “por sus decididos esfuerzos para acabar con los más de 50 años de guerra civil” en el país. Un gran espaldarazo, sin duda, del más importante Premio que concede la Fundación Nobel, que se suma así al unánime respaldo de la comunidad internacional, expresada en el apoyo de las Naciones Unidas, la Unión Europea, los Estados Unidos, Rusia, y una larga lista de países y organizaciones internacionales. Gran paradoja: mientras Colombia decía No, aunque con una magra participación del 37.44% del total de electores, el mundo entero replicaba SÍ.
     El periodista y escritor inglés John Carlin ha señalado en un reciente artículo que habría una deriva de la estupidez en el mundo, iniciada por el Brexit en el Reino Unido hace unos meses, seguida por este triunfo del NO en Colombia, y que culminaría con Trump ganando las presidenciales en los Estados Unidos el próximo mes. Tendría que replantearse este albur de las consultas ciudadanas cuando los pueblos deciden a veces jugar a la ruleta rusa desde la más completa inconsciencia y desinformación, acicateados solamente por instintos primitivos que muy bien saben explotar los demagogos de siempre.
     Queda ahora únicamente hilar fino para encontrar una salida a este impasse, tarea en la que ya están inmersos los principales actores del conflicto, quienes deberán poner por encima de todo el gran objetivo que el pueblo colombiano anhela, posponiendo intereses políticos personales que mucho daño han hecho a veces al proceso en marcha. Lo que debe quedar bien claro es que nunca más las armas deben volver a sonar: la paz es la vida y el futuro; la guerra, la muerte y el pasado.


Lima, 11 de octubre de 2016.       

sábado, 8 de octubre de 2016

Revisitando el País de Jauja

     Después de veinte años, he releído con inmenso fervor la emblemática novela que se ha constituido en el santo y seña de la jaujinidad: País de Jauja (PEISA, 1993), del reconocido escritor Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1933). Por un momento me asaltó la idea de que, con el transcurso del tiempo, su poder de seducción se hubiese deteriorado, y por tanto perdido esa magia encantatoria que hace dos décadas me mantuvo en estado de éxtasis recorriendo sus páginas como si recorriera las calles del viejo terruño impregnado de tantísimos recuerdos y vivencias.
     Pero no, al avanzar las primeras páginas caí nuevamente bajo el hechizo de su brujería  narrativa; era otro, sin duda, el libro que leía, como otro era quien lo hacía, pues evidentemente en todo este tiempo pasado ambos habíamos experimentado los rigores de las naturales mudanzas de la existencia, expresado en aquel famoso aforismo de Heráclito de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Mucha agua había corrido desde entonces bajo el puente de los años que la experiencia de este reencuentro ha sido verdaderamente novedoso.
     La historia de Claudio Alaya Manrique, un adolescente de 15 años que pasa sus vacaciones escolares cumpliendo determinados ritos de iniciación, que serán fundamentales para su educación sentimental como para su vocación de artista, atrapa al lector lenta pero seguramente. Tenemos lo que Joyce llamaría un retrato del artista adolescente, oscilando entre las pasiones por la música y por las letras, dilema feliz que el personaje vive en una suerte de gozo perpetuo. Estudia piano con su madre, transcribiendo juntos la música –huaynos y yaravíes– dejada por su abuelo, y luego asiste donde la maestra Mercedes Chávarri para perfeccionar su aprendizaje. Lee simultáneamente La Ilíada, que su hermano Abelardo ha escogido para él, lectura que impregnará su imaginación de los mitos griegos que luego cotejará con los andinos que alguna vez escuchara de labios de Marcelina. Conviven así, en la narración, el mito del minotauro y el de los amarus en feliz armonía, símbolo de ese sincretismo cultural que recorre toda la obra.
     Una galería de personajes singulares pueblan la novela con sus variopintas y excéntricas ocupaciones, como por ejemplo el carpintero Fox Caro, comerciante de ataúdes y poseedor de una oratoria místico-poética con alusiones a una “esotérica versión del sermón de la montaña”; o Cristóforo Palomino, Palomeque, peluquero, enjalmador y latinista; o Mitrídates, limeño, expósito y guardián del mortuorio del hospital; o Zoraida Awapara, joven viuda de perturbadora belleza y sensualidad que impresiona los sentidos de Claudio y de sus amigos; o Elena Oyanguren, joven paciente del sanatorio que deslumbra por su exótica belleza; y así se van añadiendo otros personajes secundarios que le dan color y diversidad al relato.
     En la narración se intercalan las notas del protagonista, los relatos de Marcelina y las cartas de Leonor, la modesta muchachita del pueblo de Yauli que ha despertado los sentimientos amorosos de nuestro protagonista. También están las cartas de Laurita, la hermana de Claudio que vive en Lima donde estudia pintura en Bellas Artes. Su hermano mayor, Abelardo, ha dejado sus estudios de derecho en San Marcos y trabaja como bibliotecario en el Concejo Municipal. Sus padres son el maestro Eduardo Alaya, fallecido luchador social y simpatizante de la izquierda, y la dama Laura Manrique, hija del que fuera organista de la Iglesia Matriz don Baltazar José Manrique. Vive con ellos su tía Marisa, maestra soltera con un agudo sentido del humor, y con quien Claudio pone constantemente a prueba su paciencia y su sentido de tolerancia.
     Pero en medio de esta atmósfera de diáfana y optimista alegría, un hecho sombrío destaca en segundo plano, una tragedia que se nos va revelando a través de los testimonios involuntarios e incoherentes que las viejas tías Euristela e Ismena realizan cada vez que Claudio las visita a pedido de su madre. La misteriosa historia de la hacienda en Yanasmayo, y de los sucesos que involucraron a un tal Antenor o Agenor, al hacendado  y a sus hijas, va alimentando la intriga del lector hasta el cruel desenlace donde el mismo Antenor, desde las sombras, relata cómo fue que su propio padre –José María de los Heros– acabó con su vida por empeñarse en amar a su medio hermana, Euristela, a pesar de que él no lo sabía hasta ese momento crucial que precipita su muerte. Luego el incendio, provocado para esconder el crimen, y su entierro en Raupi, al pie de las chullpas o torres fúnebres de los pobladores xauxas.
     Al final, la misa de difuntos en memoria de las dos tías, muertas casi al unísono, tal como vivieron. Será la ocasión para que Claudio exponga ante los demás sus dotes musicales, pues de acuerdo con el padre Monteverde, él tocará el armonio, interpretando la creación de su abuelo, Baltazar José Manrique, el Laudate Dominum, así como una pieza de Buxtehude, un organista danés del siglo XVIII. Para ello también ha comprometido la colaboración del rumano Radulescu, cuya cuidada voz tenoril completa la misa cantada con la que Claudio conquista apoteósicamente los oídos de los asistentes y el reconocimiento de su prometedora carrera artística.
     Ecos cervantinos y pinceladas homéricas matizan la narración de una historia que a pesar de ese acontecimiento infausto, señalado líneas arriba, llega al final destilando un mensaje esperanzador y lleno de promesas sobre el porvenir armonioso e integrado de una sociedad que hará honor al real significado de la antigua leyenda del País de Jauja. Una lectura vibrante y placentera de un espléndido libro.


Lima, 5 de octubre de 2016.          

Revisitando el País de Jauja

     Después de veinte años, he releído con inmenso fervor la emblemática novela que se ha constituido en el santo y seña de la jaujinidad: País de Jauja (PEISA, 1993), del reconocido escritor Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1933). Por un momento me asaltó la idea de que, con el transcurso del tiempo, su poder de seducción se hubiese deteriorado, y por tanto perdido esa magia encantatoria que hace dos décadas me mantuvo en estado de éxtasis recorriendo sus páginas como si recorriera las calles del viejo terruño impregnado de tantísimos recuerdos y vivencias.
     Pero no, al avanzar las primeras páginas caí nuevamente bajo el hechizo de su brujería  narrativa; era otro, sin duda, el libro que leía, como otro era quien lo hacía, pues evidentemente en todo este tiempo pasado ambos habíamos experimentado los rigores de las naturales mudanzas de la existencia, expresado en aquel famoso aforismo de Heráclito de que nadie se baña dos veces en el mismo río. Mucha agua había corrido desde entonces bajo el puente de los años que la experiencia de este reencuentro ha sido verdaderamente novedoso.
     La historia de Claudio Alaya Manrique, un adolescente de 15 años que pasa sus vacaciones escolares cumpliendo determinados ritos de iniciación, que serán fundamentales para su educación sentimental como para su vocación de artista, atrapa al lector lenta pero seguramente. Tenemos lo que Joyce llamaría un retrato del artista adolescente, oscilando entre las pasiones por la música y por las letras, dilema feliz que el personaje vive en una suerte de gozo perpetuo. Estudia piano con su madre, transcribiendo juntos la música –huaynos y yaravíes– dejada por su abuelo, y luego asiste donde la maestra Mercedes Chávarri para perfeccionar su aprendizaje. Lee simultáneamente La Ilíada, que su hermano Abelardo ha escogido para él, lectura que impregnará su imaginación de los mitos griegos que luego cotejará con los andinos que alguna vez escuchara de labios de Marcelina. Conviven así, en la narración, el mito del minotauro y el de los amarus en feliz armonía, símbolo de ese sincretismo cultural que recorre toda la obra.
     Una galería de personajes singulares pueblan la novela con sus variopintas y excéntricas ocupaciones, como por ejemplo el carpintero Fox Caro, comerciante de ataúdes y poseedor de una oratoria místico-poética con alusiones a una “esotérica versión del sermón de la montaña”; o Cristóforo Palomino, Palomeque, peluquero, enjalmador y latinista; o Mitrídates, limeño, expósito y guardián del mortuorio del hospital; o Zoraida Awapara, joven viuda de perturbadora belleza y sensualidad que impresiona los sentidos de Claudio y de sus amigos; o Elena Oyanguren, joven paciente del sanatorio que deslumbra por su exótica belleza; y así se van añadiendo otros personajes secundarios que le dan color y diversidad al relato.
     En la narración se intercalan las notas del protagonista, los relatos de Marcelina y las cartas de Leonor, la modesta muchachita del pueblo de Yauli que ha despertado los sentimientos amorosos de nuestro protagonista. También están las cartas de Laurita, la hermana de Claudio que vive en Lima donde estudia pintura en Bellas Artes. Su hermano mayor, Abelardo, ha dejado sus estudios de derecho en San Marcos y trabaja como bibliotecario en el Concejo Municipal. Sus padres son el maestro Eduardo Alaya, fallecido luchador social y simpatizante de la izquierda, y la dama Laura Manrique, hija del que fuera organista de la Iglesia Matriz don Baltazar José Manrique. Vive con ellos su tía Marisa, maestra soltera con un agudo sentido del humor, y con quien Claudio pone constantemente a prueba su paciencia y su sentido de tolerancia.
     Pero en medio de esta atmósfera de diáfana y optimista alegría, un hecho sombrío destaca en segundo plano, una tragedia que se nos va revelando a través de los testimonios involuntarios e incoherentes que las viejas tías Euristela e Ismena realizan cada vez que Claudio las visita a pedido de su madre. La misteriosa historia de la hacienda en Yanasmayo, y de los sucesos que involucraron a un tal Antenor o Agenor, al hacendado  y a sus hijas, va alimentando la intriga del lector hasta el cruel desenlace donde el mismo Antenor, desde las sombras, relata cómo fue que su propio padre –José María de los Heros– acabó con su vida por empeñarse en amar a su medio hermana, Euristela, a pesar de que él no lo sabía hasta ese momento crucial que precipita su muerte. Luego el incendio, provocado para esconder el crimen, y su entierro en Raupi, al pie de las chullpas o torres fúnebres de los pobladores xauxas.
     Al final, la misa de difuntos en memoria de las dos tías, muertas casi al unísono, tal como vivieron. Será la ocasión para que Claudio exponga ante los demás sus dotes musicales, pues de acuerdo con el padre Monteverde, él tocará el armonio, interpretando la creación de su abuelo, Baltazar José Manrique, el Laudate Dominum, así como una pieza de Buxtehude, un organista danés del siglo XVIII. Para ello también ha comprometido la colaboración del rumano Radulescu, cuya cuidada voz tenoril completa la misa cantada con la que Claudio conquista apoteósicamente los oídos de los asistentes y el reconocimiento de su prometedora carrera artística.
     Ecos cervantinos y pinceladas homéricas matizan la narración de una historia que a pesar de ese acontecimiento infausto, señalado líneas arriba, llega al final destilando un mensaje esperanzador y lleno de promesas sobre el porvenir armonioso e integrado de una sociedad que hará honor al real significado de la antigua leyenda del País de Jauja. Una lectura vibrante y placentera de un espléndido libro.


Lima, 5 de octubre de 2016.          

jueves, 4 de agosto de 2016

La estrella amarilla

     Son numerosos los libros, entre ficciones y ensayos, que tratan sobre la persecución y exterminio de los judíos por parte de las tropas nazis durante la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, la novela Sin destino (1975), escrita por el Premio Nobel húngaro Imre Kertész, destaca nítidamente por sus dotes singulares en el manejo de los datos históricos cuanto por la concisión de una prosa austera y potente, poseedora de una rara belleza que nos interroga permanentemente sobre aquello que nos parece imposible de tener otros significados.
     Un libro sobre el llamado Holocausto judío, que con más precisión deberíamos llamar Shoah, como lo ha demostrado Juan Gelman en un luminoso artículo periodístico de 1999 titulado “Arte y genocidio”, donde hace el deslinde de la siguiente manera: “El aura de ‘Holocausto’ remite a ‘un acto de abnegación que se lleva a cabo por amor’ según la Real Academia, o una ‘renuncia a algo muy querido o de sí mismo para lograr un ideal o el bien de otros’, según María Moliner. Nada más lejos de lo que sucedió en los campos de concentración y los hornos crematorios nazis… La palabra hebrea ‘Shoah’ refiere a la destrucción total y evoca el desierto vacío. Es lo que ocurrió, lo que los propios nazis llamaban ‘vernichten’, que significa literalmente en alemán ‘reducir a la nada’.”
     El narrador es György, tiene quince años y ve al inicio de la novela cómo su padre arregla sus cosas porque debe ir al campo de trabajo. Llegan familiares y amigos para despedirse de él, entre ellos sus abuelos y los padres y hermanas de su madrastra. Uno de los hermanos mayores de ésta llega después y le habla para aleccionarlo sobre su responsabilidad, ahora que se quedará solo con ella. La escena es triste, hay llantos y rostros acongojados. Su madre vive aparte, y se reúne con ella dos días a la semana por disposición judicial.
     Han pasado dos meses y György Köves es asignado como auxiliar de albañil en la isla de Csepel, adonde tiene que acudir con el pase que recibe, pues siendo judío su libertad de movimiento es muy limitada. Se trata de una empresa militar de refinería de petróleo, que los alemanes administran a través de representantes húngaros. Tiene, en el ínterin de sus idas y vueltas al trabajo, su primera experiencia sentimental con Annamária, una chica de catorce años que vive en el mismo edificio que él.
     Un día detienen a todos los trabajadores que se dirigen a la refinería, entre ellos al muchacho, los llevan a un amplio local cercano de la aduana, luego a un cuartel militar donde deben esperar hasta el día siguiente para que sus casos sean “examinados”. En realidad, es un simple eufemismo para dilatar el tiempo mientras organizan la forma de ser enviados a diferentes destinos, nada menos que los terroríficos campos de concentración, una versión del infierno creada por la paranoia nazi.
     Posteriormente son conducidos en tren a Alemania, y cuando se detienen en una estación con los primeros rayos del sol, el protagonista, empinándose sobre la única ventana del vagón, logra leer las dos palabras del cartel situado debajo del techo del edificio: “Auschwitz-Birkenau”, el más temible campo de exterminio alemán. “Puedo asegurar que la espera no conduce a la alegría”, habría pensado el narrador al inicio de ese párrafo del trepidante relato. Enseguida describe cómo terminó incorporado, con los demás muchachos y mucha gente más, al campo de concentración más célebre del nazismo. Allí, les sirven una sopa incomestible y un pan negro. A la par, advierte la presencia de chimeneas innumerables, los hornos crematorios de los presos. Toma conciencia de estar en un Konzentrationslager (campo de concentración), específicamente en un Vernichtungslager (campo de exterminio).
     Los días transcurren iguales y monótonos entre los dos paseos diarios al barracón de los aseos y a los baños, la distribución de la comida, el recuento vespertino y todo tipo de noticias. Dice el narrador: “Esperábamos, siempre esperábamos –si lo pienso bien– que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz”.
     Después de tres días en Auschwitz, un tren de mercancías lo conduce a Buchenwald, el otro campo tristemente célebre de la historia, donde le asignan el número 64,921 (Vier-und-sechzig, neun, ein-und-zwanzig). De allí, al concluir la cuarta noche, es enviado al campo de Zeiz. Las peripecias y tribulaciones que padece en estos campos están narrados con una tranquila crudeza, diríamos con un sereno espanto, describiendo situaciones estremecedoras que conmocionan su joven visión del mundo y de los seres humanos  desde una perspectiva de relativa normalidad.
     El último capítulo es, sorprendentemente, el más sobrecogedor, puesto que cuando las tropas aliadas liberan los campos, el protagonista emprende el camino de vuelta al hogar  y lo primero que encuentra es que su casa está habitada por otras personas. Indaga entre los vecinos por los suyos, los señores Fleishmann y Steiner lo reconocen y reciben con amabilidad. A través de ellos se entera de que su padre ha muerto en el campo de concentración de Mauthausen, que su madrastra se ha vuelto a casar, esta vez con Süto, el amigo de su padre que al comienzo de la novela los ayuda haciéndose cargo de sus bienes para escamotearlos de la requisa nazi.
     Al final el personaje principal reflexiona sobre el destino y la libertad, dos conceptos que para él son excluyentes. Hay un breve debate con los señores Fleishmann y Steiner, con quienes no se pone de acuerdo, por lo que decide salir para buscar a su madre. Sentado en la banca de un parque, piensa que sobre la experiencia de la felicidad en medio de los “horrores” de un campo de concentración debería hablar la próxima vez que le pregunten.
     Imprescindible novela que se lee con deleite y expectación, una de las cumbres sobre la temática que ensombreció el siglo XX.


Lima, 4 de agosto de 2016.  

domingo, 31 de julio de 2016

La sombra de Lear

     Un rey convoca a sus hijas y demás parientes para anunciarles la división del reino. Las hermanas mayores, casadas, le ofrecen sus respetos y las muestras de amor al padre, mientras la hija menor, aparte de ello, expresa muy sutilmente su deseo de mantenerse soltera, en momentos en que el padre arregla todo lo concerniente a su boda con uno de los dos principescos pretendientes. El rey acepta de buenas maneras la convencional actitud de las primeras, pero se siente afrentado por la sinceridad y franqueza de la última, tomando medidas drásticas contra ella en el instante. Este es el comienzo de El Rey Lear, escrita en 1605 aproximadamente, uno de los dramas más intensos y trágicos de William Shakespeare.
     Las hijas mayores son Gonerill y Regan, casadas con los duques de Albany y de Cornwall, respectivamente; la hija menor es Cordelia, cuya mano pretenden el rey de Francia y el duque de Borgoña, quienes son interpelados por Lear. Kent, un conde, sale en defensa de la hija desheredada, situación nueva que obliga a Burgundy a desistir de contraer nupcias con aquella, a la par que France la acepta como su esposa. Kent debe marchar al destierro.
     Gloucester, otro conde, descubre, por una carta dejada en el gabinete de Edmund, su hijo bastardo, que su otro hijo Edgar trama algo contra él. Edmund no cree en esto y promete averiguarlo. Simultáneamente, Kent se disfraza y se convierte en servidor del rey; Gonerill se queja ante su padre del comportamiento del bufón y de otros caballeros del séquito real. Lear prorrumpe en injurias contra ella y decide marcharse donde Regan.
    Edmund dialoga con el cortesano Curan en la escena primera del acto segundo, dando inicio a la secuencia central del drama. Hay rumores de una probable guerra entre el duque de Albany y el de Cornwall. En la escena segunda, Kent se enfrenta a Oswald, el mayordomo de Gonerill luego de insultarlo con gruesos epítetos. Cornwall amenaza a Kent con ponerle los cepos. Por otro lado, Edgar huye del cerco que le ha tendido su padre.
     Luego del breve monólogo de Edgar en la escena tercera, se escenifica en la cuarta el momento más intenso del drama, donde Lear, en medio de su incipiente locura, percibe la ingratitud de sus dos hijas mayores, retirándose con su séquito después de un tenso escarceo con ellas, confrontación donde salen a relucir las reales intenciones que las mueven.
     Es un viejo tópico decir que el teatro se asemeja a la vida, que todos somos actores involuntarios de este drama misterioso que vivimos día a día, protagonistas inconscientes de un guion compuesto por un taumaturgo caprichoso que nos pone ante las circunstancias más imprevisibles y que nos hace vivir situaciones enrevesadas que difícilmente podemos entender y comprender.
     En el acto tercero, escena segunda, el rey impreca a los elementos de la naturaleza, invocándolos para que lo destruyan todo, en medio de una espantosa tormenta; Kent le ofrece refugio en una cabaña cerca, donde lanza maldiciones contra sus hijas. En la escena séptima Gloucester es torturado por orden de Cornwall y Regan, acusado de traición por recibir una carta del Rey de Francia. Le arrancan los ojos al momento de descubrir la verdad de Edmund y Edgar. Este último hará de guía de su padre ciego camino a Dover.
     En la escena segunda del acto tercero se manifiesta la discordia entre Gonerill y Albany, quien reprueba la conducta de las hermanas. En ese instante un mensajero les anuncia la muerte de Cornwall, a manos de un sirviente. A la vez, Cordelia se entera de que su padre anda perdido y loco y ordena traerlo. En la escena sexta del acto cuarto, la más trágica según la crítica, Gloucester se marcha a Dover donde piensa en dar fin a su vida; su encuentro con Lear es providencial, y la muerte de Oswald a manos de Edgar cierra el círculo de las asombrosas revelaciones, pues encuentra en sus bolsillos una carta de Gonerill para Edmund, tramando la muerte de su propio esposo el duque.
     En el quinto acto, se desencadena el fin de la tragedia; Lear y Cordelia son aprehendidos después de perder la batalla. Gonerill envenena a su hermana Regan y luego se suicida, por causa de Edmund, quien oscilaba entre el amor de ambas. También mueren Edmund, Cordelia y Lear. Albany, Kent y Edgar dialogan en la última secuencia sobre las posibilidades de reconstruir el reino, destruido por las ambiciones y los desatinos de quienes no supieron acertar con los auténticos sentimientos que mueven a los hombres y a las mujeres en este mundo.
     Maravillosa y conmovedora historia que nos interpela precisamente sobre ese trasfondo de las acciones y las decisiones de los seres humanos, enmascarados muchas veces tras los falsos oropeles de la cortesanía y las afectaciones sociales. Desvelar esos estratos escondidos demasiado tarde precipita finales trágicos que con más inteligencia se podrían haber evitado.


Lima, 30 de julio de 2016.   

Adiós a las armas

     Luego de más de cuatro años de intensas negociaciones, auspiciadas por los gobiernos de Cuba y Noruega y con el concurso de otros como EE.UU., Venezuela, Brasil, Argentina y Chile, se ha logrado por fin la firma de los acuerdos de paz en Colombia entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el grupo guerrillero más longevo de Latinoamérica, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
     A pesar de que la fecha límite fue el 23 de marzo pasado, salvando los escollos de algunas dificultades de última hora, se decretó primero el alto el fuego bilateral en junio y ahora el hecho histórico que, después de más de 50 años de conflicto armado, alrededor de 220,000 muertos y cerca de 7 millones de desplazados, da el primer paso que constituye un hito para la ardua construcción de la paz que todos los colombianos ansían.
     Los cinco puntos de las negociaciones se han ido superando lentamente en largas horas de encuentros en La Habana, donde el mediador del gobierno Humberto de la Calle y el jefe del equipo negociador de las FARC Iván Márquez, han desbrozado temas como la política de desarrollo integral; la participación en política; la solución al problema de drogas ilícitas; la reparación y justicia para las víctimas; y la implementación, verificación y refrendación de lo pactado. Cada asunto ha sido materia de una minuciosa evaluación para llegar a un punto medio que implique una forma de consenso.
     Sin embargo,  hay voces discrepantes, cuya cabeza visible es el expresidente Álvaro Uribe, que desde el inicio se han opuesto férreamente al proceso de paz, bajo el argumento de que la guerrilla no es sino una banda delincuencial que actúa aliada con el narcotráfico y que el gobierno no puede ponerse a ese nivel sentándose a negociar con quienes son autores de crímenes y latrocinios en agravio de la sociedad y el Estado, buscando ahora acogerse a una paz que deje impunes sus delitos de varias décadas. Tras esta posición, hay un importante sector de ciudadanos donde figuran algunos periodistas y escritores, entre ellos Fernando Vallejo, autor de una vasta diatriba contra el presidente Santos y toda la clase política que lo apoya.
     El asunto se va a saldar con un plebiscito, convocado ya por el régimen, donde serán los colombianos quienes decidan si se lleva adelante o no la implementación de todos los acuerdos logrados. Es cierto que se pueden plantear muchos reparos a la manera como se ha conseguido este acuerdo, pero es que no existe la paz perfecta, algo o mucho se tiene a veces que ceder y conceder si uno busca un objetivo superior, ese es el precio que se debe pagar si se quiere alcanzar un valor fundamental para una pacífica convivencia en sociedad.
     Están pendientes, además, el establecimiento de las zonas que ocuparán los guerrilleros que dejen las armas para integrarse gradualmente a la vida civil y, providencialmente, participar en la política nacional. No se trata de entregar las armas, como ellos mismos lo han aclarado, distinción clarísima que hacen con respecto a la dejación, pues lo primero implicaría una especie de rendición que ellos no están en condiciones de reconocer. Este es un punto que, como es obvio, irrita particularmente a los detractores de todo el proceso.
     Más allá de esta polémica que ha dividido prácticamente a la sociedad colombiana, está el logro de una verdadera hazaña en materia de superación de conflictos en nuestro subcontinente, pues no se trata de plantear exigencias maximalistas que harían imposible toda forma de acuerdo, siempre quedarían puntos cuyos detalles harían irreversibles las necesarias coincidencias para un salomónico entendimiento. Lo conseguido hasta ahora debe ser visto como un avance fundamental para la edificación de una paz que ha sido esquiva en medio siglo, debiendo aún considerarse otros frentes que quedan pendientes, como es el caso del que sostienen el Ejército de Liberación Nacional (ELN), con quienes ya se han iniciado los primeros tanteos para un diálogo de paz que conduzca a la erradicación definitiva de la violencia política en el querido país de Gabriel García Márquez.
     Las posiciones intransigentes y verticalistas no pueden erigirse en argumentos válidos que torpedeen un esfuerzo de años, más aún si lo que está en juego es algo tan valioso como la convivencia pacífica del país y el deseo de toda una nación de prosperar en un clima donde esa atmósfera permanentemente cargada de tensión no impida el libre y sano ejercicio de la vida en todas sus manifestaciones.


Lima, 29 de julio de 2016.

El paraíso de Milton

     El episodio bíblico de la caída, capital en el pensamiento teológico cristiano, y cuyas repercusiones en las exégesis filosóficas que se han ensayado a lo largo de siglos han producido una ingente masa de estudios críticos y publicaciones especializadas, tiene sin duda en El paraíso perdido del poeta inglés John Milton su cumbre más elevada, tanto desde el punto de vista religioso –contribución valiosa a la mitología canónica–, como desde el punto de vista literario, una recreación poética insuperable de uno de los pasajes más significativos de la historia sagrada de la creación y la perdición del hombre.
     En un paisaje de llamas sin luz, de tinieblas visibles, descendemos a los infiernos de la mano del poeta, para visitar la lúgubre morada de personajes como Satán, Belcebú, Moloch, Mammón y otros, expulsados del Cielo por su rebelión contra el Creador. El Príncipe de las Tinieblas promete a sus legiones infernales reconquistar los espacios celestes por medio del engaño y la astucia, puesto que no lo habían logrado por la fuerza. Moloch, “el más feroz, fuerte y osado entre todos los moradores del Infierno”, apuesta por la guerra abierta y sin cuartel, movidos siempre por el odio y la venganza. Belcebú propone empezar la tarea por el hombre, esa nueva criatura hecha surgir por el Omnipotente. Todos aprueban con clamores en el tenebroso consejo del Averno.
     Satán asume el trabajo de liberar a los ángeles caídos; vuela hacia los confines del antro horripilante y al llegar a sus puertas exteriores se encuentra con los guardianes: la Muerte y la Culpa, quienes lo llaman “padre”. Alcanza su meta e “inflamado de maligna venganza, blasfema, y en hora maldita, premedita la perdición del género humano”. Con la ayuda del arcángel Uriel, llega a la Tierra, mientras contempla la magnificencia de los astros y mundos interestelares. El jardín del Edén, el jardín de Dios, se presenta a la contemplación del ángel malo, llamado también “el monarca tenebroso”, “la negra envidia”, “el taciturno astro vespertino”. El Paraíso es custodiado por Gabriel, y ante la amenaza que acecha a la pareja celestial, procede a expulsar al maligno. Pero Eva ha sentido un susurro tentador en sus sueños inquietos de esa noche, invitándola a saborear del fruto del árbol de la ciencia, prohibido expresamente por el Creador.
     En feroz combate, las huestes del Cielo arrojan a los rebeldes a los insondables abismos infernales. El Hijo ha comandado el ejército victorioso de ángeles, expulsando y sometiendo a los seguidores de Satanás. Mientras tanto, Rafael le explica a Adán el objetivo divino: crear un pueblo, empezando por una criatura, que pueda merecer –merced a su líder y obediencia– la morada celestial dejada vacía por la expulsión de los ángeles sediciosos. Enseguida, Adán escucha las instrucciones del arcángel, que le recuerda la prohibición tajante de probar del árbol de la ciencia, en cuyo caso conocerá la muerte y todas las desgracias se abatirán sobre él.
     Satanás vuelve a la Tierra y se encarna en una serpiente para perder a Adán y Eva. Esta propone a aquel separarse para cumplir las tareas del paraíso. La serpiente le habla, lisonjera, a Eva, quien se extraña de esta habilidad, que el embustero atribuye al fruto de un árbol. Cae en la trampa del maligno y enseguida hace lo mismo con Adán. Ambos se acusan, “comenzando a pagar su delito”. Las recusaciones se inician cuando Adán espeta a Eva con esta terrible frase: “está el cielo en tu mirada y el infierno en tu pecho”. Dios impone el castigo y permite que la Culpa y la Muerte ingresen al mundo. Además, impone que la mujer parirá con dolor y que el hombre se sustentará con el sudor de su frente. En el libro undécimo, las palabras del Creador son clarísimas al explicar nuestra situación mortal y finita: “El hombre recibió de mí en su nacimiento la dicha y la inmortalidad, Perdida ya la dicha, si aún fuera inmortal su desventura sería eterna. Por eso, movido de piedad, un término limitado a su vida señalo, que si sabe aprovecharlo, y obedece mis leyes y vence sobre el mal, segura recompensa recibirá al morir”.
     Dios encarga al arcángel Miguel cercar el Paraíso con sus huestes celestiales y expulsar a Adán y Eva de él; luego lleva a Adán a la cima de un monte para contemplar todo el porvenir de la raza humana. El Altísimo decreta la pena de muerte debido a la desobediencia. Pero la redención del hombre vendrá con el Hijo, que sufrirá la culpa y morirá brevemente para triunfar definitivamente sobre ellas.
     Espléndido libro que me ha devuelto ese fervor religioso que alguna vez tuve, más allá de iglesias y templos, confirmándome a su vez en otro fervor, el de los libros,  una verdad esencial que el mismo Milton lo expresa de manera inmejorable en su Aeropagítica: “A good book is the precious lifeblood of a master spirit, embalmed and treasured up on purpose to a life beyond life” (“Un buen libro es la preciada sangre que palpita de un espíritu maestro, embalsamada y cuidada a propósito para tener una vida más allá de la vida”).


Lima, 25 de julio de 2016.  

domingo, 10 de julio de 2016

Testigo de una masacre

     Un profesor peruano, empleado como corrector de estilo para la agencia china Xinhua, es testigo de un hecho histórico que marcaría las postrimerías del siglo XX: la revuelta de los estudiantes chinos en la famosa Plaza Tian’anmen de Beiging. Alrededor de este núcleo temático se desarrolla la trama de Los eunucos inmortales (Lima, 1995), probablemente la obra mayor del escritor arequipeño Oswaldo Reynoso.
     Al inicio de la novela, el narrador nos sitúa en el escenario del mayor movimiento estudiantil de protesta en la China comunista del siglo XX: las jornadas de la Plaza Tian’anmen, que se saldaron con miles de muertos y cientos de heridos, detenidos y desaparecidos, una feroz represión del gobierno de Beiging silenciada por la prensa oficial, pero conocida en Occidente de manera parcial a través de periodistas europeos y de otros observadores privilegiados, entre ellos el narrador de la historia.
     Simultáneamente, irrumpen en escena los estudiantes arequipeños manifestando su rechazo al régimen dictatorial de Odría, en las calles de una ciudad siempre rebelde y contestataria. Pero solo se trata de un guiño, un destello de la memoria de este profesor peruano que recuerda sus años juveniles como protagonista de otra jornada memorable en su ciudad natal.
     Desde su departamento en el Hotel, como llaman al centro de residencia de extranjeros en la capital china, se va enterando del lento crecimiento de ese fermento de resistencia y furor juvenil que exige cambios democráticos al régimen, combate a la corrupción y fin de la anquilosada burocracia. Lo acompañan algunos ciudadanos chinos asignados a su servicio, como la ayi y los fuyuanes, así como el joven Liang, He, la hermosa Tin Tin, el maestro Li, el estudiante peruano Coco y otros extranjeros involucrados de alguna manera en los sucesos de junio de 1989.
     El trabajo del lenguaje es notable, hay pasajes en que las descripciones del paisaje y de la naturaleza alcanzan cimas estéticas de gran valor. Lo mismo pasa con los diálogos, insertos en la narración y que fluyen espontáneamente por todas las arterias de una prosa trabajada con rigor y extrema exquisitez. Se puede percibir un cierto influjo de La casa de cartón, de Martín Adán, poeta al que el novelista frecuentó regularmente y sobre todo leyó con fervor. Pinceladas poéticas de gran factura, diseminadas a lo largo de la narración, están allí para corroborarlo.
     Los lugares emblemáticos de la gran ciudad, como la Avenida de la Paz Celestial, la Ciudad Prohibida, la Columna a los Héroes del Pueblo, el Salón de la Suprema Armonía y otros, sirven no solo de telón de fondo de los tumultuosos acontecimientos, sino que se yerguen en sí mismos en protagonistas mudos de los trágicos sucesos que terminaron en un ominoso baño de sangre que tiñó para siempre la historia de ese país y también la historia contemporánea.
     El desfile de estudiantes por las avenidas de la capital portando pancartas alusivas a su lucha, la movilización de los ciudadanos solidarizándose con los jóvenes, el tráfico infernal para acceder a la céntrica plaza, atestada de ciclistas, coches y manifestantes, la atmósfera tensa que precede al ingreso de los tanques del ejército ordenada por el régimen de Den Xiaoping, están pintados con vivo realismo, mientras el mundo se prepara a presenciar la masacre impávido y lleno de estupor.
      También permean la novela los modos y costumbres de una civilización milenaria que el personaje conoce de primera mano, la idiosincrasia y gastronomía especialísimas de una cultura que ha alcanzado altas cotas de refinamiento. Formas y fondos de un modo de ser, sustratos antiquísimos que perviven en el seno de una sociedad oficialmente socialista, pero que no ha perdido esa filosofía profunda del alma oriental, a despecho de quienes quisieran arrancarla de raíz para estar acordes con su nuevo proyecto político.
     Numerosos hechos aciagos jalonan la vida de la China contemporánea, como la misma revolución maoísta de 1949 y la denominada Revolución Cultural de 1966 a 1976; por lo que los sucesos de Tian’anmen no son sino el triste colofón de una era signada por la violencia, la confrontación y la muerte, hechos todos ellos que arrastraron hondos cambios en la vida política y social del país más poblado del planeta.
     El título está explicado en uno de los pasajes de la novela: “Sí, eunucos inmortales, le afirmo, los burócratas, esos especímenes que siempre se aferran al timón del barco que sea sin importarles el rumbo que tomen. Esos que siempre flotan. Rojos, blancos, verdes o amarillos, qué más da, la misma mierda”. Al ser una tradición de siglos, ni siquiera el vuelco social e ideológico experimentado en la era de Mao ha podido extirparlos, o mejor dicho han tenido que camuflarse para adaptarse a los nuevos tiempos.
     Sobre las ideas de patria y de socialismo, el autor intercala dos sabrosos fragmentos que delatan su sentir: “Siempre me ha parecido grotesco el sentimiento de añoranza por una patria de papel y más aún cuando viene unido a comidas o a himnos y banderas… Y la verdad es que nunca he experimentado el sentimiento de patria, ni dentro ni fuera del Perú, con cebiche o sin pisco. En todo caso, mi patria sería el rostro de la gente que amo o tal vez siempre he amado la patria que no existe, por eso es que nunca he podido encontrar la clave de la felicidad”. Hay claros paralelos con el homónimo poema de José Emilio Pacheco. Y en cuanto al socialismo: “¿Y por qué sigo creyendo en el socialismo? Porque es la más hermosa de las utopías creadas por el hombre y porque además es una necesidad biológica de la sobrevivencia de la especie humana”. Plenamente de acuerdo, pues solo un ideal así, asociado quizás al concepto del mito mariateguiano, puede alimentar esa esperanza humana de un futuro superior.
     Estupenda novela, llena de poesía y de ternura, a pesar del luctuoso derrumbe de una utopía, o mejor dicho, del remedo imperfecto de esa utopía. Ésta, siempre queda a salvo aguardándonos en un porvenir que debe ser el de nuestros sueños.


Lima, 10 de julio de 2016. 

sábado, 25 de junio de 2016

Reino Unido vota por el Brexit

     En una decisión sin precedentes, el Reino Unido ha decidido abandonar la Unión Europea después de más de cuatro décadas, en un referéndum convocado el año pasado por el Primer Ministro David Cameron y celebrado el pasado jueves 23 de junio, por un margen estrecho de votos: 51,9% frente al 48,1%. Indudablemente que es un hecho histórico, pues nunca antes se había producido algo semejante.
     Cuando el actual Primer Ministro lanzó su candidatura en el 2013 ofreció como parte de su campaña –para contentar sobre todo a la facción más derechista de su partido–, la realización de esta consulta ciudadana, no se habría imaginado tal vez  la deriva dramática que iba a tener con los resultados que ahora han conmocionado al mundo político y financiero de Occidente. Ante esto no le ha quedado más recurso que dimitir, dejando para octubre la elección de su sucesor.
     Lo curioso de este fenómeno, que ha mantenido en vilo a la sociedad inglesa durante los últimos meses, es que las posiciones de cara a la posibilidad de una salida de su país del proyecto europeo, han situado a ambas orillas de la campaña a personalidades de los más diversos grupos políticos, más allá de sus filiaciones partidistas y de sus vertientes ideológicas. Así, mientras de parte de la permanencia se situaban el propio David Cameron, Primer Ministro conservador,  como el líder opositor laborista Jeremy Corbyn; en el bando contrario, podíamos hallar al exalcalde de Londres y prominente político conservador Boris Johnson, al Ministro de Justicia Michael Gove, y al líder del ultraderechista y nacionalista UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido), Nigel Farage, probablemente el verdadero artífice del triunfo.
     En el referéndum de 1975, donde se votaba también por la permanencia o salida de la Comunidad Económica Europea (CCE), el antecedente inmediato de la Unión Europea, las alineaciones fueron parecidas, aunque en un sentido ideológico inverso, pues el Primer Ministro era el laborista Harold Wilson, y la lideresa de la oposición la conservadora  Margaret Thatcher, ambos a favor de continuar en el proyecto europeo. Los comicios se zanjaron por la permanencia, hasta que un capricho personal de un irresponsable político que solo quería evitarse líos al interior de su agrupación, ha puesto al filo del abismo el porvenir de toda una nación.  
     Pero la campaña ha saltado también a niveles  internacionales, con un Barack Obama y una Angela Merkel abogando por la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea; y al frente, sintomáticamente, se han alineado personajes como Donald Trump, el virtual candidato del Partido Republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, y Marine Le Pen, cabeza visible del xenófobo y racista Frente Nacional de Francia. Eso puede quizás expresar algo del significado de lo que estaba en juego en el referéndum, porque las implicancias y consecuencias del mismo son evidentemente más perjudiciales que beneficiosas para un país que compartía con sus socios del continente una cantidad de prerrogativas que en los terrenos económicos y políticos, así como sociales, científicos y culturales concedían a sus ciudadanos mejores posibilidades de vida.
     Se trata, a todas luces, de un claro retroceso histórico, en un mundo que marcha hacia la integración y la abolición de las fronteras, refrenado, sin embargo, con este asunto de la inmigración, que ha despertado las alarmas de los movimientos más obtusamente nacionalistas y racistas de occidente. Pues casi todas las bazas de esta campaña en el Reino Unido se han depositado en el temor hacia los inmigrantes, azuzado por los cabecillas de los partidos más retrógrados y reaccionarios de la isla. Como bien lo expresó en su cuenta de twitter un joven ciudadano inglés al día siguiente de saberse los resultados, donde escribió que los abuelos han manifestado que es más fuerte su miedo al extranjero que el amor a sus nietos. Pues son ellos precisamente, los jóvenes, los que se sienten más decepcionados e indignados ante esta incomprensible decisión.
     Son múltiples las oportunidades y bondades que se perderán los ingleses, irlandeses, galeses y escoceses, por más que la Unión Europea no haya estado funcionando como muchos esperaban. Además, numerosos derechos laborales y sindicales estarán amenazados si ahora quedan al margen del Tratado de Lisboa y de las políticas de Bruselas. Aparte de los beneficios educativos, cuya expresión más notoria es el Convenio Erasmus, un programa de intercambio universitario entre los distintos Estados de la Unión. Por lo pronto, el desplome de la Bolsa de Londres y la depreciación de la libra esterlina, son los principales indicadores del desastre económico que se avecina. El peligro de una fractura política igualmente asecha a partir de lo que digan en adelante tanto Escocia como Irlanda del Norte, que votaron mayoritariamente por la permanencia, pues juzgan que ellos le dijeron sí a la Unión Europea, y ya están pensando en activar otra vez un nuevo mecanismo de referéndum para su independencia del Reino Unido, con su consiguiente adhesión a Europa.   
     Se ha impuesto, pues, la opción abiertamente anti-histórica, aquella que pretende dinamitar el acuerdo comunitario, que le traerá más dolores de cabeza al Reino Unido en todos los terrenos de su vida futura. Por su parte, la UE enfrenta su más grave crisis, que la coloca ante el peligro de que otros Estados puedan seguir el ejemplo británico y terminen desbaratando del todo uno de los proyectos políticos integracionistas más avanzados de los últimos tiempos.

Lima, 25 de junio de 2016.     

         

sábado, 18 de junio de 2016

Salvado por un pelo

     En las elecciones más reñidas de que se tengan memoria en las últimas décadas, el organismo electoral ha dado finalmente su veredicto, después de angustiosos días en que el electorado vivió en ascuas esperando el único resultado que nos salvara de la ignominia y la indecencia: La derrota de la candidata del fujimorismo, cuyo triunfo hubiera significado para el Perú un clarísimo retroceso en términos políticos para la democracia y en términos éticos para la sociedad.
     Luego de confirmado el triunfo del otro candidato, quien por cierto hizo una campaña sosa y desangelada, pero que la gran ola antifujimorista de las últimas semanas logró revertir en su favor, las huestes de la pandilla naranja quedaron mudas de espanto, algo que ya se había prefigurado ante el anuncio de los primeros resultados el mismo domingo al cierre de la votación, cuando un comentarista de televisión, de clara inclinación fujimorista, quedó petrificado en el plató, ante la inquietud y preocupación de sus colegas que optaron por dejarlo respetuosamente en su sopor postraumático.
     La candidata perdedora, sumida en el silencio luego de perfilarse las tendencias en el conteo oficial de los votos, salió para decir que esperaba los resultados finales una vez resueltas las impugnaciones, negándose a reconocer la evidencia de cómo una vez más el pan se le quemaba en las puertas del horno, tal como le sucediera literalmente, con un agudo sentido de la profecía, en la mañana misma de las elecciones en los huachafos y exhibicionistas desayunos electorales, ante la mirada curiosa de los familiares y periodistas que la rodeaban.
     Inmediatamente los fujitrolls inundaron las redes sociales con sus vulgares mensajes de descalificación y ninguneo, encumbrando a su lideresa cual heroína griega que se hubiera enfrentado sola a todos los dioses del Olimpo. Porque la verdad fue precisamente la contraria, que solo la unión de todos los ciudadanos que creemos auténticamente en la democracia, más allá de banderías políticas e ideologías, pudo salvar al Perú de caer en las garras de una banda de mafiosos que en la década infame de los noventa camparon a sus anchas destruyendo todo lo que de decente y civilizado quedaba aún.
     Pero la imagen que graficó en su real dimensión la catadura moral del fujimorismo fue su presentación ante la prensa una vez que los resultados ya eran irreversibles. Acompañada de toda su bancada electa, la Sra. Fujimori leyó un discurso plagado de mentiras y de mezquindades, demostrando su absoluta carencia de talante democrático, achacando a sus opositores la culpa de su derrota, enrostrando a las autoridades su parte en el desaguisado, y lanzando irónicas frases de éxito para el futuro gobierno, en medio de gestos ambiguos y sonrisas impostadas. Como si la investigación por delitos de lavado de activos de su brazo derecho Joaquín Ramírez, encabezada nada menos que por la DEA, o el burdo intento de su candidato a la vicepresidencia José Chlimper de manipular un audio con el fin de desacreditar a un testigo de los turbios manejos del anterior, no fueran suficientes razones para dudar de los buenos deseos de cambio expresados por sus voceros. Es por eso que la frase de Pedro Pablo Kuszynski al final del último debate sonó providencialmente lapidaria: “Tú no has cambiado Pelona”.
     El país se ha salvado esta vez por un pelo, gracias a la comunión de fuerzas de todas las tendencias que creen en los valores de la democracia y los derechos humanos –especialmente destacable fue la posición del Frente Amplio y de su lideresa Verónika Mendoza, demostrando una madurez política sin precedentes–, mas hay algo en lo que no deberíamos bajar la guardia: el monstruo está instalado en nuestro sistema político, tenemos que convivir con él, debemos hacerle frente con las armas que nos franquea la ley y el derecho, arrinconarlo para que en cinco años no vuelva a amenazarnos como ahora. Porque es innegable que su presencia nos va a acompañar por buen tiempo, y si no sabemos hacer bien las cosas, es muy probable que en la próxima ocasión pueda alcanzar lo que tanto tememos. La tarea es ardua, y si hoy nos ha salvado el sistema inmunológico del país, es decir el voto antibiótico, como bien lo dijo el periodista César Hildebrandt, quizás en la próxima oportunidad ello no baste, pues la bestia se habrá hecho inmunorresistente y avasallará implacablemente el organismo nacional.
     El próximo gobierno que se instalará el 28 de julio, a pesar de ello, no nos deja abrigar mayores esperanzas, pues en lo esencial mantendrá las estructuras de política económica que han estado vigentes durante estas últimas décadas, ensanchando las brechas de la desigualdad social y manteniendo casi inalterados los abismos de injusticia en la distribución de la riqueza que han perjudicado a las mayorías de nuestro país. Es decir, el modelo seguirá invariable, tal vez con algunos retoques cosméticos que le den otro cariz, pero de ningún modo un cambio sustancial que es lo que de verdad necesitamos. Sin embargo, el peligro mayor ha pasado, pues con este nuevo gobierno de derecha se podrá por lo menos dialogar, además de no tener un historial de crímenes y latrocinios como impúdicamente exhibía el fujimorismo de siempre, y que le ha significado, para beneplácito del país, una nueva derrota en las urnas. A ver si esta vez aprenden que la soberbia y la autosuficiencia no son las mejores consejeras.

Lima, 18 de junio de 2016.