Después de las montañas de comentarios,
artículos, notas y demás textos que se han escrito a propósito de la muerte del
líder cubano Fidel Castro, intento por mi parte hacer una balance personal
sobre el acontecimiento más importante de este fin de año que ya se precipita a
su ocaso. Yo nací en el año 5 de la Revolución, y todo lo que sé de ella lo leí
en los periódicos o lo encontré en los libros, así como escuché los testimonios
de quienes fueron los testigos temporales de aquel magno acontecimiento que
sacudió la historia de América Latina; ergo, mi visión puede estar lastrada de
idealismo y utopía, tanto como de inocencia y romanticismo.
Coincidiendo con el sesenta aniversario de
la partida del Granma rumbo a Cuba,
el 25 de noviembre de 1956, para dar inicio a una de las gestas más asombrosas
del siglo XX, que terminaría derrocando a la oprobiosa dictadura de Fulgencio
Batista, luego de más de dos años de cruentos combates en Sierra Maestra, al
oriente de la isla, el máximo comandante de aquellas épicas jornadas ha dicho
adiós a este mundo a sus 90 años de vertiginosa vida.
Personaje controvertido y polémico, su
nombre y presencia despiertan oleadas de simpatía y de rechazo por igual, algo
que se pudo comprobar al día siguiente del anuncio que hiciera de su
fallecimiento su hermano Raúl la noche del viernes 25. Mientras en las calles
de Miami en Florida, cientos de cubanos expresaban su algarabía por la
desaparición del hombre que marcó la historia de su país para siempre, en La
Habana, Santiago de Cuba, Mayarí y otras tantas ciudades de la patria de Martí,
miles de cubanos, entre caras contristadas y lágrimas vivas, no ocultaban su
pesar por la partida de quien representaba para ellos la imagen del padre de
todos, el patriarca que había forjado –o intentado forjar por lo menos– una
sociedad mejor para ellos.
Haciendo las sumas y las restas, poniendo
en el fiel de la balanza las luces y las sombras de este singular personaje, la
figura de Fidel Castro emerge como una de las personalidades más descollantes
del panorama político contemporáneo. La complejidad de su legado se puede
calibrar por la índole de quienes lo admiraban y de aquellos que lo denostaban.
No podemos olvidar, por ejemplo, que el gran escritor colombiano Gabriel García
Márquez haya sido uno de sus mejores amigos; mientras que el peruano Mario
Vargas Llosa se erigiera en uno de sus más enconados críticos. El momento
crucial para que la intelectualidad latinoamericana, en gran parte, perdiera la
ilusión y el encanto por las promesas de la Revolución, fue cuando aquello del
poeta Heberto Padilla, caso emblemático como el que más.
Pero la figura del gigante revolucionario
del primigenio 26 de Julio está allí, más allá de la muerte –una simple
contingencia para los grandes–, como una imagen tutelar para todo acto de
auténtica rebeldía. Una caterva de enanos se ha lanzado ahora tras su
gigantesca figura caída, mas no saben que él ha franqueado ya la valla de la
inmortalidad, mientras todos ellos solo quedarán vagando por los suburbios de
la mezquindad y la maledicencia. Es decir que, llevados por un puñado de
estereotipos y de lugares comunes, seguirán gritando sus invectivas
inalcanzables para quien ha sobrepasado ampliamente las ansiadas páginas de la
historia. A diferencia de muchos de esos críticos y detractores del guerrillero
de Sierra Maestra, yo sí creo que está más cerca de su propia profecía, que la
historia terminará absolviéndolo en ese hipotético juicio final de los tiempos.
Es cierto, además, que el camino de la
Revolución ha sido muchas veces sinuoso, condicionado por las circunstancias de
una época mucho más dura de la que podemos imaginar, con la peligrosa vecindad
de un enemigo omnipotente y abusivo que no le perdonaba nada, que lo mantuvo
durante más de medio siglo bajo las severas reglas de un embargo asfixiante y
un bloqueo injusto. Quizás esta coyuntura empujó al régimen a enzarzarse en
gruesos errores que luego han sido la comidilla de sus contrincantes.
Pero allí están también sus logros, notables
resultados alcanzados en materia de educación y de salud que nadie puede
discutir; así como su solidaria política internacional, desplegada en favor de
los pueblos oprimidos del mundo, cuyo ejemplo más evidente es el de Angola,
país al que ayudó a sacudirse del yugo del colonialismo. Cómo olvidar, además,
a la legión de médicos cubanos repartidos en numerosos puntos del planeta, allí
donde su valioso concurso servía para luchar contra los males de este mundo.
Haberle devuelto la dignidad a su pueblo no
es, en verdad, poca cosa. La valentía y la
bondad de este Quijote del siglo XX tal vez se vean empañadas por todo
aquello que se cuenta por boca de los opositores y los disidentes, los
episodios que terminaron en escenas impropias del idealismo con el que nació
esta gesta; pero ahora se abre la posibilidad de enrumbar el destino de aquel
maravilloso pueblo hacia el sitial que se merece, a pesar de que los vientos de
época no se avizoran muy favorables con la llegada al poder, en la gran nación
del norte, de un presidente de maneras rústicas y miras obtusas.
La apertura que iniciara Barack Obama con
Raúl Castro en diciembre de 2014 debe seguir su curso, cuyo paso siguiente
sería el fin del bloqueo; sin embargo, los cambios que se avecinan no permiten
albergar demasiada esperanza. En fin, la huella espiritual del gran caudillo
que ya descansa de su largo periplo de luchas y conquistas, será la energía
imprescindible que los cubanos deberán utilizar para la tarea desafiante que
resta por cumplir, guiados por ese lema místico que él mismo les dejó: Fidel,
fiel hasta la victoria, siempre.
Lima,
8 de diciembre de 2016.
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