viernes, 30 de diciembre de 2016

Fidel

    Después de las montañas de comentarios, artículos, notas y demás textos que se han escrito a propósito de la muerte del líder cubano Fidel Castro, intento por mi parte hacer una balance personal sobre el acontecimiento más importante de este fin de año que ya se precipita a su ocaso. Yo nací en el año 5 de la Revolución, y todo lo que sé de ella lo leí en los periódicos o lo encontré en los libros, así como escuché los testimonios de quienes fueron los testigos temporales de aquel magno acontecimiento que sacudió la historia de América Latina; ergo, mi visión puede estar lastrada de idealismo y utopía, tanto como de inocencia y romanticismo.
    Coincidiendo con el sesenta aniversario de la partida del Granma rumbo a Cuba, el 25 de noviembre de 1956, para dar inicio a una de las gestas más asombrosas del siglo XX, que terminaría derrocando a la oprobiosa dictadura de Fulgencio Batista, luego de más de dos años de cruentos combates en Sierra Maestra, al oriente de la isla, el máximo comandante de aquellas épicas jornadas ha dicho adiós a este mundo a sus 90 años de  vertiginosa vida.
    Personaje controvertido y polémico, su nombre y presencia despiertan oleadas de simpatía y de rechazo por igual, algo que se pudo comprobar al día siguiente del anuncio que hiciera de su fallecimiento su hermano Raúl la noche del viernes 25. Mientras en las calles de Miami en Florida, cientos de cubanos expresaban su algarabía por la desaparición del hombre que marcó la historia de su país para siempre, en La Habana, Santiago de Cuba, Mayarí y otras tantas ciudades de la patria de Martí, miles de cubanos, entre caras contristadas y lágrimas vivas, no ocultaban su pesar por la partida de quien representaba para ellos la imagen del padre de todos, el patriarca que había forjado –o intentado forjar por lo menos– una sociedad mejor para ellos.
    Haciendo las sumas y las restas, poniendo en el fiel de la balanza las luces y las sombras de este singular personaje, la figura de Fidel Castro emerge como una de las personalidades más descollantes del panorama político contemporáneo. La complejidad de su legado se puede calibrar por la índole de quienes lo admiraban y de aquellos que lo denostaban. No podemos olvidar, por ejemplo, que el gran escritor colombiano Gabriel García Márquez haya sido uno de sus mejores amigos; mientras que el peruano Mario Vargas Llosa se erigiera en uno de sus más enconados críticos. El momento crucial para que la intelectualidad latinoamericana, en gran parte, perdiera la ilusión y el encanto por las promesas de la Revolución, fue cuando aquello del poeta Heberto Padilla, caso emblemático como el que más.
    Pero la figura del gigante revolucionario del primigenio 26 de Julio está allí, más allá de la muerte –una simple contingencia para los grandes–, como una imagen tutelar para todo acto de auténtica rebeldía. Una caterva de enanos se ha lanzado ahora tras su gigantesca figura caída, mas no saben que él ha franqueado ya la valla de la inmortalidad, mientras todos ellos solo quedarán vagando por los suburbios de la mezquindad y la maledicencia. Es decir que, llevados por un puñado de estereotipos y de lugares comunes, seguirán gritando sus invectivas inalcanzables para quien ha sobrepasado ampliamente las ansiadas páginas de la historia. A diferencia de muchos de esos críticos y detractores del guerrillero de Sierra Maestra, yo sí creo que está más cerca de su propia profecía, que la historia terminará absolviéndolo en ese hipotético juicio final de los tiempos.
    Es cierto, además, que el camino de la Revolución ha sido muchas veces sinuoso, condicionado por las circunstancias de una época mucho más dura de la que podemos imaginar, con la peligrosa vecindad de un enemigo omnipotente y abusivo que no le perdonaba nada, que lo mantuvo durante más de medio siglo bajo las severas reglas de un embargo asfixiante y un bloqueo injusto. Quizás esta coyuntura empujó al régimen a enzarzarse en gruesos errores que luego han sido la comidilla de sus contrincantes.
    Pero allí están también sus logros, notables resultados alcanzados en materia de educación y de salud que nadie puede discutir; así como su solidaria política internacional, desplegada en favor de los pueblos oprimidos del mundo, cuyo ejemplo más evidente es el de Angola, país al que ayudó a sacudirse del yugo del colonialismo. Cómo olvidar, además, a la legión de médicos cubanos repartidos en numerosos puntos del planeta, allí donde su valioso concurso servía para luchar contra los males de este mundo.
    Haberle devuelto la dignidad a su pueblo no es, en verdad, poca cosa. La valentía y la  bondad de este Quijote del siglo XX tal vez se vean empañadas por todo aquello que se cuenta por boca de los opositores y los disidentes, los episodios que terminaron en escenas impropias del idealismo con el que nació esta gesta; pero ahora se abre la posibilidad de enrumbar el destino de aquel maravilloso pueblo hacia el sitial que se merece, a pesar de que los vientos de época no se avizoran muy favorables con la llegada al poder, en la gran nación del norte, de un presidente de maneras rústicas y miras obtusas.
    La apertura que iniciara Barack Obama con Raúl Castro en diciembre de 2014 debe seguir su curso, cuyo paso siguiente sería el fin del bloqueo; sin embargo, los cambios que se avecinan no permiten albergar demasiada esperanza. En fin, la huella espiritual del gran caudillo que ya descansa de su largo periplo de luchas y conquistas, será la energía imprescindible que los cubanos deberán utilizar para la tarea desafiante que resta por cumplir, guiados por ese lema místico que él mismo les dejó: Fidel, fiel hasta la victoria, siempre.


Lima, 8 de diciembre de 2016. 

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