viernes, 30 de diciembre de 2016

Fatalidad

    Una misteriosa confabulación del azar, que los profanos llamamos simplemente suerte, puso en mis manos una obra que no había previsto leer tan pronto, pero que nada más el tenerla me abrió inmediatamente el apetito. Contribuyeron a ello tanto la promesa de un autor consagrado como el formato simpático del libro. Se trata de Nuestra Señora de París, la primera gran novela del escritor francés Víctor Hugo, toda una cumbre decimonónica del género.
    La narración se inicia cuando el poeta vagabundo Pierre Gringoire intenta representar una de sus obras dramáticas en un gran salón de la ciudad ante un público diverso. Fracasa y deambula por las calles de París hasta llegar a dar en la Corte de los Milagros, el barrio del hampa parisina, donde es condenado a ser colgado por su condición de burgués. Una bella gitana, Esmeralda, logra salvarlo en el último minuto, aceptándolo por esposo casi a los pies de la horca. Se realiza la unión según el ritual gitano y Gringoire pasa su noche de bodas en un arcón de madera.
    Víctor Hugo describe a la iglesia de Notre Dame como “una vasta sinfonía de piedra”. Luego hace lo mismo con la ciudad, desde su privilegiado observatorio en lo alto de la famosa catedral, destacando las tres partes de que se compone la ciudad: la Cité, la Universidad y la Ville. Es minucioso y prolijo en la pintura del paisaje citadino, deteniéndose fruitivamente en aquellos puntos que le resultan particularmente queridos. El autor, amante del arte de las formas, llega a decir que “la arquitectura ha sido hasta el siglo XV el registro principal de la humanidad”.
    En inefable y joven clérigo Claude Frollo, archidiácono de Notre Dame, recoge a Quasimodo, un deforme niño abandonado al pedestal de los expósitos frente a la iglesia, ante la mirada atónita de un grupo de mujeres que hacían comentarios chispeantes sobre la monstruosidad del pequeño ser. El hermano menor de Claude, Jehan, tan diferente de él en todo, aparece para contrastar con su figura casquivana y frívola.
    Una mujer de Reims, de nombre Mahiette, les relata a otras dos damas parisinas, el origen de Quasimoso, el niño egipcio puesto a cambio de la hija de una desgraciada que los gitanos se llevaron y celebraron con ella un aquelarre, de donde surge la leyenda, transmitida luego con más maledicencia que veracidad, de que los gitanos roban y comen a los niños.
    El archidiácono se obsesiona con la gitana, al punto de que al enterarse de que ésta está interesada en Febo, capitán de la guardia del rey, urde una estratagema para desprenderse de él. Los convoca a una pocilga de los márgenes del Sena, donde apuñala a Febo y huye creyéndolo muerto. Esmeralda se desmaya y cuando recobra el sentido está rodeada de los soldados de la ronda que la culpan del crimen.
    En el juicio, al que acude sin saberlo Gringoire, es acusada de brujería y de haber asesinado al capitán Febo. Al proclamar su inocencia, es sometida a tortura en una cámara lúgubre y tenebrosa de los sótanos del Palacio de Justicia. A la primera prueba, y ante la imposibilidad de resistir tanto dolor, se declara culpable. El procurador del rey lee la sentencia y ella es confinada en una mazmorra en los subterráneos del edificio, adonde llega un día Claude Frollo para declararle su amor, que ella rechaza cuando reconoce al asesino de Febo, quien como sabemos no había muerto, pues más adelante reaparecerá curado buscando a Flor de Lis, su primera novia, en el instante que la Esmeralda es llevada a la plaza para su retractación y condena. En el momento supremo, irrumpe Quasimodo en escena y salva a la gitana llevándosela en vilo a la iglesia al grito de ¡asilo!, mientras la multitud se enfervoriza.
    Los truhanes de la Corte de los Milagros se preparan para rescatar a la Esmeralda de la iglesia de Notre Dame donde está asilada, quien corre peligro porque una orden del Parlamento ha decidido colgarla a pesar de la protección eclesiástica. Los truhanes deciden atacar y Quasimodo resiste creyendo que vienen a colgarla. Las tropas del rey llegan en ayuda del campanero, mientras Gringoire y el archidiácono la sacan subrepticiamente de la iglesia. Es llevada por las calles de la noche hasta que vuelven al lugar de origen, donde es dejada con la reclusa Sachette para que la custodie, en tanto el raptor va en busca de la guardia, pues ella –Esmeralda–  se ha negado por enésima vez a aceptarlo. La Sachette reconoce a Esmeralda como su hija por el zapatito que guardaba en el bolso, cuyo par ella atesoraba en su celda. La escena es de una indescriptible ternura.
    Pero la suerte de ambas está echada, la fatalidad aletea sobre sus cabezas, y a pesar de que se resisten abrazadas una a la otra, la Esmeralda termina ejecutada en la horca, mientras su madre contempla horrorizada y casi ya sin vida el fin del objeto precioso de sus desvelos. Cuando después de un tiempo los visitantes acuden al lugar donde fueron abandonados, más que enterrados, estos pobres seres, los sorprende el hallazgo de dos esqueletos enlazados en el último suspiro, el de Quasimodo y el de la gitana en una versión trágica del famoso soneto de Quevedo sobre el amor constante más allá de la muerte.
    Una obra espléndida, monumental como la misma iglesia de Nuestra Señora de París, una arquitectura novelística que rezuma toda la magnificencia de un género que en el siglo XIX alcanzó su máximo esplendor.


Lima, 24 de diciembre de 2016.  

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