Una misteriosa confabulación del azar, que
los profanos llamamos simplemente suerte, puso en mis manos una obra que no
había previsto leer tan pronto, pero que nada más el tenerla me abrió
inmediatamente el apetito. Contribuyeron a ello tanto la promesa de un autor
consagrado como el formato simpático del libro. Se trata de Nuestra Señora de París, la primera gran
novela del escritor francés Víctor Hugo, toda una cumbre decimonónica del
género.
La narración se inicia cuando el poeta
vagabundo Pierre Gringoire intenta representar una de sus obras dramáticas en
un gran salón de la ciudad ante un público diverso. Fracasa y deambula por las
calles de París hasta llegar a dar en la Corte de los Milagros, el barrio del
hampa parisina, donde es condenado a ser colgado por su condición de burgués.
Una bella gitana, Esmeralda, logra salvarlo en el último minuto, aceptándolo
por esposo casi a los pies de la horca. Se realiza la unión según el ritual
gitano y Gringoire pasa su noche de bodas en un arcón de madera.
Víctor Hugo describe a la iglesia de Notre
Dame como “una vasta sinfonía de piedra”. Luego hace lo mismo con la ciudad,
desde su privilegiado observatorio en lo alto de la famosa catedral, destacando
las tres partes de que se compone la ciudad: la Cité, la Universidad y la Ville.
Es minucioso y prolijo en la pintura del paisaje citadino, deteniéndose
fruitivamente en aquellos puntos que le resultan particularmente queridos. El
autor, amante del arte de las formas, llega a decir que “la arquitectura ha
sido hasta el siglo XV el registro principal de la humanidad”.
En inefable y joven clérigo Claude Frollo,
archidiácono de Notre Dame, recoge a Quasimodo, un deforme niño abandonado al
pedestal de los expósitos frente a la iglesia, ante la mirada atónita de un
grupo de mujeres que hacían comentarios chispeantes sobre la monstruosidad del
pequeño ser. El hermano menor de Claude, Jehan, tan diferente de él en todo,
aparece para contrastar con su figura casquivana y frívola.
Una mujer de Reims, de nombre Mahiette, les
relata a otras dos damas parisinas, el origen de Quasimoso, el niño egipcio
puesto a cambio de la hija de una desgraciada que los gitanos se llevaron y
celebraron con ella un aquelarre, de donde surge la leyenda, transmitida luego
con más maledicencia que veracidad, de que los gitanos roban y comen a los
niños.
El archidiácono se obsesiona con la gitana,
al punto de que al enterarse de que ésta está interesada en Febo, capitán de la
guardia del rey, urde una estratagema para desprenderse de él. Los convoca a
una pocilga de los márgenes del Sena, donde apuñala a Febo y huye creyéndolo
muerto. Esmeralda se desmaya y cuando recobra el sentido está rodeada de los
soldados de la ronda que la culpan del crimen.
En el juicio, al que acude sin saberlo
Gringoire, es acusada de brujería y de haber asesinado al capitán Febo. Al
proclamar su inocencia, es sometida a tortura en una cámara lúgubre y tenebrosa
de los sótanos del Palacio de Justicia. A la primera prueba, y ante la
imposibilidad de resistir tanto dolor, se declara culpable. El procurador del
rey lee la sentencia y ella es confinada en una mazmorra en los subterráneos
del edificio, adonde llega un día Claude Frollo para declararle su amor, que
ella rechaza cuando reconoce al asesino de Febo, quien como sabemos no había
muerto, pues más adelante reaparecerá curado buscando a Flor de Lis, su primera
novia, en el instante que la Esmeralda es llevada a la plaza para su
retractación y condena. En el momento supremo, irrumpe Quasimodo en escena y
salva a la gitana llevándosela en vilo a la iglesia al grito de ¡asilo!,
mientras la multitud se enfervoriza.
Los truhanes de la Corte de los Milagros se
preparan para rescatar a la Esmeralda de la iglesia de Notre Dame donde está
asilada, quien corre peligro porque una orden del Parlamento ha decidido
colgarla a pesar de la protección eclesiástica. Los truhanes deciden atacar y
Quasimodo resiste creyendo que vienen a colgarla. Las tropas del rey llegan en
ayuda del campanero, mientras Gringoire y el archidiácono la sacan
subrepticiamente de la iglesia. Es llevada por las calles de la noche hasta que
vuelven al lugar de origen, donde es dejada con la reclusa Sachette para que la
custodie, en tanto el raptor va en busca de la guardia, pues ella –Esmeralda– se ha negado por enésima vez a aceptarlo. La
Sachette reconoce a Esmeralda como su hija por el zapatito que guardaba en el
bolso, cuyo par ella atesoraba en su celda. La escena es de una indescriptible
ternura.
Pero la suerte de ambas está echada, la
fatalidad aletea sobre sus cabezas, y a pesar de que se resisten abrazadas una
a la otra, la Esmeralda termina ejecutada en la horca, mientras su madre
contempla horrorizada y casi ya sin vida el fin del objeto precioso de sus desvelos.
Cuando después de un tiempo los visitantes acuden al lugar donde fueron
abandonados, más que enterrados, estos pobres seres, los sorprende el hallazgo
de dos esqueletos enlazados en el último suspiro, el de Quasimodo y el de la
gitana en una versión trágica del famoso soneto de Quevedo sobre el amor
constante más allá de la muerte.
Una obra espléndida, monumental como la
misma iglesia de Nuestra Señora de París, una arquitectura novelística que
rezuma toda la magnificencia de un género que en el siglo XIX alcanzó su máximo
esplendor.
Lima,
24 de diciembre de 2016.
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