viernes, 21 de junio de 2019

En la colonia penitenciaria


    Una fulgurante novela corta, que retrata la experiencia carcelaria –una prefiguración de aquella que vivió su autor en los tenebrosos campos de concentración de la era soviética, el temible Gulag–, es la inquietante y pavorosa Un día en la vida de Iván Denísovich (1962), de Aleksandr Solzhenitsyn, escritor disidente de la Rusia comunista de mediados del siglo XX, Premio Nobel de Literatura 1970. El autor pasó alrededor de una década en los campos de trabajos forzados, acusado de espionaje y actividades antipatrióticas por el régimen del Kremlin.
    Iván Denísovich es el patronímico de Shújov, el recluso protagonista que en la primera escena del relato escucha la diana que dictamina los inicios de las jornadas en el campo, pero él decide no levantarse. Sabemos muy poco de este hombre que ha llegado al centro penitenciario para cumplir una condena de diez años por traición a la patria, según el dictamen de las autoridades soviéticas. Nos enteramos, por ejemplo, que va por el octavo año de prisión; que tiene una esposa y dos hijas mayores; que un hijo se le murió y que en el campo realiza labores de albañilería. Está próximo a abandonar el presidio, mientras es testigo de las condiciones de vida de sus compañeros en el recinto invernal. Que fue capturado cuando huía del ejército alemán y confundido como espía, y nada más.
    El narrador testigo describe minuciosamente las actividades que realizan los reclusos en una prisión con las condiciones más extremas, empezando por el frío de las estepas siberianas que deben soportar, con temperaturas que llegan a baja cero durante buena parte del día, seguido del hacinamiento y el trato rudo que reciben de sus celadores; además de los castigos a que son sometidos cuando infringen la más pequeña de las disposiciones reglamentarias.
    En esta novela el autor nos recrea la atmósfera que impera en una sociedad totalitaria, donde los hombres son víctimas de las tropelías del gobierno por la más ligera sospecha de desobediencia y de discrepancia, debiendo sufrir toda clase de vejámenes y torturas en las mazmorras más inclementes e inhóspitas. Lastimosamente, el siglo XX fue pródigo en este tipo de castigos, pues hacia su primera mitad proliferaron, tanto en Oriente como en Occidente, regímenes que conculcaron los derechos humanos hasta niveles nunca antes vistos, pisoteando la dignidad humana de una manera estremecedoramente brutal.  
    El libro se puede leer también como una metáfora descomunal de la condición humana, una parábola del encierro en que vivimos los seres humanos en un mundo lleno de exigencias y tribulaciones, marcados por la consabida responsabilidad de asumir labores atosigantes y absurdas con el sólo fin de la supervivencia; la representación, a esa escala asfixiante que es la cárcel, de esta aparente comedia que muchas veces tiene más de tragedia y de purgatorio terrenal.
    Iván Denísovich participa de las labores a que los presos están obligados, siendo testigo a su vez de los minutos y las horas que para los demás transcurren en ritmos diferentes, de los trabajos extenuantes que los llevan a inventar trampas y estratagemas para hacer menos opresiva una privación de largos años de su libertad, de las pequeñas esperanzas cifradas en las horas de las comidas, breves ceremonias que convoca la desesperación por los pocos instantes en que pueden consagrarse a sí mismos, olvidándose por unos minutos de las duras exigencias de cada día.  
    Solzhenitsyn sabía de lo que hablaba, pues sufrió, como decía, los rigores del Gulag, esa experiencia siniestra en los campos de trabajo del régimen soviético, donde purgó condena por sus críticas al sistema político de lo que fue la extinta Unión Soviética, hecho que lo llevó a exiliarse en Occidente, adquiriendo la ciudadanía estadounidense, para finalmente regresar a su país en 1994, años después de la desintegración de la URSS.
    Un día en la vida de Iván Denísovich es, pues, una de esas pequeñas obras maestras que podemos leer con el deleite y la concentración de estar ingresando a un mundo cerrado y autosuficiente que, sin embargo, trasunta todo el dolor y la aventura que puede deparar la siniestra condición de haber perdido la libertad y encima sufrir el escarnio y el oprobio de quienes se erigen en los inquisidores de su tiempo.

Lima, 19 de junio de 2019.


lunes, 10 de junio de 2019

Desconfianza


    Luego de una semana tumultuosa de discusiones y propuestas políticas entre el Poder Ejecutivo y su contraparte el Poder Legislativo, se ha votado el miércoles pasado la llamada cuestión de confianza, planteada por el gobierno al parlamento sobre los proyectos de reforma que se aprobaron por referéndum en diciembre y que dormían el sueño de los justos en las comisiones congresales o que sencillamente fueron desestimados y enviados al canasto del olvido.
    Previamente el Congreso había escenificado uno de esos espectáculos a los que ya nos tiene acostumbrados desde hace casi dos años, cuando un grupo político que todos identifican llegó con una abrumadora mayoría al hemiciclo, a pesar de que esa representación no reflejaba fielmente la votación en las urnas; pero llegó para convertirse en una fuerza de choque, irracional, obtusa, abusiva y obstruccionista, que jamás aceptó el resultado final de las elecciones y quiso erigirse en un poder paralelo para poner en práctica sus políticas de gobierno que el pueblo había rechazado con su voto.
    Y llegó también, mas esto lo iríamos sabiendo con los meses siguientes, con una cantidad increíble de congresistas que exhibían, más que trayectorias profesionales aceptables como uno se podría imaginar, verdaderos prontuarios policiales y penales, amén de una indigencia intelectual y moral que nos ha provisto de una ristra interminable de frases, declaraciones, anécdotas e intervenciones que muy bien podrían integrar una improbable antología universal de la estupidez.
    Volviendo al hecho, el espectáculo del que hablaba, y que colmó el vaso de la paciencia del presidente de la República, fue lo perpetrado por la Comisión Permanente, que en un acto de inverosímil protección y complicidad, de apañamiento y miramientos con la impunidad, archivó la denuncia contra el ex Fiscal de la Nación Pedro Chávarry, acusado de haber violado un recinto judicial utilizando métodos propios del hampa, con el fin de sustraer documentos que lo incriminaban en todo este bochornoso caso de los Cuellos Blancos del Puerto, una organización criminal que intentó copar el Poder Judicial y de la que él era uno de sus más conspicuos cabecillas.
    En fin, lo cierto es que esta vergonzosa y desatinada decisión precipitó la cuestión de confianza solicitada por el Presidente a través de una carta muy severa que presentó el  Primer Ministro. Se conjeturaban los probables resultados de la votación luego del debate respectivo: si rechazarían la misma dejándole al primer mandatario la facultad expedita para disolver el Congreso, y convocar a elecciones en cuatro meses para elegir a los reemplazantes; o si al aprobarla se allanarían a discutir las reformar en el más breve plazo para impulsar el proyecto del Ejecutivo de combatir la corrupción y la impunidad tal como fue la recomendación de la Comisión de Alto Nivel que trabajó durante el verano pasado.
    Pues sucedió lo previsible, que la mayoría, ávida de sus jugosos sueldos y demás gollerías, incluyendo el escudo de la inmunidad que los viene salvando de la cárcel –tal  como tuvo el descaro y voluntaria sinceridad a la vez de declarar un parlamentario naranja–, votó a favor por una aplastante mayoría de 77 votos, contra 44 que lo hicieron en contra y 3 abstenciones. Sin embargo, para todos era evidente que votaron pensando más en sus bolsillos que en el bien del país, aferrados a un cargo que la gran mayoría no merece, tal como lo han demostrado los Mamani, los Becerril y los Donayre –prófugo de la justicia este último y sentenciado por ladrón de gasolina– y una larga lista más de gentuza que ha deshonrado y pisoteado un Poder del Estado con su sola presencia.
    Una profunda desconfianza me despierta esta aprobación tramposa, que esconde un innegable sabor a trafa y dilación, actitudes que han caracterizado el comportamiento de una bancada dictatorial, tiránica, oligofrénica y primitiva, pues ya hablan de que las palabras “esencia” y “desnaturalización” no figuran en la Constitución, en una interpretación legalista y dogmática, quizás muy a tono de lo que propalan los expertos “constitucionalistas”, sin ponerse de acuerdo desde luego, pues en el espíritu de los artículos correspondientes está claramente estipulado cuándo se considera una negativa. Si fuera así, el Presidente de la República tendría que reaccionar como corresponde, es decir, con una nueva cuestión de confianza o, en una interpretación válida del espíritu de la letra de la Carta Magna, cerrar el Congreso argumentando que le ha sido rehusada la confianza buscada.
    Mientras tanto, debemos estar vigilantes sobre los siguientes pasos de la actuación del Congreso, en cuya cancha se encuentra ahora el sacar adelante las reformas fundamentales para adecentar la representación del 2021, pues nadie quiere ver en un escaño parlamentario, sentado en esa ocasión, a un intruso y facineroso que, con la oscura financiación de dineros sucios o escondiendo sus trapacerías, se cuele nuevamente en el recinto legislativo para entregarnos otros cinco años de espectáculos grotescos, intervenciones anodinas e indigestas, frases de callejón y lugares comunes, ofensas perversas a la inteligencia y la dignidad de todos los peruanos.

Lima, 9 de junio de 2019.      
       

sábado, 1 de junio de 2019

El tercer oído


    Es evidente que en materia de gustos artísticos, sean éstos poéticos, pictóricos o musicales, sólo por mencionar algunos, existe una amplia variedad de pareceres y puntos de vista, de atracciones y repulsiones, de pasiones y rechazos que hacen de esa vivencia humana una de las más controvertidas, polémicas y discutibles. Sin embargo, también es cierto que todos debemos partir de ciertos estándares mínimos de aceptabilidad, para no hablar todavía de calidad, si queremos ponernos a debatir seriamente sobre la apreciación estética de las obras que el ser humano ha fraguado a lo largo de la historia en todas las artes.
    Me vienen a cuento estas reflexiones ahora que acabo de leer un artículo de la periodista y bloguera cubana Yoani Sánchez, publicado en diciembre del año 2016 y que sorprendentemente no lo conocía, titulado “Reguetón, la música de la realidad”, donde explicita varios tópicos referidos a dicho género musical –no hay más remedio que denominarlo así– que me han resultado, francamente, chirriantes. No voy a discutir la figura y trayectoria de la autora, por demás respetable, sino circunscribirme a un aspecto que desde hace mucho tiempo es el objeto de mis cavilaciones, búsquedas, investigaciones y, sobre todo, apasionadas vivencias: el gusto musical.
    Lo primero que salta a mi vista es el muy dudoso criterio de la cantidad cuando se trata de argumentar a favor o en contra de un elemento de la realidad, especialmente en este asunto de la música, al afirmar por ejemplo que la repulsa que ha recibido una canción muy sexista de un intérprete colombiano “se disuelve en los 200 millones de reproducciones que exhibe el videoclip en You Tube”. Pero, ¿desde cuándo el argumento de la cantidad valida un producto artístico? Si la discusión se mantiene en el terreno de lo comercial, es otra cosa, mas si prima, como debe ser, el criterio estético, qué puede importar así lo vean todos los habitantes de la tierra, cuando el producto es deplorable no sólo por el mensaje que transmite, sino por la forma que adopta, que en música casi lo es todo.
    Llega a llamar una cosmogonía al ritmo de marras, es decir, equipara la crudeza y lascivia de sus letras con la mirada que han esbozado las filosofías ante el mundo y sus avatares. Pues claro que importa si gusta o no, y si bien no hay manera de taparse los oídos y obviarlo, sí hay formas de combatirlo y desbaratarlo, desnudando sus miserias y sus sordideces desde la educación musical y el refinamiento de los gustos. Tal vez una ímproba tarea, pero necesaria y fundamental si queremos afianzar una cultura de calidad en nuestras tan vapuleadas sociedades. Como dice el paleoantropólogo español Juan Luis Arsuaga: “Apreciar la belleza es una cuestión de educación y sensibilidad. Busque lo que es bello en la vida. Hay mucha belleza”.  
    Qué pena que piense que sólo comprendiendo los códigos del reguetón puede uno comunicarse con los jóvenes, y no se trata de minimizarlo ni censurarlo, sino de desenmascararlo, operando sobre él una verdadera vivisección para exhibir ante ellos su marrullera procacidad y su indigencia musical. Ahora, no creo que exprese la rebeldía como dice Sánchez, pues si algo expresa ese engendro ruidoso es la torpeza hecha sonido y la bajura como bandera pretenciosamente contestataria. En cuanto a su duración, tengo la esperanza de que no sobrevivirá por mucho tiempo, pues como dijo Raphael, es sólo cuestión de moda.  
    El paralelo que establece entre un Víctor Jara y un Silvio Rodríguez con un tal Don Omar y otros dos cubanos es verdaderamente ofensivo, tanto para el legado musical de esos dos gigantes de la canción latinoamericana, como para quienes seguimos siendo fervientes seguidores de un género que, como en el caso de la trova, ha dado auténticas joyas musicales al acervo cultural de nuestra patria grande.
    Comparar el reguetón con la papa domesticada del altiplano es otro desliz de la bloguera, y ni tarde ni temprano terminaremos aceptándolo ni menos bailándolo, como sí hemos degustado y valorado nuestra deliciosa papa andina. No hay nada de fatalidad en que su nacimiento en el Nuevo Mundo nos obligue a considerarlo como la expresión más emblemática de estas tierras, pues definitivamente no posee las más mínimas condiciones para erigirse en representativa de lo mejor de nuestra tradición musical.
    Hacer la apología de esos ídolos de plastilina que son los reguetoneros, que “dictan moda, costumbres y maneras de decir”, no los vuelve en referentes de adolescentes cuyas apuestas musicales y artísticas transitan por otros senderos; y así vendan más discos por sus inmersiones manieristas en los abismos del exceso y la desfachatez, o los cite circunstancialmente un expresidente como Obama, o lo bailen todas las clases sociales, eso no les otorga ningún pasaporte de perdurabilidad, ni menos valida un aporte a la música que están a años luz de conseguir.
    Por último, pretender hacer del reguetón una lengua franca, al nivel de lo quiso ser el esperanto o lo que es el código html, no pasa de ser un exceso de la que cualquier melómano se siente indigno. Pero donde raya el disparate absoluto es al calificarlo de “antídoto contra el malestar de la cultura”, cuando es precisamente la expresión de ella, la mayor y maligna excrecencia de una época de baja cultura que ha terminado consagrando la bagatela y la bazofia, la marranada y la vulgaridad, la chabacanería y el mal gusto en materia musical.
    Parafraseando al grandísimo filósofo alemán Friedrich Nietzsche, voy a concluir afirmando: ¡Qué martirio es para quienes poseen un ‘tercer oído’ la audición de apenas unos segundos de esa intragable mescolanza de sonsonete y coprofilia que se llama reguetón! ¡Qué fastidio detenerse al borde de ese pantano lentamente removido de sonidos que brotan del miasma y la podre de lo más desagradable y ofensivo para el olfato del espíritu! 

Lima, 1 de junio de 2019.