martes, 22 de octubre de 2013

La dama del Nobel

La concesión del Premio Nobel de Literatura 2013 a la escritora canadiense Alice Munro, es una maravillosa oportunidad para acercarnos a una voz desconocida y deslumbrante de la narrativa contemporánea. No salgo de mi asombro -con lo poco que recién estoy leyendo de ella-, por la manera en que una autora de su trayectoria y de su calibre, haya permanecido ignorada y oculta para una masa de ávidos lectores de otras latitudes del planeta.
     Fugazmente pude leer hace unos meses unas notas referidas a su figura y a su obra en una página web de un diario español, lamentando que no se conociera en el ámbito hispano ningún título suyo, pues a tenor de lo dicho en dichos reportajes, estábamos ante una formidable creadora que, silenciosa y pacientemente, había tejido una obra sólida y descollante en el género del relato breve. Creo que fue allí que por primera vez tuve ocasión de conocer la repetida comparación que se le hace con el eximio cuentista ruso Antón Chéjov.
     Por la sutileza como va construyendo sus tramas narrativas, por la delicada urdimbre con que va penetrando en la psicología de sus personajes, por ese juego diestro con los espacios y los tiempos, por la magia verbal con que va desplegando sus historias para presentarnos situaciones cotidianas y hechos aparentemente prosaicos, pero que a través de los trazos maestros de su prosa, llenos de gracia y sensualidad, se van transformando en parábolas modernas de las vicisitudes existenciales del hombre contemporáneo, la obra de esta mujer excepcional ya merecía figurar en la palestra de la literatura mundial.
     Los elogios que se le han tributado nunca serán exagerados ni inmerecidos, pues honra con sus libros y su arte consumado, la unánime crítica que a su favor ha cosechado en los medios de comunicación y en los círculos académicos, esta venerable dama de níveos cabellos,  nacida hace 82 años en un pueblito de Ontario, que desde su serena y apacible vida de ama de casa, consagrada con fervor y devoción a sus hijos y a su familia, supo abrirle un espacio de magia y fantasía a sus días, para entregarse con no menos fervor y devoción a la creación artística.
     La Academia sueca no ha tenido más remedio que rendirse a sus pies, reconociendo con el máximo galardón de las letras mundiales a quien ha labrado, como la abeja diligente del famoso proverbio chino, una obra descollante por su calidad y sus alcances universales. Prueba de ello son sus magníficos cuentos que, como las grandes novelas, nos presentan mundos acabados de perfección formal y estilística, universos cerrados de una ficción escanciada hasta la perfección.
     Me basta haber leído, por ahora, el primer cuento de Las lunas de Júpiter, titulado “Los Chaddeley y los Fleming”, para testimoniar sobre la grandeza de la concepción narrativa de Munro y sobre las dimensiones de su talento inquisitivo y singular para captar todas las sutilezas y todos los matices de la condición humana.
     Pienso en los numerosos hombres y mujeres que en el mundo vienen creando obras formidables en el más silencioso anonimato, hasta que el azar, determinadas circunstancias o el favor de los hados los catapulte a los primeros planos de la opinión pública, previo juicio de ese puñado de lectores de la Academia Sueca que se encarga de revisar cada año la producción de los hombres de letras de los más diversos rincones del globo. Es una limitación quizá que ocurra así, pero por ahora es aparentemente la única forma de poder descubrir, cuando aciertan los académicos, autores de valía en el panorama de la literatura universal.
     Mientras tanto, regocijémonos que esta vez también hayan acertado los jueces de Estocolmo, pues la difusión de la obra de Munro, que seguirá al premio, sin duda enriquecerá el acervo de las letras en el mundo, así como el espíritu de sus agradecidos lectores en cualquier lugar del planeta, a través de las distintas lenguas a que se ha traducido o se traducirá.

Lima, 21 de octubre de 2013.

      

sábado, 19 de octubre de 2013

Una discreta novela

La publicación de El héroe discreto (Alfaguara, 2013), reciente novela del Nobel peruano Mario Vargas Llosa ha suscitado una larga lista de comentarios, reseñas y recensiones que más o menos coinciden en lo esencial, con ligeros matices en los juicios que los críticos asumen desde su particular punto de vista. Para algunos, los seguidores incondicionales del escritor, se trata de una obra que confirma la maestría narrativa de quien hace apenas unos años fuera reconocido internacionalmente con el máximo galardón de las letras. Para otros, sus acérrimos impugnadores, es la demostración palmaria de su crepúsculo creativo.
     Lo curioso es que ambas posturas muy bien pueden estar poseídas de razón, no excluirse necesariamente, pues la lectura de la misma nos seduce precisamente por esa destreza del narrador, adquirida con los años y la práctica, para entregarnos una historia, o unas historias mejor dicho, que nos mantienen en vilo, estrategia tomada de las que usan los productores de la radio y la televisión para sus creaciones -los afamados culebrones-, que tanto encandilan al público latinoamericano.
     Pero es consenso general que no estamos, claro está, frente a una de las grandes ficciones del novelista arequipeño, a esas portentosas arquitecturas verbales que nos ha dejado a lo largo de su trayectoria, como Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo, por mencionar sólo algunas. Es más bien una obra discreta y menor entre la vasta producción del autor que abarca, entre novelas, ensayos y piezas dramáticas, más de medio centenar de títulos. Pues lo cierto es que la discreción es una virtud cuando se trata de una cualidad de la persona, pero no cuando se trata de una obra de arte.
     En esa estructura binaria que ya ha usado numerosas veces, Vargas Llosa narra dos historias que corren paralelas hasta que en un punto se tocan, trenzándose luego para precipitarse en un final común. La azarosa peripecia vital del piurano Felícito Yanaqué, un exitoso empresario transportista, dueño de una flota de camiones y ómnibus, que no sucumbe al chantaje de la mafia, que quiere convencerlo de pagar un cupo para su seguridad, se cruza con la tortuosa existencia del empresario limeño Ismael Carrera, desilusionado de sus hijos que sólo buscan su fortuna, que termina casándose con su sirvienta Armida en un intento de arruinarles la codicia a sus ambiciosos descendientes.
     De por medio está, como es habitual en el mundo novelesco de Vargas Llosa, la presencia de pequeños guiños o golpes de efecto para atrapar el interés del lector, como el fallido aquel de las apariciones fantasmales que cuenta Fonchito, ante el desconcierto y la preocupación de don Rigoberto y de Lucrecia, la madrastra ya conocida de otras historias. Esto último marca también el retorno de conocidos personajes de la ficción vargasllosiana, como el sargento Lituma, la Chunga, los Inconquistables y los ya referidos Fonchito, Rigoberto y Lucrecia.
     Por lo demás, hay un aspecto de la novela que me subyugó desde que lo leí, y que me sigue rondando como uno de esos hallazgos que no por conocidos y cercanos a muchos de los mortales, dejan de ser reveladores cuando se los menciona en un contexto como el de una obra de ficción. Se trata del concepto aquel que utiliza don Rigoberto para separar su apacible vida doméstica del asalto externo de la barbarie: los “espacios de civilización”. En efecto, cada persona es capaz de erigir en su ámbito privado, alejado del mundanal ruido y de la prosaica vida de la urbe, una pequeña isla personal donde imperen el buen gusto, la calidad estética y la alta cultura, eligiendo con suma exquisitez desde la música que uno desee escuchar, los grabados o cuadros que apetece observar, las películas que elegimos por placer, las lecturas y los autores que nos placen frecuentar, hasta los silencios y las pausas entre una actividad y otra.
     Mucho me temo, sin embargo, que muy pocos serán los seres que están verdaderamente dotados para el pleno disfrute de momentos así, pues es de sobra sabido que en tiempos como éste, regido por una cultura que privilegia el entretenimiento barato, el gusto fácil y el aguachirle de los productos del arte contemporáneo, son escasos quienes pueden elevarse hacia las cumbres de las más excelsas creaciones del espíritu humano.
     En suma, el libro nos proporciona un agradable momento de divertida lectura, tampoco pretende más. Mas es posible, si uno aguza un poco la mirada, sacarle algunas perlas que motiven reflexiones más profundas sobre los más diversos aspectos de la aventura existencial del hombre.


Lima, 15 de octubre de 2013.

sábado, 12 de octubre de 2013

Álvaro Mutis, el gaviero

En un mundo en que declararse demócrata es lo políticamente correcto, él prefería decir que era monárquico; en una época en que la pleitesía y el fetichismo del fútbol ha calado en todos los sectores sociales, él despotricaba de ese deporte inglés que ha devenido en un mero negocio. Porque así era Álvaro Mutis, ese excéntrico y anacrónico escritor colombiano, cuya muerte el pasado 22 de septiembre ha enlutado una vez más las letras y la cultura de Latinoamérica.
     Gran amigo de Gabriel García Márquez, a quién habría entregado, según cuenta la leyenda, Pedro Páramo, el emblemático libro de Rulfo, en una actitud de franco desafío, siendo probablemente el culpable, o uno de los culpables, del prodigio narrativo que permitió al hijo de Aracataca, aguijoneado por esa alevosa provocación, acometer la descomunal empresa de escribir Cien años de soledad, la novela de las novelas del siglo XX hispanoamericano.
     Poeta y novelista por igual, integraba, junto con el mismo García Márquez, Fernando Botero, Fernando Vallejo, William Ospina, Sergio Jaramillo y Héctor Abad Faciolince, la plana mayor de los embajadores ante el mundo del arte y la cultura del eufónico país de los cafetales y los vallenatos.
     Lector incansable y hedónico, degustador exquisito de la obra de Cervantes, a quien lee y admira por sobre todos los escritores que son y han sido. Ponía como único requisito para emprender la lectura de un libro, que éste no bajara de las 1200 páginas; ello explica sus recurrentes lecturas de En busca del tiempo perdido,  la interminable novela de Proust, que lo realizaba de un tirón, como quien vuelve a un espacio entrañable y extenso, lleno de gratificaciones y bienaventuranzas.
     No he tenido la oportunidad de conocer la obra de Mutis, lo cual me pesa; es una deuda que la tendré pendiente, para, a la primera ocasión, solazarme recorriendo sus páginas, que, estoy seguro, le depararán a mi espíritu nuevas riquezas y desconocidos tesoros. Mientras tanto, me conformo recordando las innumerables anécdotas de las que estuvo ahíta su vida, una trayectoria fecunda y vasta que ha atravesado casi todo un siglo y más.
     Recuerdo por ejemplo la vez aquella en que acudió a recibir el Premio Cervantes, era el año 2001, circunstancia en que Mutis leyó un breve pero hermoso discurso donde incluyó un bellísimo soneto de Borges titulado “Un soldado de Urbina”, el mejor retrato poético que se haya hecho del genial Manco de Lepanto. 
     Vivía en México desde hacía un número abundante de años, país al que llegó casi huyendo de la persecución judicial de una compañía a quien tuvo la feliz ocurrencia de sacarle la vuelta a favor de los superiores intereses del espíritu y la humanidad. Allí se hizo amigo de toda esa pléyade de grandes creadores que ha dado el siglo XX mexicano a la cultura universal, como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco y tantos otros, que compartieron con el colombiano los afanes y las búsquedas estéticas de una generación brillante y, sin duda, ya histórica.
     A su partida nos deja una obra diversa y valiosa, donde destaca un personaje que ya ha adquirido carta de ciudadanía en el orbe fabuloso de las ficciones y la narrativa de nuestra lengua. Maqroll, el gaviero, seguirá saciando con sus historias, esa sed de aventuras que poseemos todos quienes, no contentándonos con esta prosaica realidad, alimentamos nuestra fantasía con la presencia impagable de estos hijos entrañables de la imaginación y la palabra.
     Que Maqroll siga oteando el mundo y sus vicisitudes desde su gavia predilecta, pues Álvaro ha decidido emprender otros rumbos y hacer mutis.


Lima, 11 de octubre de 2013.