domingo, 20 de abril de 2014

Gabriel García Márquez: el inmortal



     Un adolescente miraba entre curioso y perplejo un quiosco universitario de libros, repasando los títulos con el fin de elegir alguno que pudiera saciar su voracidad libresca, cuando una voz a sus espaldas le sugirió uno de ellos, abonando el comentario de que valía la pena comprarlo y que jamás se arrepentiría. Aquel bisoño lector enfebrecido era el autor de estas líneas, la voz que fantasmal irrumpía en la escena era la de un querido amigo, y el libro designado para el esperado jolgorio era Cien años de soledad.
     Los siguientes días los pasaría sumido en el festín más descomunal de cuantos tuviera memoria, deslumbrado, enfrascado en la lectura de la novela que muy bien puede ser catalogada como la más lograda, la más acabada, la más perfecta de cuantas se han escrito en lengua española en el siglo XX. Una obra que brotó del genio colosal del hijo de un telegrafista de Aracataca, que se crió con sus abuelos escuchándolos contar las fantásticas historias de su pueblo y los hechos históricos del que fueron partícipes.
     Es imposible hacerse a la idea de que el inigualable hacedor de Macondo, el prodigioso surtidor de increíbles historias y sucesos, el acucioso periodista autor de ejemplares reportajes y crónicas jocundas, el creador de un universo autónomo de ficciones y realidades maravillosas, el hombre comprometido con la realidad social y política de América Latina y del mundo, el padre y esposo singular que acompañó hasta el fin a sus seres queridos, ya no estará más con nosotros.
     Sabía que la noticia vendría en cualquier momento, mas prefería no hacerle caso a la razón que me dictaba su inexorable veredicto. Sabía que estaba muy mal en las últimas semanas, pero que se había recuperado y estaba con los suyos en su casa de Ciudad de México, mas unas palabras prolijamente realistas de una de las hermanas del Nobel me convenció de lo inevitable; por ello, cuando recibí el anuncio de su muerte, algo en mi interior se resistió a aceptarla, para luego transar con la realidad y aceptar el unánime mensaje de los medios y su atroz verdad.
     Se había ido para siempre el portentoso fabulador, dejándonos el legado de una obra valiosísima e imperecedera, pues desde los días de Cervantes, nunca el idioma había alcanzado tan altas cotas de virtuosismo y riqueza, nunca la literatura había tenido más pleno sentido y sonido, nunca un estilo había logrado tanta originalidad y brillo como en la prosa de este colombiano universal. Una prosa rebosante de gracia y donaire, una secuencia musical de frases y oraciones nunca dichas, plagada de esos aires caribeños que le otorgaban toda su frescura como también toda su calidez.
     Leer a García Márquez era, es y será, una verdadera fiesta para el espíritu, un banquete asegurado para la imaginación y los sentidos, una experiencia única e irrepetible. Bastaba leer un párrafo para reconocer la huella inconfundible de este dios pagano de las palabras, de este hechicero consumado del lenguaje. Ya no se podía uno despegar de su magia verbal, atrapado en la cadencia inusitada de su voz, arrastrado por los hilos vertiginosos de sus historias delirantes y fantásticas.
     Creador de la Escuela de Nuevo Periodismo Iberoamericano, sus enseñanzas nutrieron la experiencia de generaciones íntegras de periodistas del continente. Gabo, como le llamaban sus amigos, tuvo la dicha de hermanar literatura y periodismo, una amalgama que le permitió escribir sus reportajes como si fueran las más apasionantes novelas, y escribir sus novelas con la técnica depurada de los mejores reportajes. Allí están las frases, los aforismos o las sentencias que soltara el escritor en sus numerosos talleres en los que impartió su sabiduría sobre lo que él llamaba el oficio más bello del mundo, para testimoniar su otra herencia invalorable.
     El breve paso por este mundo, que es el sino de la condición humana, Gabo lo transmutó en una parranda interminable de júbilo celebratorio de la existencia, en una preciosa oportunidad que las palabras nos brindan para vivirla de la manera más intensa, pues como él mismo lo dijera: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Allí está el secreto de este heresiarca del Caribe que gracias a su arte inimitable se ha convertido en el suplantador de la divinidad, en ese deicida del que hablaba Vargas Llosa, el supremo reinventor de la realidad de América Latina, su mejor cronista y su más alto baluarte literario.
     Tendremos que sufrir quizá más de cien años de soledad, para que otro creador de su dimensión aparezca en el firmamento de nuestra cultura, mientras tanto nos quedan sus libros, que son otra forma de su presencia, tal vez la más trascendente y la más universal, pues el gran demiurgo de Macondo, el sencillo e ilustre cataquero, acaba de trasponer el umbral de la inmortalidad, para colocarse al lado de sus admirados Sófocles, Kafka, Faulkner, Rulfo y tantos más, con quienes ya debe estar dialogando en el Olimpo de los dioses de la palabra.

Lima, 20 de abril de 2014.

miércoles, 2 de abril de 2014

Cien años de Octavio Paz



Es difícil hallar, en el panorama de la cultura contemporánea, una figura similar, o parecida siquiera, a la de Octavio Paz, cuyo centenario de su nacimiento recordamos este 31 de marzo. Tal vez el único parangón que podría establecerse con el escritor mexicano, sea el del filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre, verdadero mandarín literario de mediados del siglo XX.
     Octavio Paz despliega sus saberes en un abanico amplio de disciplinas que se conjugan armónicamente: la literatura, la historia, la antropología, la filosofía, el arte; meros pretextos gnoseológicos e instrumentos de una reflexión crítica que abarca extensos espectros de la realidad, presentados con una prosa exquisita, elegante, insólita, inaudita, poseedora de una inigualable belleza.
     Sus brillantes ensayos seducen por el manejo equilibrado del pensamiento y la palabra bien dicha, y su poesía sencillamente desborda y conmueve, maravilla y encanta, sacude y sorprende. La obra de Octavio Paz es la pera increíble de este olmo inverosímil que es el hombre. El arco tensado de su decir poético, los dardos afilados de su pensamiento, entran en perfecta comunión con la lira maestra, cáustica y delirante de su poesía, alimentada por los riquísimos afluentes de una vasta cultura y una prodigiosa sensibilidad.
     Utilizando la metáfora más recurrente de su obra: el árbol, según lo ha demostrado Elena Poniatowska, podríamos decir que Octavio es un frondoso ejemplar cargado de magníficos frutos, que se nos ha ofrecido a lo largo de una vida signada por la más insaciable curiosidad, que se ha prodigado en títulos imprescindibles para el devenir de la cultura de nuestros tiempos, y que ha dejado una impronta indeleble en el ejercicio y la práctica de las siguientes generaciones.
     Hace como treinta años que el nombre de Octavio Paz resuena en el repertorio favorito de mis autores predilectos, cuando tuve la suerte de toparme con uno de sus libros más emblemáticos: El laberinto de la soledad, luminoso texto que sondea los estratos más profundos del ser mexicano y latinoamericano, parábola filosófica que explora nuestros tejidos más íntimos como sociedad y como hombres pertenecientes a una civilización trastocada por los vaivenes incesantes de una historia singular.
     Ese primer contacto me abriría el abanico riquísimo de su producción ensayística, género en que el Nobel nacido en Mixcoac es un auténtico e insuperable maestro. Octavio ha llevado el formato inventado por Montaigne hasta límites increíbles, dotándolo de una versatilidad y plasticidad donde la palabra destella no solo por su sonoridad poética, sino también por la riqueza de sus ideas y la altura de su pensamiento. En esa estela, seguirían títulos como El arco y la lira, Las peras del olmo, Los hijos del limo, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, La llama doble, Vislumbres de la India y tantísimos más.
     Cada uno de ellos los leí con la pasión y el deleite que solo la obra de Octavio exige y prodiga a sus rendidos lectores. Los misterios de la creación poética son abordados con profundidad e ingenio en El arco y la lira, un prolijo estudio sobre el poema, la revelación poética, la poesía y la historia, lectura que me dejó la más bella definición que jamás he encontrado sobre el poema, cuando el poeta dice que el poema es el encuentro entre el hombre y la poesía.
     Los textos reunidos en Las peras del olmo y en Los hijos del limo, abordan temas permanentes en la preocupación intelectual de Octavio Paz: la poesía y los poetas, el arte y la revelación, las culturas de oriente y occidente, las vanguardias y su huella alucinada en la poesía del siglo XX. El haiku dentro de la tradición de la poesía japonesa es otro de los aportes que habría que destacar entre los asuntos tratados por nuestro autor, quien sería el que mejor aclimatara ese pequeño artefacto literario en occidente. Sin olvidar los aportes de Juan José Tablada, que fue el primero en difundirlos en Latinoamérica, o los perpetrados por Jorge Luis Borges, son sin embargo los creados por Octavio los que conservan ese sabor y ese relente que le da el haberse zambullido en el conocimiento de la literatura japonesa.
     Pero fue la lectura de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe la que terminó por confirmar, a pesar de que nunca tuve duda de que estaba frente a un grande, el inmenso talento del ensayista, capaz de internarse en los vericuetos del pasado para rastrear la vida y la obra, y la sociedad que fue su contexto, de la monja mexicana que es la poeta más representativa del siglo XVII novohispano y sin duda una de las más significativas de la lengua española. Monumental ensayo que se yergue en el más completo, y el mejor escrito, que se haya publicado sobre la autora del Divino Narciso, demostración a la vez de las extraordinarias dotes que como ensayista han hecho de Octavio una figura capital en la historia de la literatura universal y en el paisaje de la cultura del siglo XX.
     Otro ensayo del cual guardo especial recuerdo es La llama doble, formidable abordaje de los apasionantes temas referidos al amor y al erotismo, desde una perspectiva histórica, antropológica, estética y poética. Un libro memorable, que quedará en el corazón de la memoria del lector, grabado con ese fuego repetido que el tema le imprime. El mismo sentimiento concita, aunque por otros motivos, Vislumbres de la India, maravillosa aproximación, internamiento y experiencia íntima de una de las culturas milenarias de la humanidad, que Octavio conoció de primera mano desde su cargo de embajador en ese país por ocho años.
    Qué decir de su poesía, fantástico surtidor de imaginación, experimentación verbal, impacto visual y una fina sensibilidad para capturar los instantes poéticos con las precisas palabras en el poema, descollando ese portento de belleza que es Piedra de sol, probablemente el más grande poema de amor escrito en el idioma, según el parecer de Julio Cortázar, que yo comparto plenamente.
     La vigencia de este gigante de la cultura en el continente está asegurada para los siglos venideros, pues una obra labrada con el genio y la lucidez que caracterizan a Octavio Paz tiene garantizada la inmortalidad.

Lima, 31 de marzo de 2014.