sábado, 30 de julio de 2011

El carnicero de Utoya

Lo ocurrido en la isla noruega de Utoya el pasado viernes 22 de julio, donde cerca de 70 jóvenes murieron baleados por el mismo hombre que unas horas antes había puesto un coche bomba en la zona administrativa de Oslo, dejando ahí 7 muertos, ha recibido el veloz repudio de la comunidad internacional, por lo que a todos luces es un acto de terrorismo perpetrado por un fanático de extrema derecha que peligrosamente nos retrotrae a los años de la barbarie nazi en Europa.


Los atentados y muertes cometidos por Anders Behring Breivik, el criminal de 32 años que ha sido infelizmente catapultado a las primeras planas de la prensa mundial, han dejado perplejos tanto a los noruegos como a todo el mundo civilizado, pues es la primera vez desde la segunda guerra mundial que un hecho de esta magnitud sucede en el país escandinavo.


Luego de hacer volar a dinamitazo limpio los edificios que son la sede, entre otras, de las oficinas del gobierno del primer ministro Jens Stoltenberg, el homicida se ha dirigido al lugar donde se reunían jóvenes del Partido Laborista en el gobierno, que aguardaban la llegada de su líder que pronto llegaría. Pero quien llegó primero fue este alucinado y anacrónico cruzado del siglo XXI, este demente islamófobo que se imagina la reencarnación contemporánea de Carlos Martel, el rey francés del siglo VII que detuvo la expansión árabe por Europa central.


Verlo enfundado en su uniforme de combatiente ultramoderno, haciendo una exhibición impúdica de sus armas sofisticadas, no es sino comprobar la verdadera naturaleza de un sujeto de sus características, un auténtico antropoide armado en este siglo de las supersónicas novedades tecnológicas.


La prédica o doctrina, o lo que se les parezca, difundidas y defendidas por Breivik están contenidas en 1500 páginas de un documento que se puede ver en internet, texto en que este exmilitante del Partido del Progreso (FRP) de la derecha radical noruega, vomita ideas que son las que también divulga el movimiento neonazi por el continente, aunque en este caso desde un fundamentalismo cristiano, donde se atacan el multiculturalismo y la inmigración en el corazón mismo de lo que Karl Popper llamaba la sociedad abierta. Pues no es lícito concebir que este concepto del filósofo se refiriera solo al libre intercambio de mercancías y productos entre los países que conforman la cacareada civilización occidental, es decir la apertura exclusivamente en términos económicos y comerciales, sino que igualmente está referido al libre tránsito y movimiento de las personas, uno de los derechos fundamentales del ser humano en las principales constituciones políticas de los países del mundo.


Francesco Speroni, parlamentario italiano y exministro del vapuleado Berlusconi, ha declarado que “las ideas de Breivik defienden la civilización occidental”, a lo cual habría que replicarle que lo único que defiende el genocida de la isla, con sus trasnochadas ideas oscurantistas, es lo que el escritor irlandés James Joyce llamaba con puntillosidad “la sifilización occidental.”


La islamofobia, una versión concreta y específica de la xenofobia, es una manifestación más de aquella intolerancia e intransigencia instaladas en el inconsciente del discurso dominante, algo que está presente en la mentalidad cotidiana de muchísimos europeos, empezando por sus más conspicuos líderes, y que los ha llevado a demonizar toda presencia que provenga de las sociedades musulmanas. No olvidemos que la primera reacción ante los sucesos mencionados hacía apuntar, a los analistas, hacia las redes de la yihad internacional, especialmente al grupo Al Qaeda. Mas al conocerse la identidad del solitario -por ahora- terrorista causante de la masacre, el espanto ha sido matizado con algunas notas de comprensión hacia su accionar, sobre todo de boca de ciertas figuras públicas del fascismo europeo.


Quizás sea una secuela de lo que muchos gobiernos europeos ya lo practican abiertamente, aunque disfrazados de políticas que regulan la migración en nombre de discutibles razones de índole nacional. Lo mismo que hace la superpotencia cuando levanta muros en sus fronteras para evitar a los indeseables. Paradójicamente, en plena era pos Muro de Berlín, proliferan en estos tiempos otros muros: las barreras físicas y legales para impedir a toda costa la presencia del otro, no del prójimo, sino del diferente, del extraño, de quien reúne todas las condiciones de lo que para ellos es el mayor peligro para sus amenazadas sociedades de opulencia, curiosamente hoy en entredicho.



Lima, 30 de julio de 2011.


sábado, 23 de julio de 2011

Citizen Murdoch

El escándalo de las escuchas ilegales en el Reino Unido ha salpicado a ambos lados del Atlántico, infestando con su barro amarillento las redacciones de la prensa internacional, pues su protagonista es nada menos que el superpoderoso magnate australiano-estadounidense Rupert Murdoch, dueño y señor de importantes e influyentes medios de comunicación en diversos lugares del orbe, entre ellos del recientemente cerrado News of de World, motivo central del caso que es la comidilla de medio Europa y los Estados Unidos.


Murdoch -cual personaje principal de la recordada película que hiciera el genial OrsonWelles-, cabeza visible de la News Corporation, la poseedora de un conjunto de periódicos en Norteamérica, que controla a su vez otro puñado de tabloides en el Reino Unido a través de su filial la News International, es propietario también de una serie de medios que integran desde canales de televisión y diarios hasta productoras de cine, diseminados en numerosos países del mundo como Australia, Estados Unidos, Reino Unido, India y otros.


El asunto ha saltado a las primeras planas de la prensa mundial a raíz de las denuncias publicadas en el diario inglés The Guardian, sobre las actividades de las que se han valido muchos periodistas del News of de World para obtener información para sus titulares sensacionalistas, que habían convertido a dicho medio en uno de los que mayor tiraje y venta poseían en el mundo. Los blancos predilectos de los ilícitos eran tanto personajes del mundo político como estrellas del espectáculo, deportistas, miembros de la realeza británica, excombatientes ingleses en las guerras del lejano oriente así como personas comunes que por alguna circunstancia estuvieron involucradas en casos de interés para el tipo de periodismo que practicaban.


Pero el hecho que ha desatado la furia de la sociedad inglesa, especialmente londinense, es el caso de Milly Dowler, la niña de 13 años que fue secuestrada en marzo de 2002 y encontrada posteriormente asesinada. Varios reporteros pincharon -chuponearon, diríamos aquí- el teléfono móvil de la víctima, haciendo movimientos que llevaron a los padres a la falsa esperanza de que siguiera viva, cuando en verdad ya no lo estaba, y aquellos más bien escarbaban en el asunto para explotar al máximo la noticia en favor del morbo de sus lectores.


El fuego del escándalo ha seguido su curso, llegando sus incendiarias chispas a prender en organismos respetables y serios de la flemática Inglaterra, como es el cuerpo de policía Scotland Yard, pues al parecer algunos de sus miembros estarían involucrados en las escuchas, en connivencia con los periodistas, habiendo de por medio, por supuesto, jugosas sumas de dinero. Las dos figuras en importancia de dicha institución ya han tenido que dimitir.


De igual manera, las lenguas de fuego amenazan llegar al mismísimo Downing Street, sede del gobierno inglés, donde el Primer Ministro David Cameron se ha visto acorralado, por cuanto uno de los acusados en el aprieto de marras fue nada menos que su director de comunicaciones. La Cámara de los Comunes, a través de su Comisión de Cultura, ha abierto una investigación para esclarecer el caso y, eventualmente, establecer las responsabilidades. Ya han desfilado por el recinto el propio Rupert Murdoch, su hijo y heredero James Murdoch y Rebekah Brooks, la engreída del potentado, exdirectora del periódico en cuestión y favorita del conglomerado ahora puesto contra las cuerdas.


Se trata, pues, de un episodio en donde están en juego valores fundamentales de la ética periodística, que me hacen recordar aquello que afirmaba un patriarca de la prensa nacional: que el periodismo puede ser la más noble de las profesiones o el más vil de los oficios. Es penoso haber tenido que llegar a estos niveles, del que ni las sociedades más cultas y civilizadas, al parecer, se salvan.


El fuerte hedor de la prensa basura intoxica cada vez el mundo de la información con su chatura de objetivos, su mediocridad rampante y su venalidad a todo vapor. Es propio de estos tiempos, dominados por lo que Vargas Llosa llama la cultura del espectáculo, el gradual y vertiginoso empobrecimiento de la prensa, su conversión en mero receptáculo de noticias intrascendentes llevadas a las primeras planas como si fueran del mayor interés e importancia. Es el tipo de periodismo que practica, por ejemplo, el tabloide The Sun, otro diario británico del emporio de Murdoch, o el diario Bild en Alemania, modelos dudosos de los que tenemos en abundancia por estas comarcas, verdaderos pasquines que hurgan en la inmundicia humana y que ni siquiera merecen ser nombrados pero que, curiosamente, hacen las delicias de millones de personas, envilecidas por la peor forma que pueda adoptar la prensa escrita, de igual modo que la televisada.



Lima, 23 de julio de 2011.

sábado, 16 de julio de 2011

Facundo Cabral: el filósofo del canto

Ha causado honda consternación en toda Latinoamérica, el pérfido asesinato de uno de los personajes más queridos del mundo de la música: Facundo Cabral, ese trovador argentino que ha recorrido casi todo el mundo con su voz inconfundible y su prédica singular. En azarosas y aciagas circunstancias, ha sido acribillado inmisericordemente en las calles de Guatemala cuando se dirigía del hotel al aeropuerto acompañado por quien era, al parecer, el objetivo verdadero de ese ataque criminal.


Facundo Cabral, “el más pagano de los predicadores”, “el vagabundo de primera clase” -como gustaba decir de sí mismo-, el ser humano maravilloso, el tipo extraordinario, el hombre que con su guitarra a cuestas era todo un símbolo del canto de más raigambre testimonial por estas comarcas, ha sido violentamente expulsado de este mundo por las balas asesinas de una banda de forajidos sin nombre que le han ocasionado la muerte.


El exponente más alto de lo que se conoce como música de autor, con sus eternas gafas de sol y sus uniformes trajes vaqueros, sencillo como el que más, con la modestia infinita de los grandes y el talento certero de los auténticos creadores, ha acabado su vida de la forma más inicua, a manos de esos cuatreros de la mafia que han convertido el territorio centroamericano en la versión grotesca de uno de los círculos dantescos.


Parece mentira, como si viviera una cruel y larga pesadilla, que una gavilla de delincuentes nos haya privado para siempre de tenerlo entre nosotros, deleitándonos con sus canciones y enriqueciéndonos con sus largos monólogos, llenos de anécdotas sabrosas y de chisporroteante buen humor. Mas, al recordarlo en cada momento de sus presentaciones y conciertos, al escucharlo en sus decenas de grabaciones, al imaginarlo en ese espacio encantado que ahora es su morada, podemos repetir con el memorable verso de Alejandro Romualdo: ¡Y no podrán matarlo!


No podrán matar a quien nació para la inmortalidad, a quien se ha labrado con su arte el camino seguro de la posteridad, a quien seguirán escuchando y adorando generaciones sucesivas de hombres y mujeres movidos por esa fina sensibilidad que el trovador sabía despertar. No podrán matar al cantautor genial, al poeta esencial, al filósofo itinerante, al pensador agudo y al predicador libre que ya ha ingresado al panteón sagrado de los inmortales.


Nunca hubo mejor matrimonio entre el pensamiento y la música, entre la reflexión filosófica y la intensa melodía, entre el testimonio vital y la prédica de un cristianismo primitivo, entre el hombre y la guitarra, que en los versos de las cientos de composiciones de este artista fidedignamente original y único.


El hombre que tuvo, desde antes de nacer, una vida señalada por el hado oscuro de la tragedia, logró transmutar una existencia plagada de sinsabores y desgracias, en una luminosa estela de creaciones y bellezas artísticas, gracias a esa fe incontrastable que supo inocular en él aquel sabio menesteroso que le reveló un día el Sermón de la Montaña.


Pero gracias también a ese regalo celestial que recibió cuando a los catorce años aprendió a leer, y le fue descubierto el fascinante y deslumbrador mundo de los libros, de cuyos autores se volvió en ese instante compañero inseparable, ávido discípulo y complacido lector. Con todos ellos fue elaborando su propio mensaje vitalista hasta la médula, sus palabras cargadas de esperanza y optimismo, una prédica que solía siempre empezar con una buena noticia: la de la vida.


“Hay tantas cosas para gozar y nuestro paso por la Tierra es tan corto, que sufrir es una pérdida de tiempo”, decía este maestro consumado en el arduo y delicado arte de vivir, este artista cabal que sólo transmitió paz y belleza, sabiduría y emoción, calor humano y ganas de seguir viviendo, o sea, de seguir gozando, que es una manera de entrar en contacto con la divinidad.


Nadando a contracorriente, lejos de los lugares comunes, libre de las convenciones anodinas, ajeno a los mandatos sacrosantos del mercado, enemigo de la estupidez y del fanatismo, Facundo Cabral fue y es el símbolo del hombre auténtico, del artista insobornable, que nos deja una obra valiosísima, una obra donde aletea la magia de la poesía y la rotundidad del pensamiento, el misterio de la palabra y la gracia bienhechora de la música, todo en una feliz comunión de hermandad universal, dicho con la voz providencial de este admirador de Jesucristo y Buda, de Whitman y Borges, de Krihsnamurti y Juan el Bautista, de Confucio y Lao Tsé.


Larga vida para este exponente magistral de las verdades fundamentales, para este increíble, insuperable filósofo del canto.



Lima, 15 de julio de 2011.

sábado, 9 de julio de 2011

La montaña mágica

Las celebraciones por el centenario de la revelación al mundo de Machu Picchu, uno de los iconos más significativos de nuestra cultura, han estado salpicadas de una serie de hechos, declaraciones, homenajes, recuerdos y testimonios sobre la indudable trascendencia de su sitial en la historia tanto del país, como de América y el mundo. No en vano, hace unos años, por estas fechas, era elegida como una de las siete maravillas del mundo moderno, en una votación en la que compitió con otros monumentos arquitectónicos de gran valor arqueológico.


Cuando hace cien años, la visita que realizara al Perú el arqueólogo norteamericano Hiram Bingham, se convirtiera providencialmente en motivo del hallazgo de lo que los historiadores y arqueólogos llaman una llajta inca, -es decir, en una imprudente traducción contemporánea, lo que sería una ciudad, no una ciudadela- enclavada en una de las estribaciones de la ceja de selva del departamento del Cuzco, oculta por la maleza y ajena a la avidez histórica y turística que ahora la rodea, nadie podría haber vaticinado la enorme importancia que cobraría con los años, el relieve que adquiriría con el tiempo esta construcción presumiblemente edificada por Pachacútec y que es todo un prodigio de la urbanística y una colosal demostración de lo que puede hacer la voluntad y la mano del hombre.


Cuando el poeta chileno Pablo Neruda estuvo en el Perú y visitó el Cuzco, quedó tan deslumbrado de Machu Picchu, que de ese encuentro nació su extenso poema Alturas de Machu Picchu, segunda parte de su fresco histórico-poético llamado Canto General, tan descomunal como la vasta arquitectura inca que mandara construir el Inca. En esas “altas soledades…en la puerta del cielo”, el poeta tuvo un encuentro mágico, una epifanía se diría en términos místicos, una revelación en el sentido que lo entienden los poetas y sabios de Oriente, o simplemente una inspiración, tal como llama el común de los mortales a ese inefable acto de recibir un mensaje de lo conocido-desconocido, y luego transmitirlo en versos.


Igualmente, el poeta peruano Martín Adán nos ha dejado su libro La mano desasida, un intenso y extenso poema existencial y metafísico, testimonio de la experiencia personal del poeta ante la afamada ciudad pétrea. “Yo me llegué a ti / Con la mirada exhausta y repleta / Del que vio el astro / Que yo mismo ya era.”, dice Martín Adán identificando su espíritu infinito con esos laberintos solares. “¡Eres Yo Mismo, Machu Picchu!”, exclama nuestro poeta, y se consiente aconsejarle: “Procura ser siempre eucaristía, / Una hostia tremenda del humano / Para gozar de Dios en esta vida.”


Y cuando Jorge Luis Borges, el enorme poeta argentino, estuvo en el “ombligo del mundo”, sintió el magnetismo de la montaña encantada y fue tocado por esas piedras ancestrales, su espíritu sensible se conmovió, pronunciando algunas frases que han quedado para la memoria, así, cuando se refirió a la construcción inca, labró una de las suyas, al describir a aquellas ruinas circulares como “una vasta arquitectura de piedra en la montaña”.


A fines de los años setenta, el legendario grupo musical chileno Los Jaivas, que hacía música folclórica latinoamericana, pero que contaba entre sus instrumentos con guitarras eléctricas y sintetizadores, fueron invitados por un promotor artístico peruano para grabar el vídeo de su disco Alturas de Machu Picchu, basado en los poemas de Neruda, en las mismas ruinas incas. El resultado es un imponente concierto con la presentación de nuestro insigne novelista Mario Vargas Llosa, la música de varios de sus integrantes, y con la letra insólita del renombrado poeta chileno, en un deslumbrante escenario andino.


Alguna vez, charlando sobre las visitas escolares que se suelen hacer a Machu Picchu oí, de boca de una alumna y de una profesora, un comentario común, algo así como que las ruinas incas eran sólo piedra, “pura piedra”, sugiriendo entre líneas que en ellas no había nada grandioso que admirar, lo cual, evidentemente, revelaba la candidez de la primera, su comprensible ignorancia, y la visión obtusa de la historia, y de la cultura en general, de la segunda.


Así, entre encuentros poéticos y visitas anodinas se ha tejido la leyenda y la fama de la ahora homenajeada maravilla que el mundo festeja. Pero no podemos olvidar en este recuento de Machu Picchu, el hecho de que su descubridor oficial, el arqueólogo norteamericano Hiram Bingham, se llevara en esa ocasión un conjunto valioso de piezas arqueológicas, durante muchos años en posesión de la Universidad de Yale, y que ante el reclamo formal del gobierno peruano, se ha devuelto hace poco no sin cierta resistencia de principio.


Otro asunto final que debe preocuparnos, es el previsible incremento del flujo turístico al Santuario Inca, y que incidirá inevitablemente en su conservación y su cuidado como tesoro histórico y patrimonio cultural de la humanidad, y que Martín Adán ya lo había avizorado en muchos de sus irónicos y precisos versos.



Lima, 9 de julio de 2011.

sábado, 2 de julio de 2011

Los siete pelos del diablo

La obra de quien es considerado, con justicia, el padre del teatro peruano, se ha consolidado con el tiempo como una de las más importantes expresiones de la dramaturgia nacional. Pero de todas ellas, aquella que destaca por su simplicidad y gracejo, por su peculiar manera de asumir el habla de la época, salpicada de un ácido humor popular, es, sin duda, Ña Catita, estrenada en 1845 en el teatro Variedades de Lima, cuando la obra contaba con tres actos, y reestrenada una década después en la versión completa. Es ésta la que le ha dado a Manuel Ascensio Segura el sitial que ocupa en la historia de nuestra literatura.


Adscrita académicamente al costumbrismo, corriente que sirve de nexo entre la literatura independentista y el romanticismo, Ña Catita es una comedia emblemática dentro de la evolución de las tablas nacionales. Ambientada en la Lima de mediados del siglo XIX, en el seno de un hogar de clase media, con el ingrediente mordaz de una presencia femenina de inconfundible raigambre neoclásica, la obra presenta un conflicto muy común entre las familias de entonces, cuando las cosas del matrimonio la dirigían los padres, quienes se erigían en los amos y señores del porvenir, la dicha o la desdicha, de su hijas. Sobre todo de ellas, pues el machismo estaba en su máximo apogeo, y las condiciones para pensar en un movimiento que pretendiera la reivindicación de los derechos de la mujer aún estaban muy lejos.


La trama es más o menos previsible: Jesús y Rufina conforman una pareja prototípica, con sus clásicos problemas conyugales y sus desavenencias, que los años de convivencia han agravado; ambos tienen una hija casadera, Juliana, para quien su madre ya ha encontrado el candidato perfecto para futuro marido, don Alejo, un hombre maduro que aparenta una caballerosa reputación y una posición económica de solvencia garantizada. Situación esta última que es la razón fundamental para la elección que hace la madre, decisión con la que discrepa abiertamente el padre.


Pero he aquí que entra en escena el personaje que da movilidad e interés a la historia: Ña Catita, una viejecilla chismosa e intrigante, amiga de Rufina y enredadora con mil historias, avezada en las dudosas artes de la maledicencia y el comentario atrevido. De su boca emanan los cuentos y habladurías más picantes del barrio, las aventuras y desventuras que en las lides del amor matizan las grises existencias de unas criaturas condenadas a una vida mediocre y sin horizontes. Es ella la que sirve para atizar los conflictos domésticos o para avivar las distancias personales entre los miembros de una familia, la que apoya una causa determinada en esas luchas intestinas o la que inmediatamente se presta de soporte para la causa contraria.


Manuel es el pretendiente enamorado de Juliana, a quien ésta corresponde contra los dictados y los designios de la madre. Frente a los oropeles de don Alejo, a sus atractivos materiales evidentes, Manuel es un simple jovenzuelo que no le garantiza nada a Rufina para el futuro de su hija, un pelagato cualquiera que puede ser ninguneado en esa carrera febril en pos de la mano de Juliana.


Los hechos se precipitan a bordes inimaginables: la madre trama una mudanza con la complicidad de Ña Catita, para evitar el desenlace que tanto teme; mientras que Juliana ha fraguado el suyo para protagonizar una fuga con Manuel. Además, los altercados entre Rufina y Jesús se hacen tan ásperos que cada quien prácticamente ha decidido una separación de conveniencia. Mas en estas circunstancias llega el elemento disolvente que da un golpe de timón a los acontecimientos. Juan, un amigo de la familia, llega del Cuzco y pasa por la casa para dejar algunos encargos. Su presencia se produce en las escenas más dramáticas de la obra, aclarando con las revelaciones involuntarias que hace un paisaje que se encrespaba y se teñía de color de hormiga.


El dato más decisivo lo suelta en medio de una discusión llena de tormentas: la esposa de Alejo le envía por su intermedio un encargo desde el Cuzco. La sorpresa es general y todos quedan estupefactos. Inmediatamente comprenden el embuste, el engaño mayúsculo que don Alejo pretendía consumar con Juliana y con la familia de la muchacha, especialmente Rufina, la madre, que de sopetón ve desbaratado el plan non santo de ese viejo indecente que con mil argucias y zalamerías ya había convencido a Rufina.


El final es de rosas: desenmascarado el farsante, las aguas vuelven a su nivel y todos se reconcilian entre lágrimas y abrazos de felicidad. Mientras Ña Catita, expulsada en un momento por la furia de don Jesús, rumia su desastrada condición en la soledad de un ostracismo de expiación, pues su figura no inspira la confianza de nadie, excepto de la Rufina embaucada de los inicios, deslizándose por en medio de los sucesos como la diligente emisaria del mal, como los siete pelos del diablo, según la precisa calificación que hace de ella uno de los personajes.


Escrita en verso y en cuatro actos, con un dominio diestro de las leyes de la métrica y la rima, Ña Catita es una obra que bien vale la pena verla representada, pues su sola lectura deja en la imaginación del lector un conjunto de promesas halagüeñas de lo que puede ser el buen teatro.



Lima, 2 de julio de 2011.