sábado, 12 de marzo de 2016

Gabo periodista

Con apenas veinte años de edad, Gabriel García Márquez inicia sus colaboraciones en dos importante diarios colombianos, escritos que han sido recogidos en libro, en dos volúmenes, con el título de Textos costeños I y II (Ed. Sudamericana, Bs. As., 2015), con prólogo de Jacques Gilard. Los inicios periodísticos de quien sería el extraordinario novelista de la literatura en lengua española, fueron publicados en El Universal de Cartagena, entre los años 1948 y 1949, y en El Heraldo de Barranquilla, entre 1950 y 1952. Los primeros bajo el rótulo de Punto y aparte y firmado por Gabriel García Márquez, y los segundos con el gracioso título de La Jirafa, y utilizando el pseudónimo de Septimus.
     Las 790 páginas de los artículos, crónicas y columnas del afamado Premio Nobel, se leen con el mismo deleite con que pueden disfrutarse sus obras de madurez, especialmente sus novelas, pues se puede fácilmente detectar el germen del poderoso y original estilo del hijo dilecto de Aracataca. Con una prosa plástica, empedrada de greguerías y metáforas sorprendentes, se desliza la imaginación libérrima del escritor en ciernes, sorteando con ingeniosa solvencia narrativa todos los escollos de la gramática, para entregarnos textos espléndidos donde fulgura, entre el verbo encendido de fogatas, la magia inacabable del idioma. Ningún asunto es insignificante para el autor de las “jirafas” –como llama a sus columnas en el diario El Heraldo de Barranquilla–, todo tema es materia de ser procesado y cribado a  través del portentoso laboratorio verbal de su afilado ingenio. Es así como ha ido aguzando el maravilloso lápiz de su inconfundible estilo, que ya se preparaba para acometer empresas mayores, cual quedaría demostrado en su fantástica narrativa.
     Un fino sentido del humor recorre todas las páginas de esta vasta publicación, así se trate de comentarios o reseñas de libros –sean éstos poemarios o novelas–, críticas de cine y teatro, incidentes curiosos de la política internacional, o hechos menudos y domésticos. Las camisas del presidente Truman o la tristeza de las acacias, pueden ser el motivo perfecto para este despliegue delicioso del salero y la gracia del joven periodista que nunca abandonaría su tono jocoso y zumbón, aun cuando describe sucesos de evidente contenido dramático. “La marquesa y la silla maravillosa”, por ejemplo, es una hermosa paráfrasis del famoso cuento oriental de Las mil y una noches. Pero sería difícil hacer el recuento de todos los asuntos, temas y personajes que se erigen en el preciso pretexto para dar rienda suelta a ese espíritu endiablado que poseía el escritor para pasearse por todos los recovecos y laberintos intrincados de la lengua, que lo pondrían en el camino de convertirse en un verdadero artífice del idioma, en el más formidable escritor de nuestro tiempo.
     Es cierto que, como han señalado los críticos, en muchos pasajes se nota algo recargada la prosa periodística del autor, con ligeros guiños a un barroquismo con pretensiones literarias, concesión que sin duda iría puliendo en su avance vertiginoso a la conquista de una obra que con gran acierto ha sido bautizada como real maravillosa, pues ha sabido situarse en el justo punto en que la fantasía más desbordada ha sido milagrosamente equilibrada por la sobria narrativa de la realidad. Es decir, aquello mismo que alcanzara Kafka en la lengua alemana, lo hacía por estas tierras tropicales la pluma deslumbrante de un hijo de la costa caribe en la lengua de Cervantes.


Lima, 1 de marzo de 2016.   

El verso azul de Rubén Darío

     El 6 de febrero pasado se ha recordado el centenario de la muerte de Félix Rubén García Sarmiento, el poeta nicaragüense que alcanzara la gloria literaria con el nombre eufónico y cristalino de Rubén Darío, nombres tomados del suyo propio y el de un abuelo significativo para la familia del vate. Cientos de textos, quizás miles, se han escrito sobre el autor de Azul y Prosas profanas, que agregar uno más puede parecer un acto de indecorosa redundancia o de indiscreto atrevimiento.
     Lo cierto es que, llevado un poco por el aniversario, y otro poco por la curiosidad, acabo de leer precisamente Azul, el primero de sus libros publicados, cuando apenas frisaba los veintiún años de edad. La sorpresa ha sido grata, yo diría gratísima, pues en un puñado de días, la prosa y el verso del poeta abanderado del modernismo, me ha tenido encandilado viviendo la magia y la belleza de quien sería una de las figuras señeras de la poesía en lengua castellana de los dos últimos siglos.
     Todo aquello que se ha dicho del maestro de Metapa, y más, yacían convenientemente acurrucados en ese ramillete de relatos y poemas que conforman el libro que ha sido el motivo de mi regocijo. Mi lectura de Rubén Darío siempre había sido a picotazos y cuentagotas, pescando sus poemas sobre todo en diversas publicaciones, como antologías o investigaciones desperdigadas y sueltas; pero nunca como ahora: comprometida, sistemática, exclusiva y exaltante.
     Era consciente de que me enfrentaba a uno de los monstruos de la literatura en nuestro idioma, por lo que además de la experiencia enriquecedora que su obra nos pueda proveer, supe asimismo que transitaba por un terreno único y casi sagrado. “No te toco Rubén, pero te sé aquí mismo, / Aquí mismo, Rubén, horizonte de abismo. / La luz es otro abismo, Rubén, más ciego acaso…”, podría decirle con Martín Adán, con esos versos extraídos de uno de sus magníficos sonetos de Mi Darío (1967), el poemario que el peruano consagró al padre de la poesía moderna en Hispanoamérica.
     Misteriosos relatos, ahítos de exotismo, con ese sabor a viejos cuentos orientales, sorprendentes, tiernos y terribles a la vez, como “El pájaro azul” por ejemplo; y poemas donde ya se puede paladear la incipiente textura de la revolución poética en ciernes, el modernismo en su manantial fecundo que pronto habría de expandirse a ambas orillas del Atlántico, inyectando su afrancesada sangre azul a los poetas de nuestra América como a los españoles del 98, aquella de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Azorín y muchos más.
     Ha sido pregonada hasta el hartazgo su labor de pionero en abrir nuevas sendas a la gastada y tradicional poesía en español, que se anquilosaba luego del estallido sentimental del romanticismo. La benéfica influencia de la poesía francesa, de la música verbal de la poesía de un Baudelaire o un Verlaine, aclimatada o trasplantada al idioma que en tiempos de Góngora y Quevedo había alcanzado sus cotas cimeras, le hizo dar el gran salto. Renovar el verso castellano, insuflarle otros aires y dotarlo de una música novedosa, fue la labor que emprendió Rubén Darío y que fue seguida por otros tanto en la América hispana como en la tierra de Cervantes.
     Leyendo los comentarios y los homenajes tributados a Rubén Darío, me deja estupefacto una coincidencia que, me imagino, bien podría ser un consenso general. En sendos artículos, escritos con una distancia de más de medio siglo, Gabriel García Márquez y Alonso Cueto señalan su preferencia irremisible por un poema que, según el colombiano, es el más grande que se ha escrito en nuestra lengua, y según el peruano, es el que mejor resume la vida humana. Se trata de “Lo fatal”, de Cantos de vida y esperanza, que efectivamente, y coincido con ambos, es el poema más acabado y memorable de cuantos se han escrito en español. Pero el comentario y análisis respectivo merece, en verdad, otro artículo.
     Embebido aún por los mágicos efluvios de la prosa modernista de Rubén Darío, emerjo de esa inmersión profunda en los mares azules de su poesía, para contarles la maravilla y la magnificencia de una escritura que cambió para siempre la forma de escribir, y probablemente de sentir, en español.

Lima, 21 de febrero de 2016.

     

La poesía de Edgardo Rivera Martínez

     Se ha publicado Del amor y la alegría y otros poemas (Hipocampo Editores, Lima, 2015), libro que reúne la producción poética del insigne escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez. El libro recoge dos textos anteriores, “Casa de Jauja” y “Elementos”, vistos a la luz en forma autónoma en 1980 y 2009, respectivamente, más uno inédito, que da título al volumen, de los años recientes de la producción del creador.
     Precisamente, el libro se ha estructurado teniendo en cuenta ese orden. Un intenso lirismo, teñido de hondas nostalgias, recorre la primera parte –“Casa de Jauja”– donde Rivera Martínez, narrador consumado –en  cuyos cuentos y novelas se puede sentir, sin embargo, esa soterrada vena poética que aletea entre las escenas de sus historias, insuflando de una atmósfera de misteriosa poesía su prosa bien cincelada –se  revela como un fino versificador y delicado demiurgo de imágenes y figuras literarias.
     La casa abandonada de Jauja es el personaje central de esta primera parte: “No te habitan hoy / la luz y la alegría”, dice el poeta, mientras clama “exhausto y salmodiando / nombres y nombres, / como Job en el desierto…”. El recuerdo de los seres que transitaron por sus entrañas, acentúa la desolación y el abandono. La casa se erige en una especie de paraíso perdido, donde el poeta va “… deambulando, / caviloso, / como Adán entre las sombras…”; ya no sabe si es real, o tal vez se ha impregnado de la materia evanescente de los ausentes, de los muertos. Cree ver a los seres que alguna vez lo habitaron, refundido en la soledad de sus aposentos donde el señor es el silencio.
     La extrañeza de la segunda parte, titulada “Elementos”, nace de su consagración a mundos y rincones interestelares, donde también se cifran las claves de la condición humana. Cuerpos celestes, estrellas, meteoros, metales, sierpes, están dotados de ese anhelo tan caro a los hombres: la idea de la eternidad, ese espejo donde quisiéramos mirarnos para vencer a la muerte, pero que no son sino metáforas de los sueños trascendentes de simples mortales que somos. Símbolos de lo inerte y de lo permanente, de aquello que es sin remilgos. Seres míticos que presiden nuestra ronda efímera alrededor de ese abismo ineludible que es la muerte.
     Por último, en la tercera parte, dedicado a Betty, su compañera, el poeta se abre al canto alborozado y agradecido del amor y la alegría que trae aparejado; no sus penurias y tribulaciones, solo la diáfana celebración de la dicha, a través incluso del baile: “Bailábamos / al compás de nuestros sueños”; y la gratitud constante al ser amado, así como a la naturaleza, por donde el hombre viaje junto con el agua, el pájaro y la luz. Es la consciencia de pertenecer al todo, relacionando los mundos divididos por acción de la mezquindad humana, en una superior unidad de vida, donde se haga posible ofrendar una sullahuayta al mar y subir una caracola al nevado Lasontay, en un abrazo simbólico de aquello que representan las dos vertientes culturales que han forjado nuestras múltiples identidades. Este es igualmente el tema de fondo de la obra narrativa de Edgardo, ahora vertido en versos hilvanados como esa azucena de colores del penúltimo poema del libro. Magnífica entrega del maestro; un gozo perpetuo para el espíritu.


Lima, 1 de febrero de 2016.