El 6 de febrero pasado se ha recordado el
centenario de la muerte de Félix Rubén García Sarmiento, el poeta nicaragüense
que alcanzara la gloria literaria con el nombre eufónico y cristalino de Rubén
Darío, nombres tomados del suyo propio y el de un abuelo significativo para la
familia del vate. Cientos de textos, quizás miles, se han escrito sobre el
autor de Azul y Prosas profanas, que agregar uno más puede parecer un acto de
indecorosa redundancia o de indiscreto atrevimiento.
Lo cierto es que, llevado un poco por el
aniversario, y otro poco por la curiosidad, acabo de leer precisamente Azul, el primero de sus libros
publicados, cuando apenas frisaba los veintiún años de edad. La sorpresa ha
sido grata, yo diría gratísima, pues en un puñado de días, la prosa y el verso
del poeta abanderado del modernismo, me ha tenido encandilado viviendo la magia
y la belleza de quien sería una de las figuras señeras de la poesía en lengua
castellana de los dos últimos siglos.
Todo aquello que se ha dicho del maestro
de Metapa, y más, yacían convenientemente acurrucados en ese ramillete de
relatos y poemas que conforman el libro que ha sido el motivo de mi regocijo.
Mi lectura de Rubén Darío siempre había sido a picotazos y cuentagotas,
pescando sus poemas sobre todo en diversas publicaciones, como antologías o
investigaciones desperdigadas y sueltas; pero nunca como ahora: comprometida,
sistemática, exclusiva y exaltante.
Era consciente de que me enfrentaba a uno
de los monstruos de la literatura en nuestro idioma, por lo que además de la
experiencia enriquecedora que su obra nos pueda proveer, supe asimismo que
transitaba por un terreno único y casi sagrado. “No te toco Rubén, pero te sé
aquí mismo, / Aquí mismo, Rubén, horizonte de abismo. / La luz es otro abismo,
Rubén, más ciego acaso…”, podría decirle con Martín Adán, con esos versos
extraídos de uno de sus magníficos sonetos de Mi Darío (1967), el poemario que el peruano consagró al padre de la
poesía moderna en Hispanoamérica.
Misteriosos relatos, ahítos de exotismo,
con ese sabor a viejos cuentos orientales, sorprendentes, tiernos y terribles a
la vez, como “El pájaro azul” por ejemplo; y poemas donde ya se puede paladear
la incipiente textura de la revolución poética en ciernes, el modernismo en su
manantial fecundo que pronto habría de expandirse a ambas orillas del Atlántico,
inyectando su afrancesada sangre azul a los poetas de nuestra América como a
los españoles del 98, aquella de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Azorín y
muchos más.
Ha sido pregonada hasta el hartazgo su
labor de pionero en abrir nuevas sendas a la gastada y tradicional poesía en
español, que se anquilosaba luego del estallido sentimental del romanticismo.
La benéfica influencia de la poesía francesa, de la música verbal de la poesía
de un Baudelaire o un Verlaine, aclimatada o trasplantada al idioma que en
tiempos de Góngora y Quevedo había alcanzado sus cotas cimeras, le hizo dar el gran salto. Renovar el verso castellano, insuflarle otros aires y dotarlo de
una música novedosa, fue la labor que emprendió Rubén Darío y que fue seguida
por otros tanto en la América hispana como en la tierra de Cervantes.
Leyendo los comentarios y los homenajes
tributados a Rubén Darío, me deja estupefacto una coincidencia que, me imagino,
bien podría ser un consenso general. En sendos artículos, escritos con una
distancia de más de medio siglo, Gabriel García Márquez y Alonso Cueto señalan
su preferencia irremisible por un poema que, según el colombiano, es el más
grande que se ha escrito en nuestra lengua, y según el peruano, es el que mejor
resume la vida humana. Se trata de “Lo fatal”, de Cantos de vida y esperanza, que efectivamente, y coincido con
ambos, es el poema más acabado y memorable de cuantos se han escrito en
español. Pero el comentario y análisis respectivo merece, en verdad, otro
artículo.
Embebido aún por los mágicos efluvios de
la prosa modernista de Rubén Darío, emerjo de esa inmersión profunda en los
mares azules de su poesía, para contarles la maravilla y la magnificencia de
una escritura que cambió para siempre la forma de escribir, y probablemente de
sentir, en español.
Lima,
21 de febrero de 2016.
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