Se ha publicado Del amor y la alegría y otros poemas (Hipocampo Editores, Lima,
2015), libro que reúne la producción poética del insigne escritor jaujino
Edgardo Rivera Martínez. El libro recoge dos textos anteriores, “Casa de Jauja”
y “Elementos”, vistos a la luz en forma autónoma en 1980 y 2009,
respectivamente, más uno inédito, que da título al volumen, de los años
recientes de la producción del creador.
Precisamente, el libro se ha estructurado
teniendo en cuenta ese orden. Un intenso lirismo, teñido de hondas nostalgias,
recorre la primera parte –“Casa de Jauja”– donde Rivera Martínez, narrador
consumado –en cuyos cuentos y novelas se
puede sentir, sin embargo, esa soterrada vena poética que aletea entre las
escenas de sus historias, insuflando de una atmósfera de misteriosa poesía su
prosa bien cincelada –se revela como un
fino versificador y delicado demiurgo de imágenes y figuras literarias.
La
casa abandonada de Jauja es el personaje central de esta primera parte: “No te
habitan hoy / la luz y la alegría”, dice el poeta, mientras clama “exhausto y
salmodiando / nombres y nombres, / como Job en el desierto…”. El recuerdo de
los seres que transitaron por sus entrañas, acentúa la desolación y el
abandono. La casa se erige en una especie de paraíso perdido, donde el poeta va
“… deambulando, / caviloso, / como Adán entre las sombras…”; ya no sabe si es
real, o tal vez se ha impregnado de la materia evanescente de los ausentes, de
los muertos. Cree ver a los seres que alguna vez lo habitaron, refundido en la
soledad de sus aposentos donde el señor es el silencio.
La extrañeza de la segunda parte, titulada
“Elementos”, nace de su consagración a mundos y rincones interestelares, donde
también se cifran las claves de la condición humana. Cuerpos celestes,
estrellas, meteoros, metales, sierpes, están dotados de ese anhelo tan caro a
los hombres: la idea de la eternidad, ese espejo donde quisiéramos mirarnos
para vencer a la muerte, pero que no son sino metáforas de los sueños
trascendentes de simples mortales que somos. Símbolos de lo inerte y de lo
permanente, de aquello que es sin remilgos. Seres míticos que presiden nuestra
ronda efímera alrededor de ese abismo ineludible que es la muerte.
Por último, en la tercera parte, dedicado
a Betty, su compañera, el poeta se abre al canto alborozado y agradecido del
amor y la alegría que trae aparejado; no sus penurias y tribulaciones, solo la
diáfana celebración de la dicha, a través incluso del baile: “Bailábamos / al
compás de nuestros sueños”; y la gratitud constante al ser amado, así como a la
naturaleza, por donde el hombre viaje junto con el agua, el pájaro y la luz. Es
la consciencia de pertenecer al todo, relacionando los mundos divididos por
acción de la mezquindad humana, en una superior unidad de vida, donde se haga
posible ofrendar una sullahuayta al
mar y subir una caracola al nevado Lasontay, en un abrazo simbólico de aquello
que representan las dos vertientes culturales que han forjado nuestras
múltiples identidades. Este es igualmente el tema de fondo de la obra narrativa
de Edgardo, ahora vertido en versos hilvanados como esa azucena de colores del
penúltimo poema del libro. Magnífica entrega del maestro; un gozo perpetuo para
el espíritu.
Lima,
1 de febrero de 2016.
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