sábado, 24 de abril de 2010

Paraísos imaginados

En veintidós días --tantos como capítulos tiene el libro-- he leído, sumido en verdadero estado de trance hipnótico, la fascinante historia de Flora Tristán y de su nieto, Paul Gauguin, que Mario Vargas Llosa recrea en su espléndida novela El paraíso en la otra esquina.
Es mi método de lectura, cansino, moroso, demorado, hecho deliberadamente para prolongar un placer impagable. No concibo esas lecturas veloces y fulminantes, primero porque me parecerían una demostración de irrespeto por el autor, y segundo porque terminarían expeditivamente una ceremonia, un ritual más bien, que merece siempre la consagración de un tiempo singular.
La aventura vital y literaria de la escritora y activista política Flora Tristán, se alterna en la novela con la aventura artística y desaforada de Paul Gauguin, el pintor de lo exótico y lo paradisíaco. Ambos, insuflados de ese idealismo romántico, muy a tono con el siglo de las utopías, imbuidos por ese afán de pretender implantar en la tierra un edén real y concreto.
Si el idealismo de Flora es sobre todo social, el de Paul es existencial. Cuando ella emprende ese periplo agotador, y a ratos frustrante, por las principales ciudades francesas, sembrando sus novedosas ideas a favor de la igualdad de la mujer y en pro de los derechos de los obreros, ya había tenido que experimentar un matrimonio fallido --con violencia, secuestros y disparos incluidos--, además de un viaje esperanzador al Perú, la tierra de su padre, que concluyó en la mayor de las decepciones.
En el caso de Paul, igualmente, cuando decide huir de la Europa civilizada y burguesa, para instalarse en una de las islas de la Polinesia francesa, Tahití, buscando un mundo virginal, salvaje y puro, ya había pasado por un matrimonio anodino, un trabajo muy bien remunerado, pero insulso e incapaz de colmar los anhelos más personales del artista, y un escándalo en el que se vio envuelto a raíz de que su amigo, el pintor holandés Vincent Van Gogh, cometiera esa locura de cercenarse la oreja, preso de la desesperación al saber que Paul lo abandonaba.
Madame La Còlere y Koke --así eran conocidos en su entorno respectivo--, abuela y nieto, que no se conocieron físicamente, pues mientras ella moría en 1844, a los 41 años de edad, él recién nacería en 1848, estuvieron sin embargo unidos en esa odisea extraordinaria de una vida asaeteada de una y mil peripecias, contadas libremente, como en todo mundo novelesco, por un narrador que pasa sutilmente de la segunda a la tercera persona, en una demostración de pericia literaria en la que Vargas Llosa es un consumado maestro.
Con una obra escasa pero valiosa la primera, entre cuyos títulos destaca nítidamente el clásico Peregrinaciones de una paria y La unión obrera; y una obra copiosa y deslumbrante el segundo, cuyos cuadros llevan el nombre, sobre todo los de su segunda etapa, en lengua maorí --como por ejemplo las obras maestras Manao tupapau, Pape mae y ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?--, cada quien destacaría en lo suyo, ella como agitadora social y pionera de las reivindicaciones sociales de los derechos de las mujeres y de los obreros, y él como el abanderado de la pintura pos impresionista, precursor de las corrientes de vanguardia que en las primeras décadas del siglo XX renovarían la pintura contemporánea.
Los dos soñaron con mundos mejores, y lucharon por ello con lo que tuvieron a su alcance, hasta donde la vida les permitió, con una obstinación y un denuedo únicos. El paraíso que Flora se imaginaba tenía la forma de una sociedad más justa y más humana, donde las mujeres fueran iguales en derechos a los hombres, y donde los obreros alcanzasen una vida más digna y decorosa. El paraíso de Paul era más estético, un lugar alejado de los grandes destellos de la civilización, donde todo es artificial y corrupto, y más próximo a la vida natural de los salvajes y de los animales.
Por vivir obsesionados con sus propias utopías, y a pesar de que en vida no obtuvieron el reconocimiento que merecían, nuestros dos personajes son los más acrisolados ejemplos de una existencia volcada a la persecución de un sueño, a ese quimérico objetivo que hace de todo ser humano un ser histórico y trascendente.

Lima, 24 de abril de 2010.

sábado, 17 de abril de 2010

Baltasar Garzón: ironía inaudita

Una clara señal de que el mundo --en materia de justicia, de ética, de respeto por los derechos humanos y de muchas cosas más-- marcha patas arriba, es el caso del juez Baltasar Garzón, sentado en el banquillo de los acusados por un grupúsculo retrógrado (pero por los visto con gran influencia) de la sociedad española, y amenazado con ser inhabilitado por veinte años para el ejercicio de la judicatura.
Baltasar Garzón saltó a la palestra de las primeras planas de la prensa mundial a raíz de haber emprendido una verdadera cruzada contra la impunidad a nivel internacional, logrando que numerosos criminales de las dictaduras latinoamericanas, especialmente de Chile y Argentina, fueran llevados a los tribunales para ser juzgados por delitos de lesa humanidad.
Destaca nítidamente su participación en la captura y posterior extradición de Augusto Pinochet, un sátrapa sudamericano que, habiendo cometido una sarta de tropelías mientras gobernó su país a sangre y fuego, se paseaba con total libertad por el mundo entero hasta que una orden de captura lograda por el juez español terminó con sus días dorados, o por lo menos con su tranquilidad de genocida con mala conciencia.
El hecho que ha disparado esta increíble pretensión de la derecha cavernícola de la península, encarnada en La Falange --el partido fascista de Franco--, ha sido la voluntad del llamado súper juez de investigar precisamente los crímenes del franquismo, las torturas, asesinatos y desapariciones perpetradas por las huestes sanguinarias del dictador en contra de miles de españoles durante la larga noche de su gobierno --duró alrededor de cuatro décadas-- que significó para millones de españoles una auténtica vida bajo el oprobio. Medio millón de muertos, cien mil desaparecidos y miles de exiliados, son las cifras pavorosas de una guerra civil que ensangrentó a la República Española.
Muchos de quienes tuvieron que exiliarse, lo hicieron en países como México, Argentina, Rusia y otros, debiendo esperar, desde 1936 en que el sátrapa hispano se encaramó al poder, hasta hace poco, para poder vislumbrar en su horizonte una esperanza de justicia, pues ni cuando murió el grotescamente llamado “Generalísimo” en 1975, ni cuando se realizó la transición en 1977, fueron momentos políticamente propicios para reivindicar sus derechos conculcados.
Amparándose en argucias leguleyas, como acusarlo de prevaricación por ejemplo, La Falange y Manos Limpias, otra agrupación fascista, han emprendido su batalla legal en el Tribunal Supremo, quien increíblemente está dando curso a la demanda de marras, poniendo en peligro la libertad y el buen nombre de este honrado hombre de leyes que se atrevió a poner en tela de juicio las actividades de nefastos personajes que durante la era de Franco estuvieron encumbrados en el poder y cometieron atrocidades sin nombre.
La actuación de Baltasar Garzón en representación de familiares de desaparecidos, está jurídicamente respaldada por el artículo 15, inciso 2, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como por el Convenio Europeo de Derechos Humanos, suscritos por el gobierno español, según los cuales la Ley de Amnistía de 1977 no puede amparar la impunidad de crímenes de lesa humanidad. Es por ello que la decisión del Supremo de acusar a Garzón, y su previsible condena, serán el hazmerreír de la democracia y del fidedigno sentido de la justicia en el mundo.
El juez Luciano Varela, cara visible del Tribunal Supremo, e inquisidor implacable de Garzón, es simplemente un peón del franquismo, una pieza poderosa del PP, la Falange con máscara democrática, que no le perdona a Garzón el haber destapado una mafiosa red de corrupción en el conocido caso Gürtel, donde evidentemente están implicados destacados representantes del Partido Popular, el mismo de Aznar y de Rajoy.
Numerosas agrupaciones de derechos humanos en todo el orbe respaldan al valeroso letrado español en contra de esta inicua acusación por parte de los herederos de Franco, entre ellas Amnesty International (AI) y Human Rights Watch (HRW), así como la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica, las Abuelas de la Plaza de Mayo y otras más que ya tienen un bien ganado prestigio a nivel mundial.
Un abogado argentino residente en España ha presentado una acusación ante la Cámara Federal Argentina, contra los jueces españoles que acusan a Garzón, por el mismo delito de prevaricación, asumiendo el caso de dos familiares de desaparecidos durante la Guerra Civil Española. Basa su argumento legal en la figura de la desaparición forzada, delito de ejecución permanente que, por lo tanto, no puede prescribir ni estar sujeta a ninguna ley de amnistía. El principio que sostiene esta acción es el de la jurisdicción universal, razón por la que sus efectos están más allá de las fronteras, pues se trata de proteger un bien jurídico superior: la vida humana. Un positivo efecto de la globalización de la justicia.
Motivo por el que resulta inverosímil que los fascistas y los hijos de los criminales, la Falange troglodita y rediviva, el mismísimo Franco resurrecto, pretendan ahora juzgar al juez. Una vergüenza para España, como lo han dicho muchos de los propios españoles, aquellos que representan, por la inteligencia y la cultura, lo mejor de la patria de Cervantes y de Quevedo, de García Lorca y de Buñuel, de Picasso y de Joaquín Rodrigo.

Lima, 17 de abril de 2010.

sábado, 10 de abril de 2010

El anacoreta de Montilla

Llegó a España a la juvenil edad de 21 años, ilusionado con las promesas intelectuales de la vida en el Viejo Mundo, y esperanzado en un reconocimiento material, a que tenía derecho, por ser hijo de un soldado de la península que había combatido a favor de la Corona en las huestes conquistadoras de Francisco Pizarro.
Su padre le había dejado en herencia una pequeña suma de dinero para que pueda seguir sus estudios de clérigo en la madre patria. Batalló denodadamente en pos de sus derechos en medio de un entorno hostil que siempre lo segregó por su origen mestizo, un ser social y culturalmente híbrido que venía de los confines del Imperio y que se atrevía a reclamar algo que legalmente le pertenecía.
Sus ínfulas literarias de escritor en ciernes, su condición de hijo de español nacido en la periferia, de hombre de letras que podía codearse con el más pintado de la península, le granjeó una gratuita animadversión en una sociedad con fuertes tintes coloniales e imbuida de una sacrosanta misión evangelizadora.
Era oriundo del Cuzco, capital del Tahuantinsuyo, hijo de una ñusta o princesa inca y de un capitán español; deambuló por España tratando de hacerse un lugar y un nombre en la tierra de su padre, pero llevando en la memoria y en el corazón el esplendor y la magnificencia de la gloriosa civilización de los reyes Incas, su ancestros maternos.
Reclamó para sí, antes que el de las letras, el ejercicio de las armas como su primer oficio, pues había tenido ocasión de participar en algunos encuentros de esta naturaleza, peleando en los regimientos reales en contra de los moriscos, lucha que todavía en esos años se libraba en tierras hispanas como rezago tardío de las guerras de la Reconquista.
Luego del fracaso de sus primeros intentos de establecerse como funcionario de la Corte, y de sus mundanos anhelos de poder sobrellevar esa vida cortesana que le hubiera asegurado una posición de privilegio y un porvenir exento de sinsabores, una antigua y oscura vocación terminaría imponiéndose en su madurez. Es asumiendo esta primigenia fuerza de su espíritu que se entrega a la desafiante tarea de traducir del toscano un libro de talante filosófico neoplatónico: los Diálogos de amor, de León Hebreo. Sería su primer logro literario y su primera muestra de talento como elegante prosista que sus posteriores obras confirmarían.
Con la distancia de los años y de la geografía, se daría a recordar, con una nitidez sorprendente, el tiempo de su infancia vivida al lado de sus parientes maternos en el Cuzco. Los relatos que escuchó, maravillado y curioso, en las sobremesas de su casa en la ciudad imperial, a sus tíos y demás parientes, sobre los mitos, rituales, costumbres y antiguallas de los incas, le servirían para reconstruir, ahora, la historia de su linaje materno, encarnado en esos poderosos señores que erigieron un vasto dominio sobre un extenso territorio de la América del Sur, sometiendo a los distintos pueblos, curacazgos y etnias que poblaban estas comarcas desde tiempos remotos.
Fruto de esa paciente dedicación a reconstruir el pasado, serían esos portentosos libros que dejaría a la posteridad como testimonio de su interés por el destino de América, y de su afecto y apego por la cultura que mamó de la leche materna: La Florida del Inca y los Comentarios Reales de los Incas.
De esta forma, el cuzqueño que se afincó en la casa de un familiar de su padre en la ciudad cordobesa de Montilla, terminaría conquistando la propia metrópoli de la colonia, con las únicas armas de su pluma y de su ingenio sin par, dándose a conocer al mundo entero con el nombre más sonoro y más eufónico que cabe imaginar para un hijo de dos mundos: el Inca Garcilaso de la Vega. Nombre símbolo del laberíntico encuentro de dos visiones --diametralmente opuestas-- del mundo, hombre puente entre la fastuosa y refinada Europa, y la ubérrima y legendaria América, tierra del llamado Nuevo Mundo. Este 12 de abril se cumplen 471 años de su nacimiento.

Lima, 10 de abril de 2010.

El anacoreta de Montilla

Llegó a España a la juvenil edad de 21 años, ilusionado con las promesas intelectuales de la vida en el Viejo Mundo, y esperanzado en un reconocimiento material, a que tenía derecho, por ser hijo de un soldado de la península que había combatido a favor de la Corona en las huestes conquistadoras de Francisco Pizarro.
Su padre le había dejado en herencia una pequeña suma de dinero para que pueda seguir sus estudios de clérigo en la madre patria. Batalló denodadamente en pos de sus derechos en medio de un entorno hostil que siempre lo segregó por su origen mestizo, un ser social y culturalmente híbrido que venía de los confines del Imperio y que se atrevía a reclamar algo que legalmente le pertenecía.
Sus ínfulas literarias de escritor en ciernes, su condición de hijo de español nacido en la periferia, de hombre de letras que podía codearse con el más pintado de la península, le granjeó una gratuita animadversión en una sociedad con fuertes tintes coloniales e imbuida de una sacrosanta misión evangelizadora.
Era oriundo del Cuzco, capital del Tahuantinsuyo, hijo de una ñusta o princesa inca y de un capitán español; deambuló por España tratando de hacerse un lugar y un nombre en la tierra de su padre, pero llevando en la memoria y en el corazón el esplendor y la magnificencia de la gloriosa civilización de los reyes Incas, su ancestros maternos.
Reclamó para sí, antes que el de las letras, el ejercicio de las armas como su primer oficio, pues había tenido ocasión de participar en algunos encuentros de esta naturaleza, peleando en los regimientos reales en contra de los moriscos, lucha que todavía en esos años se libraba en tierras hispanas como rezago tardío de las guerras de la Reconquista.
Luego del fracaso de sus primeros intentos de establecerse como funcionario de la Corte, y de sus mundanos anhelos de poder sobrellevar esa vida cortesana que le hubiera asegurado una posición de privilegio y un porvenir exento de sinsabores, una antigua y oscura vocación terminaría imponiéndose en su madurez. Es asumiendo esta primigenia fuerza de su espíritu que se entrega a la desafiante tarea de traducir del toscano un libro de talante filosófico neoplatónico: los Diálogos de amor, de León Hebreo. Sería su primer logro literario y su primera muestra de talento como elegante prosista que sus posteriores obras confirmarían.
Con la distancia de los años y de la geografía, se daría a recordar, con una nitidez sorprendente, el tiempo de su infancia vivida al lado de sus parientes maternos en el Cuzco. Los relatos que escuchó, maravillado y curioso, en las sobremesas de su casa en la ciudad imperial, a sus tíos y demás parientes, sobre los mitos, rituales, costumbres y antiguallas de los incas, le servirían para reconstruir, ahora, la historia de su linaje materno, encarnado en esos poderosos señores que erigieron un vasto dominio sobre un extenso territorio de la América del Sur, sometiendo a los distintos pueblos, curacazgos y etnias que poblaban estas comarcas desde tiempos remotos.
Fruto de esa paciente dedicación a reconstruir el pasado, serían esos portentosos libros que dejaría a la posteridad como testimonio de su interés por el destino de América, y de su afecto y apego por la cultura que mamó de la leche materna: La Florida del Inca y los Comentarios Reales de los Incas.
De esta forma, el cuzqueño que se afincó en la casa de un familiar de su padre en la ciudad cordobesa de Montilla, terminaría conquistando la propia metrópoli de la colonia, con las únicas armas de su pluma y de su ingenio sin par, dándose a conocer al mundo entero con el nombre más sonoro y más eufónico que cabe imaginar para un hijo de dos mundos: el Inca Garcilaso de la Vega. Nombre símbolo del laberíntico encuentro de dos visiones --diametralmente opuestas-- del mundo, hombre puente entre la fastuosa y refinada Europa, y la ubérrima y legendaria América, tierra del llamado Nuevo Mundo. Este 12 de abril se cumplen 171 años de su nacimiento.

Lima, 10 de abril de 2010.

sábado, 3 de abril de 2010

Chechenia: el cardo tenaz

Los recientes atentados en el metro de Moscú han resucitado un viejo problema que, cada cierto tiempo, recrudece en la volcánica región --políticamente hablando-- del Cáucaso. Consternados aún por los 39 muertos y 73 heridos de las estaciones de Lubyanka y Park Kultury, los rusos son testigos y víctimas, después de 6 años, del violento accionar terrorista que ha golpeado el centro neurálgico de la capital.
Las primeras investigaciones apuntaban a los grupos insurgentes de la zona del Cáucaso norte, quienes habrían dado cumplimiento a una severa advertencia de uno de sus líderes, quien en meses pasados había declarado su objetivo de extender la lucha a las zonas urbanas de la ex república soviética, en plan de escarmiento o venganza por la muerte de Buriatskii, un importante jefe separatista checheno, exterminado en la llamada Operación policial de Ekáshevo (Ingushetia).
Casi simultáneamente, aparecía un vídeo en la red, donde el líder del autodenominado Emiratos Islámicos del Cáucaso, el escurridizo Doku Umarov, reivindicaba la autoría de los mismos y volvía a amenazar a la República Federal con próximos ataques, en evidente represalia por lo que los terroristas islámicos chechenos consideran un genocidio, perpetrado por las fuerzas represoras rusas, en contra de su pueblo.
Días después se lograba identificar a las dos atacantes, dos mujeres muy jóvenes, una de 17 y la otra de 20 años, viudas de dos terroristas chechenos abatidos hace poco por las fuerzas rusas. Y esto es lo realmente sorprendente en estos luctuosos sucesos, la participación de las “viudas negras”, esposas, hermanas o hijas de combatientes islamistas muertos en las guerras del Cáucaso, verdaderas kamikazes eslavas que, no temiendo inmolarse en aras de la causa independentista, desatan el pánico y la muerte en los lugares más inesperados de la que ellas consideran la nación opresora.
En conflicto de Chechenia es una de esas heridas abiertas de los tiempos modernos en materia de derechos humanos, en una región que a través de la historia a pasado por mil avatares en pos de conseguir una estabilidad que hasta ahora le ha resultado esquiva. Las últimas manifestaciones de esa grieta en el Asia han sido las dos guerras que desangraron las montañas caucásicas entre 1994 y 1996 y entre 1999 y 2002, que cobraron la pavorosa cifra de 150 mil muertos y que enfrentaron a las fuerzas separatistas chechenas con las todopoderosas tropas rusas, herederas del régimen soviético y que en tiempos de Stalin ya dieron muestra de su real poder al someter militarmente a ese pueblo hasta disolverlo en una diáspora humillante.
Existen dos antecedentes inmediatos de los sucesos trágicos en el metro moscovita: la captura por los insurgentes chechenos del teatro Dubrovka de Moscú en el año 2002, que terminó sangrientamente cuando el ejército intervino para rescatar a los rehenes; y el secuestro de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, en el año 2004, que igualmente terminó de forma trágica con la muerte de 335 personas, entre ellas 156 niños.
A pesar de haber declarado su independencia en 1991, en el año 2003 se celebró un referéndum sobre el estatuto de autonomía de la región, cuyos resultados, según el gobierno del Kremlin, arrojaron la inverosímil cifra del 96% de votos reconociendo a Chechenia como parte de Rusia. Sin duda que se trataba de una maniobra del presidente Vladimir Putin para justificar el statu quo de la república más rebelde y díscola que se ha enfrentado al poder ruso a lo largo de toda su historia.
Este viejo entredicho tuvo en el 2006 su expresión más mediática e individual, con el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya, quien era reconocida tanto en su país como en el extranjero como una de las personas que más sabían sobre la cuestión de Chechenia y los derechos humanos. Su muerte, que hasta hoy sigue impune, cubrió, con el ominoso manto del crimen, la verdad que iba aflorando en relación a la forma cómo las autoridades rusas habían enfrentado hasta ese momento la exigencia y la lucha independentista del pueblo checheno.
En 1996, el escritor y periodista español Juan Goytisolo, lió sus petates y se embarcó rumbo a la candente zona para rastrear, in situ, la naturaleza, las raíces y las implicancias de ese antiguo litigio. El resultado: 7 vibrantes reportajes que fueron publicados en el diario El País de España con el título de “Paisajes de guerra con Chechenia al fondo”.
Tras hurgar en los manidos clichés que han blandido el nacionalismo y paneslavismo más ortodoxos para enfrentar a los chechenos, a quienes califican de “bandidos”, “fanáticos”, “criminales” y “mafiosos”, como una forma de estigmatizarlos para hacer más excusable su actitud hacia ellos, Goytisolo nos recuerda algunos vestigios literarios que han abordado el tema, desde la novela Los cosacos de León Tolstoi, así como su obra Haxi Murad sobre la guerra del Cáucaso entre 1851 y 1853, pasando por Un héroe de nuestro tiempo de Mijaíl Lérmontov, hasta el polémico Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsin.
Repasa igualmente otros factores y condicionantes del conflicto, como el genocidio perpetrado por Yeltsin, el urbicidio del que es víctima Grozni o la presencia de las cofradías sufís, paisaje cultural que complejiza y hace casi insoluble una situación que mantiene en ascuas tanto a la nación rusa, como a ese levantisco pueblo que, como dice Tolstoi, reverdece como el cardo tenaz y no se rinde.
Pero es pertinente recordar también que los métodos violentos nunca han sido el mejor camino para encontrar la solución de los problemas, pues como dice Octavio Paz “el terrorismo es el tiro por la culata de la desesperación”, una opción finalmente suicida y a la larga inútil.
Para concluir, una cita oportuna de Krishnamurti: “Mientras haya una frontera, ya sea nacional, económica, religiosa o social, es un hecho evidente que no puede haber paz en el mundo”.

Lima, 03 de abril de 2010.