martes, 18 de febrero de 2014

Más allá de La Haya



     Luego de haber escuchado la sentencia sobre el litigio peruano-chileno en relación a la delimitación marítima, varios panoramas se despliegan en el horizonte de las relaciones futuras de estos dos países que están condenados por la historia y la geografía a ser vecinos, pero que muy bien pueden convertir esa vecindad en una magnífica oportunidad de convivencia y trato civilizado, apuntalando los múltiples intereses que los benefician y desterrando para siempre los centenarios malentendidos y resentimientos que hasta ahora habían avinagrado esa cercanía.
     Mientras se analizan los detalles y las especificaciones de un fallo que ha zanjado definitivamente un largo contencioso fronterizo, las reacciones de los involucrados en el caso han sido, evidentemente, dispares, habiendo cabida para toda la gama de emociones y reacciones que se han podido observar tanto a un lado como al otro de la frontera. Los gobiernos han reflejado, en sus manifestaciones oficiales, la posición mayoritaria de sus ciudadanos, tanto de los que han recibido con beneplácito y optimismo la solución encontrada, como de aquellos que han mostrado su disconformidad y pesimismo ante la palabra final del tribunal internacional.
     Conviene, sin embargo, no olvidar algunos antecedentes relevantes, para enseguida poder edificar una armónica y pacífica convivencia entre dos pueblos latinoamericanos que lastimosamente fueron lanzados en el pasado a una guerra fratricida sólo por satisfacer intereses subalternos. Por ejemplo, aquello que repiten cada cierto tiempo algunos políticos chilenos, siguiendo la declaración hecha por su ex y próxima presidenta Michelle Bachelet, cuando el Perú presentó la demanda ante La Haya en el año 2008: “Esto es un gesto inamistoso hacia Chile”.
     Llama la atención la falta de perspectiva histórica de una persona que se apresta a asumir el gobierno por segunda vez en su país. Pues si a ella le parecía “inamistosa” la actitud del Perú, qué podemos decir del carácter delictuoso de las hordas sanguinarias del ejército del sur que asolaron nuestro territorio a sangre y fuego en los aciagos años de la llamada Guerra del Pacífico. No se pueden equiparar en sus justos términos ambas conductas, el inamistoso que tanto molesta a la señora, frente al delictuoso que perpetraron sus antepasados.
     Nadie está pensando, o si lo piensan no lo dicen, en el origen de todo este problema, es decir, la guerra de rapiña en la que la clase dirigente chilena, espoleada por el imperialismo inglés, se lanzó a una aventura bélica con todos los ingredientes de bestialidad y barbarie, que terminó con uno de los despojos territoriales más inicuos que haya sufrido alguna vez república sudamericana, si exceptuamos el caso propio de Bolivia. Se llevaron por la fuerza un espacio como de 10, ¿y van a hacer tanta pataleta porque les pedimos que nos devuelvan por lo menos 1? Realmente, no hay proporción.
     Es teniendo en cuenta este ángulo del asunto que algunos recalcitrantes y radicales del lado peruano no ven como un triunfo lo obtenido en el Tribunal Internacional, sino la consagración de un despojo al que se le habría maquillado con tenues retoques de una supuesta reivindicación histórica; lo podemos comprobar con relativa facilidad si repasamos la condición en la que queda finalmente Tacna, esa ciudad de nuestra frontera sur que vivió sometida durante largas décadas a la presión incesante, al acoso bestial del país del sur con el fin de incorporarla al ya enorme territorio expoliado.
     Y así como en Chile existen posiciones extremas, aquellas que ni siquiera querían oír hablar de ceder un milímetro de su territorio conquistado, refugiándose en trincheras ultranacionalistas; igualmente tenemos entre nosotros sectores fuertemente convencidos de que realmente no se ha logrado nada significativo, y que la vecindad con el país de los Portales, Baquedano, Lynch y Pinochet constituirá una permanente herida abierta, mientras no exista en quienes son los herederos históricos de los agresores de ayer, una actitud de franca aceptación de los hechos y la consiguiente gratificación hacia quien fuera la víctima de las atrocidades de una guerra que se alentó con un claro objetivo de anexión, expansión y conquista, para beneficiarse de las ingentes riquezas salitreras que poseían las regiones en cuestión.
     Nos toca a ambas naciones construir una relación de mutua confianza y transparencia, enraizados en sinceros reconocimientos de una verdad histórica que no puede negarse, para que el presente y el futuro se puedan edificar sobre sólidas bases de justicia, igualdad, fraternidad y políticas mancomunadas de cooperación, desarrollo y crecimiento para todos.
     Si ya no es posible volver al pasado, tampoco debe ser posible seguir escuchando declaraciones tiradas de los cabellos a ambos lados de la frontera, aceptando un fallo que más allá de sus errores, capitulaciones y concesiones, justo o injusto para quien observe desde cierta posición, ya ha sentado jurisprudencia, tiene la categoría de cosa juzgada, pues ambos nos sometimos voluntariamente a su veredicto, aceptando implícitamente que lo acataríamos, nos guste o no nos guste, porque somos países que honran su palabra y porque los gobiernos y los pueblos deben demostrar su anhelo de pacífica convivencia, exhibiendo en la praxis su capacidad de poder vivir dentro de los marcos democráticos de la modernidad y la civilización.

Lima, 14 de febrero de 2014.

Crepúsculo de un buen diario



     Entre los periódicos que solía comprar cuando era aún escolar, estaba el diario La Prensa, un diario que me gustaba por su formato –siempre me han gustado los diarios de formato clásico, como el que tienen los grandes diarios del mundo-, por su diseño sobrio y su contenido serio y mesurado. Aunque discrepaba ligeramente, por ese entonces, de su línea editorial, los artículos que publicaba me parecían interesantes y otros francamente estupendos. Y el despliegue que dedicaba a la información internacional, que yo más valoro en cualquier publicación, estaba entre lo mejor del medio.
     Competía con otros diarios de muy buen nivel, o que así me parecían por ese entonces, como El Comercio, Expreso, Correo, El Diario de Marka o La Crónica. Yo leía todos ellos casi todos los días, y podía comparar sus posiciones con relación a los más variados asuntos de la política interna y externa del país. Fueron las primeras lecciones de lo que luego sabría eran las batallas ideológicas que se libraban en la prensa peruana, como reflejo de otras batallas que involucraban a los actores políticos, como partidos, sindicatos y movimientos sociales en general.
     Será por eso, y por otras razones también, que he leído con cierta voracidad y placer Los últimos días de La Prensa, novela del polémico periodista, conductor televisivo y escritor peruano Jaime Bayly, personaje que a veces parece de la farándula local o, incluso, internacional. Mas debo reconocer que su ficción me ha atrapado de principio a fin, por lo bien estructurada que está, por el humor criollo que destila en casi todas sus páginas y por el estilo ameno con que se desliza una historia bien contada.
     La manera como el personaje Diego Balbi, alter ego del mismo Bayly, llega por primera vez al diario de Baquíjano, de la mano de su abuela Inés Tudela, para que aproveche sus vacaciones de verano fogueando su talento periodístico en el quehacer cotidiano de la publicación, recuerda al de muchas otras historias parecidas de comienzos de una vocación. Yo mismo tuve que cruzar aquel Rubicón cuando igualmente a mis quince años de edad, acompañado por alguien de mi familia, me presenté a una redacción periodística con la osada pretensión de que me publiquen un artículo, circunstancia que ya he descrito en otra ocasión.
     Allí empezará para el bisoño periodista un periodo de formación y aprendizaje, de veloz adquisición de las mañas y las artimañas que son comunes al espacio de los medios. Conocerá a periodistas experimentados y de los otros, jóvenes como él, con quienes hará los primeros recorridos por los ámbitos laborales y profesionales, como también por los secretos de la bohemia y la dispersión.
     El descubrimiento brutal de la sexualidad explícita, esta vez a cargo de Patty, la alevosa secretaria del director, que se ha granjeado una dudosa reputación entre los trabajadores del periódico, merced a una serie de chismes y habladurías, con asiento tal vez en alguna realidad, es otra de las novedosas experiencias que le provee esa incursión veraniega. Asimismo el conocer a Francisco, el hijo del director, de quien se hace amigo cómplice, le significará el acceso al círculo íntimo de la plana mayor del diario.
     Viviendo la irrealidad del dispendio y el aprovechamiento irresponsable de los beneficios inmediatos que puede otorgar el estar a cargo de la caja chica de la empresa, Patty Bustíos es la encarnación maquiavélica de ese gradual proceso de descomposición financiera de La Prensa, de su lento pero seguro ocaso, debido quizás a la dura competencia del mercado, al descenso dramático de las ventas y por lo tanto del tiraje, situaciones todas explicables por una época de cambios en la sociedad peruana y el reacomodo de una masa importante de lectores que irían orientando sus búsquedas a productos más ligeros y populares, realidad que hoy impera de forma incontrastable.
     Hay situaciones delirantes en la novela que rompen la monotonía de la vida periodística, así como episodios hilarantes protagonizados por don Rafael Tudela, abuelo de Diego, un viejo agricultor cuya única obsesión es recuperar sus tierras, arrebatadas durante la reforma agraria del chino Velásquez. Para ello se vale de su nieto, enviando por su intermedio extensas cartas al director de La Prensa, exigiendo que el gobierno de Felipe Correa devuelva las tierras confiscadas, así como lo hizo con los medios de comunicación al inicio de su mandato.
     La escena de don Rafael con dos espadas, esperando una noche en un parque a don Antonio Larrañaga para un duelo que sólo él conocía, tiene algo de esas tragicómicas aventuras del Quijote, viviendo un mundo alucinado que contrasta radicalmente con la realidad. Sólo Diego sabe que Larrañaga nunca llegará, porque el encargado de transmitirle el desafío era precisamente él, quien jamás entregó el encargo.
     O la vez aquella en que el viejo periodista encargado de internacionales, sección donde laboraba Dieguito, arroja por la ventana del tercer piso a un colega con quien se había trabado minutos antes en un ardoroso duelo verbal. La caída al jirón de La Unión con los huesos rotos, es motivo para el posterior despido del agresor, situación que sin embargo no aprovecha nuestro joven héroe para encaramarse a la jefatura de la sección.
     Y así, entre situaciones y escenas chispeantes, subidas de tono y francamente desternillantes, discurre el relato de los estertores de un gran diario que agoniza en medio de la más desenfadada incuria de sus propios directivos, del apetito desmedido de quienes nunca quieren perder y de la dejadez de sus trabajadores que ven impávidos cómo se viene a pique un formidable proyecto, mientras ellos sólo son capaces de contemplar sus pequeños intereses personales, ajenos al significado de la hecatombe que tienen sobre sus cabezas.

Lima, 26 de enero de 2014.
    

Contarlo casi todo



     El acontecimiento literario del año que acaba de terminar ha sido, sin duda, la publicación de la novela Contarlo todo (Mondadori, 2013), ópera prima del joven escritor peruano Jeremías Gamboa, precedida de una expectante espera tanto en el mundo editorial como entre los lectores de muchos países de habla hispana. Durante meses se especuló, se habló, se debatió intensamente en los medios lo que habría de entregarnos finalmente como producto, luego de una larga inmersión en el proceso creativo de esta fascinante historia.
     En todo caso, ha sido espléndido el debut como novelista de este ya cuajado narrador, que ha recibido elogiosos comentarios de nada menos que del Nobel peruano Mario Vargas Llosa, quien propiamente se ha erigido en una suerte de valedor literario de las cualidades y las bondades de esta su primera obra de envergadura. Hecho que se pudo constatar en la Feria del Libro de Guadalajara, adonde ha acudido Jeremías Gamboa para la presentación de su novela en medio del fasto previsible de las palabras laudatorias de los libreros, los editores, los críticos, los comentaristas de toda laya que tuvieron ocasión de reunirse en esa ocasión.
     La novela cuenta las peripecias vitales de Gabriel Lisboa, un joven provinciano que se establece en la capital para forjarse un porvenir en el mundo del periodismo y de la literatura. Sus inicios son prometedores como estudiante de historia en la Universidad de San Marcos, carrera de la que tiene que desistir por el ambiente caldeado que se vivía en la cuatricentenaria en esos años violentos, en medio de la guerra subversiva que padeció el Perú. Pero sobre todo porque su tío Emilio, en cuya casa estaba alojado, le consigue la posibilidad de obtener una beca para estudiar en la más cara de las universidades privadas del país.
     Al conseguir la beca se produce un cambio fundamental en la vida de Gabriel, pues a la par que inicia sus estudios de Comunicaciones en la Universidad de Lima, también empiezan sus primeros tanteos en la creación literaria, escribiendo versos y relatos que luego comparte con sus amigos. Y en los periodos vacacionales Gabriel debe trabajar para conseguir algunos ingresos que le permitan subsistir en un medio difícil para todo estudiante de su condición. Pero el episodio decisivo vendría cuando el tío Emilio, que trabajaba en una pizzería de Miraflores, llega un buen día anunciando con gran algazara que tiene una buena noticia para Gabriel: le había conseguido un trabajo a través de un cliente muy conocido del restaurante donde trabajaba, a quien se había atrevido a acercarse venciendo grandes dudas y aprensiones.
     Se trataba de Francisco de Rivera, subdirector de la revista Proceso, un semanario de prestigio y de gran influencia en el panorama político del país. Pero como pasaban por un periodo de crisis, y por lo tanto todavía no requerían colaboradores, Gabriel fue admitido como un simple practicante sin sueldo. Los pasajes y los almuerzos le fueron sufragados por su tío. La experiencia fue fructífera para Gabriel, pues además de ir conociendo los entretelones del mundo periodístico, pudo conocer a personalidades de gran recorrido y nombradía en ese medio, así como a jóvenes entusiastas que comenzaban a hacer sus pininos en prensa escrita.
     No es difícil reconocer a conocidos periodistas de nuestro medio, enmascarados tras nombres ficticios en la novela, siendo protagonistas de los primeros pasos del personaje principal en su búsqueda existencial y en la definición de una vocación. Por ejemplo, y por poner solo dos casos, cualquiera puede identificar a Fernando Ampuero en la figura de Francisco de Rivera, y a Raúl Vargas en la de Saúl Vegas, el robusto y bronco jefe de la oficina donde practicaba Gabriel.
     Toda la primera parte de la novela es la descripción del intenso recorrido que hace el protagonista por los escalones más importantes de la prensa limeña, hasta coronarlo con el exitoso nombramiento como redactor de la revista Semana, una de las publicaciones más exitosas del diario La Industria. Todos podemos identificar a la revista Somos y al diario El Comercio en su versión ficticia, medios en los que el autor, Jeremías Gamboa, ejerció magníficamente el periodismo en los años noventa del siglo pasado.
     En la segunda, el giro que toma hacia la vida sentimental del protagonista, las escapadas nocturnas con sus tres inseparables amigos, jóvenes letraheridos como él, sus aventuras y pasiones, los primeros escarceos del amor y el sexo, hacen que la novela adopte una intensidad a ritmo de vértigo, especialmente cuando se siguen las tribulaciones de Gabriel con sus primeras experiencias al lado de Cecilia, Claudia y, sobre todo, Fernanda. Es también el instante en que el joven héroe cuestiona todo ese aparente éxito, se cuestiona desde las supremas exigencias de su vocación de escritor, abandona todo con el fin de asumir y seguir, desde la más desnuda condición humana, el grito, más que llamada, que brota desde sus profundidades.
     Novela bien contada, historia de una educación sentimental y un aprendizaje de vida, además de esa afanosa búsqueda de sí mismo, en la mejor tradición de lo que el propio autor ha señalado como sus tres influencias decisivas para escribir este libro: El pez en el agua, La vida exagerada de Martín Romaña y País de Jauja; cumple a cabalidad aquello que uno de los personajes había señalado como la tarea por excelencia del novelista, la cual no sería otra que “detener la corriente de la vida real o congelarla para generar otra corriente, suya, hecha con palabras”.
     Algo ha quedado sin decir, indudablemente, en esta primera entrega del novel novelista, desafío que él ha prometido acometer próximamente, exigencia personal que a veces puede perfectamente coincidir con lo que esperan sus lectores, pero que brotan, finalmente, de sus pulsiones más hondas.

Lima 14 de enero de 2014.
      

El vencedor de Madrás



     El campeonato mundial de ajedrez 2013, disputado en la ciudad  india de Chennai, se ha saldado con un resultado inesperado; pero tal vez previsible. El retador, el joven ajedrecista noruego Magnus Carlsen, a quien la prensa ha bautizado como “el Mozart del ajedrez”, ha derrotado sin contemplaciones a Vishwannatan Anand, campeón del mundo del juego ciencia desde el 2006. La serie de partidas, pactadas a 12, ha sido seguida por millones de personas en la India, en Noruega y en otros lugares del mundo. Pero han sido suficientes diez para que el nuevo campeón alcance el puntaje suficiente para coronarse como el flamante monarca del deporte de los trebejos.
     Carlsen ha irrumpido, con tan solo 22 años, en las ligas mayores de este juego que, nacido en el siglo V en la India, nunca ha sido mayoritario. La fulgurante carrera del campeón se inició cuando a los cuatro años de edad su padre le enseñó a jugar ajedrez, y luego de un breve periodo de dos a cuatro años en que perdió momentáneamente el interés,  lo retomó con fuerza a los ocho con el sólo objetivo de vencer a su hermana Ellen. A partir de allí, no ha parado hasta consagrarse como el máximo jerarca de esta disciplina, al parecer  propia de genios, una curiosa actividad deportiva en el que la mente lo decide casi todo.
     A los 13 años ya había conquistado el título de Gran Maestro Internacional, y vencido en algunas partidas simultáneas a luminarias del tablero como el ruso Vladimir Krámnik y el ex campeón del mundo Anatoli Karpov. Haría tablas cuando tuvo la ocasión de enfrentarse a Gary Kaspárov, otra estrella indiscutible en el arte de las estrategias y los movimientos en el escenario de los 64 escaques.
     Aprendí a jugar el ajedrez a los seis años aproximadamente, cuando un tío me enseñó los primeros rudimentos de un juego que luego me apasionaría por varios periodos de mi vida, y al que siempre retornaba con un interés y un conocimiento mayores. Recuerdo, o me gusta recordar, la vez que tuve ocasión de ganarle una partida a quien me parecía invencible. Tendría ya entre siete u ocho años, y el júbilo que ello me produjo sería uno de los grandes alicientes que tendría para seguir practicando y aprendiendo este maravilloso pasatiempo que, lo sabría más adelante, constituía un verdadero portento para el desarrollo de la inteligencia y otras habilidades intelectuales.
      La primera vez que viví una experiencia de entusiasmo extático frente al ajedrez fue cuando se dio el campeonato del mundo del año 1972, donde se enfrentaban dos auténticos colosos: el ruso Anatoli Karpov y el estadounidense Bobby Fischer. Recuerdo haber seguido las partidas a través de la prensa, gracias a los comentarios y las reseñas de uno de los mejores conocedores que hemos tenido en el país del deporte ciencia: Alfonso La Torre, más conocido como Alat.
     Posteriormente, seguí con el mismo entusiasmo cuando se enfrentaron el mismo Anatoli Karpov y su contrincante de turno, el disidente soviético Víctor Korchnoi. Todas las partidas que se publicaban en los periódicos, pues en esa época por lo menos había alguien que tenía el tino de ocuparse y darle espacio en los medios al ajedrez, yo los reproducía en mi propio tablero esas tardes interminables en que después del colegio me ponía a leer y desarrollar mis tareas en la inolvidable tiendecita de la abuela.
     Así pues, volviendo a Carlsen, me admira saber que ya a los 15 años figuraba entre los cien mejores ajedrecistas del mundo, y a los 17 ya había entrado a la lista selecta de los 10 más grandes. Es el vigésimo campeón, el segundo más joven en obtener un título de esta magnitud, y aquel que posee el mayor puntaje en el ranking ELO de la FIDE, algo que revela su asombrosa precocidad y su indiscutible talento. Gary Kaspárov ha dicho que Carlsen es una mezcla de Karpov y Fischer; tiene el genio planificador y frío del primero, y la sabia y desmedida excentricidad del segundo. Con el agregado de ser un jugador de la era cibernética, cuya minuciosa inteligencia de silicio lo ha llevado a ser comparado con una máquina, o como ha dicho el experto español Leontxo García, “un cocodrilo con chip”.

Lima, 24 de noviembre de 2013.