sábado, 27 de octubre de 2018

Trópico de cáncer

A Roberto y Sarita, in memoriam 

    En menos de dos meses, hemos tenido la desgracia de perder en nuestro entorno familiar a dos personas, muy estimadas por sus múltiples valores que como seres humanos demostraron en diferentes facetas de la vida. Dos amigos que supieron ganarse nuestro cariño a fuerza de su radiante simpatía, su afectuosa entrega y el paciente cuidado que permanentemente ponían en el trato con cada uno de sus amigos, a quienes envolvían con su tierna sonrisa en un abrazo de luz y de cálida alegría.
    Hemos visto con pavor la progresión de sus males que lentamente los iban minando, debiendo someterse a engorrosos tratamientos médicos que al fin y al cabo poco o nada pudieron hacer para detener siquiera el avance arrollador de ese mal tan temido en nuestros tiempos: el cáncer. El temible cangrejo se ramificó a una velocidad espantosa, atenazando con sus malignas extremidades diversos órganos vitales que sucumbieron vertiginosamente ante su letal avance.
    Cómo olvidar a Sarita, cariñosa y risueña amiga que compartió con nosotros instantes de sana alegría y esparcimiento, como invitada segura a cualesquiera reunión –ya sea cumpleaños, aniversarios o fechas especiales– que celebrábamos en casa; así como cuando teníamos ocasión de visitarla en su espaciosa y ecológica residencia en una zona de La Molina. Cuántos años nuevos esperamos allí, o en su anterior vivienda en Surco, atendidos diligentemente por su esposo Wilmer, siempre bonachón y dicharachero,  y sus bellas hijas Nátali, Gabi y Sandra –joven mamá de un precioso e inteligente niño.
    Supimos de su enfermedad hace poco más de un año, cuando empezó su tratamiento de quimioterapia en el hospital de Neoplásicas, dando positivos resultados, aparentemente, pues luego continuó con sus intensas actividades sociales viajando e incursionando en algunos medios, promoviendo siempre la superación individual y el desarrollo personal como herramientas para alcanzar el bienestar y la calidad de vida. Cuando la enfermedad recrudeció regresó a Lima, donde estuvo al cuidado de sus hijas hasta los momentos finales, dejando con su partida un reguero de penas y recuerdos que han marcado con dolor a todos quienes apreciamos y gozamos de su amistad.
    Y cómo no recordar a Roberto, magnífico amigo que nos brindó su cariño y su generosidad sin reservas. Cada vez que nos lo encontrábamos en la calle, se acercaba con una gran sonrisa en los labios pronunciando nuestros nombres adornados con graciosos adjetivos, comentando los sucesos domésticos o sociales con su característico lenguaje coloquial y de replana, recreando o inventando curiosos y divertidos términos para nombrar a las cosas más comunes y corrientes. Su voz singular nos despedía con su sonora resonancia alejándose entre bromas y risas.
    Hincha acérrimo del Sporting Cristal, el club de sus amores, que pintó de celeste no sólo los ámbitos caseros y los objetos de su uso cotidiano, sino hasta su corazón y su destino. Acudía al estadio todas las veces que el equipo rimense se enfrentaba al rival de ocasión, y ganara o perdiera, volvía siempre con la pasión más celeste que nunca. Tenía en la memoria las fechas y los nombres de partidos y jugadores de diferentes épocas, jornadas gloriosas y campeonatos del tradicional equipo de La Florida. Su esposa, la señora María, y sus hijos Consuelo y Tito compartían esa pasión, así como Flavio y Fabián, sus nietos adorados.
    Cuando sintió una pequeña molestia, hace unos meses, fue a consulta, cuyos resultados arrojaron preocupantes desenlaces. Desde ese momento, fueron ellos los que estuvieron más cerca de Roberto, acompañándolo en sus pruebas y chequeos en el hospital de Policía, hasta que los dolores se hicieron más intensos e insoportables. Como lo veíamos abatido, tratando de darle ánimos, le decíamos que pronto estaría mejor para celebrar los cumpleaños que venían –a los que él era infaltable con sus regalos y su radiante alegría–, mas su respuesta invariable apuntaba tenebrosamente a que pronto lo visitaríamos en el cementerio.
    Un día de finales de julio recibimos la súbita noticia que nos dejó paralizados. Cómo es que en tan poco tiempo haya podido progresar el mal, desgarrando la jovial y jocunda vitalidad de un hombre todavía fuerte y joven, tronchando sus sueños y esperanzas de ver a sus seres queridos realizarse en este mundo. Qué injusticia, qué desazón, qué desesperanza e impotencia sentimos ante el destino que se lleva antes de tiempo a los seres más entrañables, dejándonos la sensación incontrovertible de estar asistiendo a una cruel equivocación cósmica, a un error garrafal de los hados. Pero qué más… dos jóvenes vidas segadas tan abruptamente.
    Esta es mi despedida provisional, amigos inolvidables, en algún momento y en alguna instancia, más allá del tiempo y sus contingencias, volveremos a estar juntos para seguir celebrando el sencillo acontecimiento de la amistad y sus dulces frutos, volveré a verlos sonreír con su enorme y natural felicidad en homenaje perpetuo a la vida que ustedes  prodigaron por los caminos y las sendas de este mundo.

Lima, 27 de octubre de 2018.   

La muerte en Estambul


    Una verdadera tormenta política se ha desatado en el mundo árabe, con graves implicancias internacionales, a raíz de la desaparición seguida de muerte del periodista saudí Jamal Kashoggi en el Consulado de Arabia Saudita en Estambul. Todos los testimonios recogidos por la inteligencia turca apuntan a que Kashoggi, luego de haber ingresado a la sede diplomática el pasado 2 de octubre –con el fin de realizar trámites documentarios en vistas a su próximo matrimonio con una ciudadana turca–, no salió más, y que un grupo de 15 agentes enviados por el régimen de Riad lo habría torturado, asesinado y troceado para desaparecer todo rastro de su crimen. Enseguida, su cuerpo fue aparentemente diseminado por lugares que la policía turca investiga con denuedo.
    La versión de las autoridades de la monarquía saudita ha variado conforme han pasado los días: primero dijeron que no sabían nada de su paradero; después, que estaban investigando entre sus representantes en Turquía; para, finalmente, admitir que el periodista había muerto en circunstancias en que se produjo una pelea al interior de la legación diplomática. Una explicación bastante pueril, por decir lo menos, que sin embargo ha contentado a medias al mandatario estadounidense, quien se ha mostrado igualmente errático en sus respuestas ante el hecho.
    Las reacciones a nivel mundial pasan, en primer lugar, por la cancelación de su asistencia al foro en el país árabe –llamado el Davos del Desierto– de los representantes de Francia, Reino Unido y Holanda; en segundo lugar, Alemania también suspende la venta de armas que ya tenía pactado con el reino; y en tercer término, la presión y exigencia de los respectivos gobiernos de la Unión Europea para obtener una explicación valedera sobre lo ocurrido con el periodista saudí.
    Jamal Kashoggi fue muy cercano a Mohammed bin Salmán, el príncipe heredero que ejerce el poder, hasta el año pasado, cuando comenzó a distanciarse por estar en desacuerdo con algunas actitudes del monarca en relación a las libertades fundamentales que ponía en entredicho con su forma de gobierno. Esto lo obligó a exiliarse en los Estados Unidos, donde colaboraba con una columna de opinión en el influyente diario The Washington Post, en cuyos artículos manifestaba constantemente su preocupación por los serios recortes a la libertad de expresión en su país, así como amenazas a críticos  del régimen, persecuciones a los disidentes y violaciones de los derechos humanos. La última columna que el diario publicó del periodista, enviado por un amigo después de unos días de su desaparición, se tituló justamente “Lo que más necesita el mundo árabe es libertad de expresión”.
    Decía que Donald Trump ha tenido una actitud errática porque ha pasado de condenar el asesinato a tener una reacción más indulgente cuando el gobierno árabe se ha desmarcado del mismo, pero sobre todo porque está en juego el apetitoso negocio de las armas, que Estados Unidos vende al país que es el mayor productor de petróleo del planeta. Quien no ha sido para nada contemporizador es el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, quien ha condenado en duros términos lo ocurrido culpando directamente al príncipe, además de revelar los audios donde se aprecia la cruel tortura a que fue sometido el periodista, pues lo golpearon, le cortaron los dedos y finalmente lo descuartizaron. Sencillamente, horripilante.
    El caso de Kashoggi es uno entre los centenares de periodistas asesinados cada año en el mundo: en Ecuador, en México, en el Medio Oriente, en Italia, en Rusia, etcétera. Enumerarlos llenaría páginas de páginas, demostrando todo ello lo riesgoso y peliagudo que puede llegar a ser este oficio que el entrañable Gabo llamaba el más hermoso del mundo. Al ser el periodista una figura imprescindible en la sociedad, como fiscalizador y crítico del poder, se gana fácilmente la enemistad de autócratas, dictadores, sátrapas y toda esa laya de pequeños hombres investidos de poder que se arrogan el ilegítimo derecho de disponer de la vida y la muerte de aquellos que osan cuestionar su ilimitada y todopoderosa majestad.
    Aun en las democracias se intenta silenciar con medios velados y trampas legales a la prensa, cuando ella es molesta y esclarecedora de los abusos y tropelías que se quieren perpetrar desde el poder legítimamente constituido. El acoso, la persecución, la amenaza, la denuncia, se convierten en armas contundentes de ciertos políticos que en pleno Estado de Derecho buscan exterminar al mensajero, para ocultar y enterrar sus propias inmundicias, acallando las voces que señalan los delitos y latrocinios en que incurren con el fin de ser cubiertos por el vil manto de la impunidad. Lo vemos ahora mismo en nuestro país, a propósito de los últimos acontecimientos con una ley mordaza que felizmente no prosperó.
    No debemos bajar la guardia ante la prepotencia y exigir inmediatamente la exhaustiva investigación de la muerte de Kashoggi, para que los criminales se sometan a la ley y reciban el castigo que merecen. La comunidad internacional no debe permitir que los asesinos se salgan con la suya. Estaremos vigilantes.

Lima, 27 de octubre de 2018.       

martes, 16 de octubre de 2018

La embestida neofascista

    Estamos asistiendo, entre espantados y absortos, al auge de líderes y movimientos de ultraderecha que están accediendo al poder, o lo están intentando, en numerosos países del mundo, especialmente de Occidente, que incluye Europa y América. El caso más reciente lo vemos en Brasil, donde el candidato del ultraconservador Partido Social Liberal (PSL), el exmilitar Jair Bolsonaro, acaba de obtener un rotundo triunfo en las elecciones de la primera vuelta del pasado 7 de octubre con un impresionante 46 % de los votos.
    Y todo indica que en la segunda vuelta alcanzará la mayoría suficiente para convertirse en el próximo inquilino del Palacio de Planalto. Las posibilidades del candidato del Partido de los Trabajadores (PT), Fernando Haddad, heredero del legado de Lula y víctima de la desconfianza del electorado hacia un partido que terminó envuelto en los escándalos de corrupción que todos conocemos, son pocas, por no decir mínimas, salvo que en el último momento, un vuelco en la conciencia cívica del pueblo brasileño impida el triunfo, que sería letal para la democracia de ese país y para América Latina, del líder neofascista.
    No es poca cosa lo que puede suceder el próximo 28 de octubre, fecha de la segunda vuelta y día clave que decidirá el futuro del gran país sudamericano. Pero cómo es que hemos llegado a este escenario de pesadilla, al punto de que un desconocido, que supo aprovecharse de la coyuntura crítica que vive el país, se haga del poder a través de una campaña impulsada por los instintos más primarios del ser humano. Apelando sobre todo al miedo y a la mentira –como ya lo vimos en su momento en el caso de Donald Trump en los Estados Unidos–, ha logrado cautivar a una población desorientada y confusa por los hechos de los últimos tiempos.
    Sin embargo, lo que me llama poderosamente la atención, es el afán contemporizador y hasta cierto punto indulgente y concesivo de algunos líderes de opinión que buscan minimizar, por no decir banalizar, lo que está a un paso de suceder. Ver simplemente el asunto como un casual juego de la democracia, donde se alternan cada tanto posiciones contrapuestas del espectro político, resignándose a que sea ese pueblo, obnubilado por un mensaje populista, el que decida lo que cree que más le conviene, es no percibir el paisaje de fondo y aquello que verdaderamente está en juego.
    Un hombre que es capaz de decirle a una mujer que no la violaría porque es fea, o que preferiría un hijo muerto a uno gay, o que las mujeres no deben tener el mismo salario que los hombres porque salen embarazadas, o que la función de la policía no es torturar sino matar; que ensalza la violencia y es nostálgico de la dictadura, que ama las armas y piensa que la violencia es la panacea social, y que tener una hija sólo puede explicarse por un momento de debilidad, no es precisamente el hombre idóneo para dirigir a una nación. Es un crápula, un verdadero energúmeno que tendría que pasar, como mínimo, por un consultorio psiquiátrico para evitar así que se convierta en un peligro para la sociedad.
    Pero así es la democracia, pues, dicen sus abiertos y enmascarados defensores, restándole importancia a la amenaza que se abate sobre un país en su hora más aciaga. ¿Acaso no ha declarado también que no reconocería un resultado si él no fuera el ganador? La gran paradoja de la democracia es que precisamente permite albergar en su seno a personajes con tintes marcadamente autoritarios y despóticos. Un espécimen que tiene instalado en su estructura mental un mundo binario para explicarse la realidad, que utiliza el pensamiento maniqueo para encasillar y luego despreciar a los demás sólo porque son diferentes, no creo que sea la figura más adecuada para conducir los destinos de un país. Un individuo que, como su mentor norteamericano, no tiene ningún empacho en exhibirse  impúdicamente como un racista, machista, xenófobo, homófobo, misógino, sexista y demás lindezas, sencillamente está incapacitado moralmente para erigirse en presidente de cualquier país. Pero ya vemos que la realidad, desgraciadamente, es distinta, que los pueblos pueden elegir prácticamente a su propio verdugo, como la historia lo ha demostrado hasta la saciedad.
    Es por eso que cientos de miles de mujeres, encarnado en el movimiento #EleNao (Él No), expresaron hace unas semanas en las calles de las principales ciudades brasileñas su rechazo a Bolsonaro, por representar justamente aquellos valores anacrónicos y antihistóricos que pretende imponer una vez salga elegido presidente de la República. Igualmente los intelectuales brasileños han salido a decir, solitariamente, lo que sienten y piensan ante el peligro que se cierne sobre su país a partir del próximo 28. La periodista y escritora Eliane Brum, los sociólogos Fernando Limongi y Manuel Castells, la escritora e historiadora Lilia Schwarcz y muchos más advierten claramente a sus compatriotas del abismo ante el que alegremente se inclinan con su decisión de ese domingo. En el mismo sentido se han manifestado los músicos emblemáticos de ese país, como los entrañables Caetano Veloso, Gilberto Gil y Chico Buarque. Es mejor no hablar, en cambio, del apoyo que viene recibiendo este candidato de algunas figuras del deporte de ese país, así como del movimiento evangélico, situación que es hasta cierto punto entendible.
    La humanidad se degrada con sujetos de esta calaña. No queremos más en el mundo personajes como Trump, Orbán, Salvini, y ahora Bolsonaro, pues constituyen una auténtica afrenta para la dignidad humana y para el sentido común de la decencia, la civilización y el respeto por los inalienables valores del espíritu.

Lima, 13 de octubre de 2018.   

domingo, 7 de octubre de 2018

Edgardo Rivera Martínez


    En un día en que normalmente nos hubiésemos levantado con la noticia del anuncio del Premio Nobel de Literatura 2018, cosa que no sucederá, pues, como todos sabemos, este año no se concederá el citado galardón –por los oscuros sucesos de acoso y abuso sexual que envuelve a la Academia, actualmente en reformulación–, en cambio, nos sorprende tristemente con la del fallecimiento de un querido autor nacional.
    La muerte del escritor jaujino Edgardo Rivera Martínez (1933-2018), marca un hito en la historia de las letras peruanas, pues su figura trasciende de la mera presencia local y regional para escalar a niveles no sólo nacionales sino incluso internacionales, teniendo en cuenta, entre otros logros, su segundo lugar en el concurso Rómulo Gallegos con su afamada novela País de Jauja. Su partida del último jueves 4 por la noche nos deja en la mayor desolación, en un año signado curiosamente por la ausencia de tantos notables creadores, artistas e intelectuales del Perú y del mundo.
    La última vez que tuve ocasión de estar en contacto con Edgardo fue a raíz de la publicación de mi primer libro, cuyos originales le hice llegar a mediados del año pasado con el fin de que pudiera escribir un breve comentario para la contracarátula. Como el tiempo pasaba, y mi editor presionaba para tener ya las palabras del reconocido narrador, me vi en el apuro de volver a escribirle excusándome por la impertinencia y el atrevimiento de solicitarle algo que, tal vez –especulaba para mis adentros– no estuviera a la altura de sus expectativas y por lo tanto mereciera la pena unas frases.
    Estaba en ese trance, debatiéndome en la incertidumbre de no saber si mis textos le suscitaban alguna reacción, cuando recibimos la llamada de Betty, su esposa y leal compañera, quien se disculpaba por el retraso en nombre de Edgardo y pasaba a explicar brevemente el motivo de la demora. Nos dijo que, en primer lugar, Edgardo estaba escribiendo su próxima novela y, como es lógico suponer, esto le absorbía casi todo su tiempo; pero que, haciendo un paréntesis, se había puesto a leer mis originales, siendo capturado por los temas que desarrollaba, con tanto interés y paciencia, que pasaba de uno a otro texto con la interrogante y el asombro de no saber quién era realmente ese autor que se permitía abordar de tal manera las materias de que trataba.
    Celebré silenciosamente esa primera condecoración del maestro, para enseguida, al cabo de unos pocos días, recibir los comentarios elogiosos que aparecen ahora en la contraportada de la flamante edición de mi  El centauro en el espejo (Acuedi, 2018). Nada me resulta por ello más gratificante que el hecho de que el mayor nombre de las letras jaujinas haya apadrinado, de esta manera, mi debut libresco.
    Por eso siento que, en muchos sentidos, Edgardo está y estará con nosotros por siempre, y que su legado es infinito e inagotable, pues aparte de sus libros –entre novelas, cuentos y ensayos– está su calidad de ser humano, visible y patente en los pocos pero intensos momentos que la ocasión nos brindó de departir en su compañía. Abundar en el significado de su obra sería reiterar los tópicos que ya se han repetido en las necrológicas y homenajes que se le han tributado, por lo que sería ocioso recalar en ellos. Lo único que no debemos olvidar es cómo su literatura inscribió en el imaginario de los lectores la bienhechora y fantástica idea de una sociedad que ha llegado a armonizar sus aparentes contrastes, un país de todas las sangres que alcanza por fin ese oasis de armonía, inclusión y tolerancia, gracias al conjuro de una cabal comprensión de la aventura humana abierta a todas las vertientes de la cultura, simbolizado mágicamente en el arte –especialmente la música–, que se yergue en el gran catalizador de todas las diferencias y en el signo mayor de la gran fraternidad universal.
    Ese es el sentido trascendente del nombre poético que eligió precisamente para conjugar la diversidad que nunca debe significar separación ni distancia: Jauja, el país del mito y la historia, la utopía al alcance de las manos, la Arcadia fundacional y real, la tierra bíblica que mana leche y miel, el anhelado El Dorado de los conquistadores, la ciudad moderna que puede ser la metáfora perfecta de la felicidad para los seres humanos ya no más condenados a cien años de soledad.
    Hasta siempre, maestro; los inmortales viven más allá de las contingencias de la carne y el tiempo.
   
Lima, 7 de octubre de 2018.