miércoles, 26 de junio de 2013

Madiba

Cuando cumplió noventa años, escribí el siguiente artículo en homenaje al gran Nelson Mandela. Ahora que se encuentra en trances difíciles y, al parecer, finales de su vida, lo publico como el pequeño tributo de un hombre de este tiempo a un gigante moral y ético de la humanidad.

El pasado 18 de julio cumplió noventa años de vida uno de los políticos más grandes que ha dado el siglo XX a la humanidad: Nelson Mandela; el primer presidente negro que ha tenido Sudáfrica, que llegó al poder democráticamente después de haber estado 27 años preso y cuya figura es respetada y admirada por las personalidades más diversas del mundo contemporáneo.
    Había nacido en la aldea de Qunu, en el pueblo de Umtata, de la provincia oriental del Cabo, por entonces capital del territorio del Transkei, donde tuvo una educación basada en los preceptos de la religión de los misioneros británicos que colonizaron el país. En medio de la pobreza reinante, su familia, perteneciente a la etnia de los Xhosa, le brindó lo necesario para ir perfilando en el futuro líder aquellas cualidades y valores que lo convertirían en el protagonista central de las luchas contra el régimen segregacionista del apartheid en Sudáfrica.
    Desde aquella época se le empezó a conocer con el nombre tribal de Madiba, tratamiento afectuoso que recibe hasta hoy entre sus más allegados. Estudió derecho en una universidad de Johannesburgo, la ciudad más poblada de Sudáfrica, y junto con Oliver Tambo, su compañero de luchas, se dedicaría a patrocinar la defensa de los derechos de los negros en medio de los atroces años de la política racista y abusiva del gobierno de Pretoria.
    Su ingreso al Congreso Nacional Africano, el partido que promovía la lucha contra el sistema del apartheid, le daría la posibilidad de liderar las jornadas de lucha más intensas en contra de una política que significaba la marginación más humillante de los hombres de su raza en el mismo suelo donde habían nacido. Obligados a visitar iglesias y escuelas para negros, a viajar en transportes para negros, a hacer todo separados de la minoría blanca que los gobernaba, los habitantes originarios del extremo sur del continente africano sentían el escarnio y la afrenta en cada acto público y privado de sus vidas. Para enfrentar ese orden de cosas inicuo y ominoso, Nelson Mandela se valió de las enseñanzas de Gandhi, ese otro gigante del siglo XX, de quien tomó la no violencia y la resistencia pacífica como métodos de lucha. Esto le valió varios procesos judiciales y otros tantos internamientos en prisión por el gobierno de los afrikáans.
    Pero sería en 1963 que comenzaría su más largo encierro en prisión, cuando fue confinado en la isla de Robben Island, asignándosele el número 46664, y donde viviría todos los horrores y las privaciones de una carcelería de 27 años, durante los cuales, sin embargo, Mandela nunca perdió la paciencia y la esperanza, pues sabía que finalmente su perseverancia triunfaría, y por ello se sometió a esa dura prueba de sacrificio con tenacidad y estoicismo.
    En los años siguientes, la presión internacional por la liberación de Mandela iría creciendo cada vez en distintos rincones del orbe, mientras el gobierno de Botha se negaba sistemáticamente a dar el paso, recrudeciendo las condiciones de su encierro al mismo tiempo que se agudizaba el enfrentamiento en las calles, como en el caso del famoso barrio de Sowetto, en Johannesburgo, símbolo de la resistencia por la libertad y la justicia.  
    Finalmente en 1990, bajo el gobierno de De Klerk, y ante la imposibilidad de resistir más el clamor mundial por la libertad del histórico líder, Mandela es liberado, e inmediatamente se incorpora a la lucha activa por la abolición del apartheid, proceso que gradualmente culmina en 1994 cuando es elegido abrumadoramente en las urnas como Presidente de Sudáfrica. El año anterior se le concedía el Premio Nobel de la Paz, así como recibiría otras decenas de premios a lo largo de su valiosa y combativa carrera de hombre público.
    Alguien ha dicho que si la humanidad tendría la posibilidad de tener un padre, ese sería sin duda Nelson Mandela; una figura donde se unen los valores y los principios más sagrados del hombre de estos tiempos. No han escaseado los elogios y las palabras de admiración para un gigante de la política mundial, uno de los pocos que quedan con la autenticidad y la pureza del querido Madiba.
    Después de haber dejado el poder y la política, en 1999, se ha consagrado con igual fervor al trabajo de su Fundación de lucha contra el SIDA, enfermedad que hace estragos en su país principalmente, así como en el África en general y el resto del mundo. Es considerado por muchos como un verdadero santo laico de nuestra época, un hombre sin igual que ha demostrado ante la historia su grandeza y humildad tanto en la cúspide del poder y la fama como en la adversidad de la persecución y la cárcel.

    ¡Feliz cumpleaños Madiba!       

Reclusión forzada y derechos humanos

La suspensión del sorteo que iba a realizarse para seleccionar a los nuevos reclutas, según la recientemente aprobada ley del servicio militar obligatorio, no ha hecho sino detener una medida a todas luces trasnochada y retrógrada. Gracias a la acción eficaz del Defensor del Pueblo, que recogiendo el clamor de la ciudadanía interpuso una acción de amparo seguida de la complementaria medida cautelar contra dicha pretensión, se ha impedido el abuso y el atentado contra una de las libertades básicas de ser humano.
     En una época en que la tendencia es hacia el gradual abandono de las acciones coercitivas que buscan someter de cualquier forma al ciudadano, la ley que reinstaura el llamado servicio militar obligatorio es evidentemente una norma anticonstitucional y violatoria de los convenios y tratados internacionales sobre derechos humanos. Así lo han entendido los más reputados juristas y expertos en la materia, respaldando un sentir colectivo de malestar frente a una ley que vulnera principios esenciales de los derechos de la persona.
     Lejos están ya esos tiempos en que los jóvenes de nuestro país eran levados a la fuerza por las tropas del ejército, en camiones que irrumpían repentinamente en los diversos poblados y ciudades, con el fin de reclutar contra su voluntad los soldados que supuestamente necesitaban. La acción era claramente vejatoria y abusiva, por más que se justificaba oficialmente apelando a los requerimientos de defensa de la patria en momentos álgidos de violencia armada que se vivió en las últimas décadas del siglo pasado.
     Sabido era, igualmente, el trato que recibían los reclutas en los diversos cuarteles del territorio nacional; un trato humillante, discriminatorio y bestial, donde primaban los instintos más primitivos para imponer lo que en las fuerzas armadas se estima como orden, disciplina y obediencia. Los numerosos testimonios que existen al respecto me eximen de ser más explícito en este sentido.
     Es falaz el argumento aquel de que sólo enrolándose en uno de los institutos armados se sirve a la patria; pues hay mil maneras distintas de hacerlo, desde las trincheras más inverosímiles de la acción social hasta las actividades más dispares en los frentes de batalla de una sociedad con muchos requerimientos y necesidades por suplir.
     Probablemente muchos jóvenes se sienten llamados a la vida militar de una manera natural, porque sus aptitudes y condiciones los predisponen a ello, pero eso no quiere decir que a todos se les debe imponer una forma de vida para la que no están personalmente inclinados, si no es violentando sus naturalezas y sometiéndolos a maltratos y crueldades reprobables.
     Existen otros argumentos más deleznables que apelan a conceptos equivocados de hombría, virilidad y de un machismo más desembozado. Mas no vale la pena detenerse a analizarlos, porque ya de por sí son indefendibles. Pero eso no debe hacernos olvidar que subsiste en el imaginario de mucha gente, la peregrina idea de que en el ejército uno se vuelve más hombre o cualquiera de esas sandeces al uso. Si duda que el concepto de hombre que manejan los susodichos, es diametralmente opuesto al que rige desde una perspectiva auténticamente humanista y filosófica.
     Es por ello que la ley de marras debe ser inmediatamente derogada, y buscar otras alternativas más inteligentes para convocar a quienes deseen ingresar a los cuarteles para cumplir una de las formas que existe, de muchísimas otras, de servir a la patria.


Lima, 22 de junio de 2013.

jueves, 20 de junio de 2013

G. Giacosa versus A. Mariátegui

Me ha causado cierta sorpresa, un asombro lleno de gracia e ironía, el encontrarme en la página central de un diario limeño, con dos columnas diametralmente opuestas; curiosamente ubicadas a izquierda y derecha, como revelando a través del símbolo las posturas ideológicas de sus respectivos autores; que condensan, a mi parecer, las posiciones más definidas del periodismo de opinión actual.
     Sus puntos de vista, sus miradas de las cosas y del mundo, sus perspectivas políticas no pueden ser más antagónicos, como si el escenario de la hoja de periódico se convirtiera, cotidianamente, en un campo de batalla donde se libraran los combates más férreos de la prensa de nuestros días. Ante cualquier acontecimiento o suceso analizado, si el primero dice a, el segundo dice b; si uno piensa así, el otro piensa asá. Es extraño, pero conviven respetuosamente en un mismo medio, que los alberga armónicamente.
     Demás está decir que la paradoja puede erigirse en una prueba irrefutable de las maravillas que puede obrar la libertad de expresión en una sociedad civilizada, de los altos grados de tolerancia y espíritu de apertura que pueden regir los destinos de la prensa en un país democrático. Mas también revela los bruscos niveles de encarnizamiento con que pueden debatirse los temas que más interesan a una ciudadanía ávida de información y análisis de la noticia.
     Guillermo Giacosa es un cazurro periodista argentino afincado en nuestro país desde hace más de tres décadas, que ha transitado con gran versatilidad y solvencia por la radio, la televisión y la prensa escrita, demostrando siempre su talante de hombre bien informado y poseedor de una vasta cultura, producto de una larga experiencia adquirida en su fructífero recorrido por diversas regiones y países del mundo. El hecho fortuito de haber recalado definitivamente en el Perú, lo ha hecho merecedor del cariño y el afecto de una legión de admiradores que lo siguen con devoción por el medio en que tenga ocasión de salir.
     De Aldo Mariátegui desconozco su trayectoria, sólo sé que fue director de un diario local, del cual fue defenestrado por misteriosas razones que muy pocos se han preocupado de hurgar. Tiene presencia igualmente en la radio y la televisión, donde aseguran los estudios de mercado que es uno de los periodistas más influyentes, lo cual francamente me asusta. Pero lo más irónico de su biografía, es que es nieto de José Carlos Mariátegui, el Amauta, dato que dispara mi estupor hasta la estratósfera. No me puedo imaginar al gran prensador socialista del Perú y Latinoamérica, al ícono de la izquierda en el continente, leyendo con placer los farragosos mamotretos reaccionarios de su descendiente.
     Porque en Aldo Mariátegui habla no el liberal que cree ser, sino la más rancia derecha retrógrada, que aún asoma sus belfos desde la caverna del pensamiento ultramontano. El fascismo embozado y militante esgrime sus argumentos de papirote desde cada palabra y cada frase de los artículos que escribe, con mucho sonido y furia, este aprendiz de Riva Agüero y de Luis E. Flores.
     Si Guillermo Giacosa es, a sus 73 años, un beligerante y juvenil contestatario del orden de cosas imperante, un rebelde lúcido y sagaz que busca los mejores rumbos para este planeta lacerado y para esta humanidad agónica -en el sentido unamuniano del término-; Aldo Mariátegui es, a sus cuatro décadas y pico, un viejo cascarrabias que despotrica de quienes encarnan, a su manera, las ideas de progreso y compromiso social con sus pueblos. Sus invectivas previsibles y marinas -pues tiene una fobia patológica por los que él llama “caviares”-, se vuelven pétalos de rosas cuando habla de quienes pisotearon y deshonraron la dignidad de la patria.
     Particularmente repugnante es leer una de sus últimas columnas anatemizando al expresidente brasileño Luiz Inacio Lula da Silva, de visita por estos días en el Perú. Tratar de esa manera tan grosera y lumpenesca a una figura indiscutible de la política latinoamericana, revela el alma retorcida y de mala entraña de un pobre diablo que funge de periodista, pero que a veces parece ser sólo un vertedero de calumnias y difamaciones.
     Todo lo contrario sucede al leer las columnas de Guillermo Giacosa, siempre precisas, bien escritas y críticas de lo establecido. Cómo no estar de acuerdo con posiciones inteligentes, agudas y perfectamente coherentes con la realidad; mientras que al frente rezuman mal humor y negativismo un puñado de palabras salidas desde los fondos más miserables de la condición humana.

Lima, 9 de junio de 2013.