domingo, 30 de octubre de 2011

Hildebrandt, columnista

Acaba de salir Una piedra en el zapato (Tierra Nueva, 2011), libro del brillante periodista César Hildebrandt, que reúne una selección de sus columnas de opinión publicadas en los últimos cinco años en el diario La Primera y en el semanario Hildebrandt en sus Trece. Se trata de un volumen de más de un centenar de artículos periodísticos que abordan los más variados temas del interés del autor, unidos por el común denominador de estar escritos desde la lucidez más penetrante y desde la agudeza más inalcanzable.
El ensayo periodístico, a través de la columna de opinión, es la forma más eficaz con que cuenta la prensa de hoy para transmitir aquello que otros medios ya han perdido irremisiblemente: el análisis y la crítica de la información, las ideas y los pensamientos de importantes firmas nacionales y extranjeras, cuya visión personalísima de las cosas y los hechos nos dan una mirada distinta de este mundo tan heterogéneo y volátil.
En un estilo originalísimo, en una prosa bizarra y combativa, con un manejo de la pluma que cabalga entre el radicalismo furibundo de un González Prada y el látigo estridente de un Alberto Hidalgo, el periodista desgrana todas nuestra lacras nacionales y todos nuestros vicios públicos y privados; pone el dedo en la llaga de esas heridas morales de un país que sigue supurando el líquido purulento de la podre y la corrupción crónicas.
Textos heterodoxos, disidentes, excéntricos, sublevados, corrosivos, lapidarios; escritos a contracorriente de las versiones oficiales, a contrapelo del peor de los sentidos comunes; textos que le escupen a la cara del lugar común, que le sacan la lengua a las frases hechas, que le dan una patada en el culo a la formalidad adocenada. En una palabra, textos que abominan de lo políticamente correcto tanto como del periodismo peinado y con corbata.
César Hildebrandt es, probablemente, y duela a quien le duela, el mejor periodista de estos pagos, no quizás el más influyente, como gusta repetir cierta publicidad engañosa, pues sino no se entendería tanta bobería instalada en el inconsciente colectivo ni tanto cretinismo galopante en las masas estupidizadas por la televisión nacional y sus bufones, pero sí el mejor informado -un “sabueso tenaz” lo ha llamado Vargas llosa-, el más valiente, el más leído, el más culto, vamos.
Quienes más sufren el escarnio demoledor de su látigo verbal son nuestros políticos, esos zafios hombres públicos que se encaraman a los lomos del poder para mejor exhibir sus saberes de poca monta, sus ridiculeces invencibles y sus nimiedades de callejón. Pero también están los empresarios televisivos, con quienes ha librado ardorosas batallas en defensa de su independencia y de la libertad de expresión, razón por la que no tiene en la actualidad ningún programa en el aire, siendo como es, una presencia imprescindible para formar la opinión pública a través de la televisión.
Enemistado con medio mundo, sólo por el prurito de tener la dignidad y el honor donde otros sólo tienen el bolsillo y la chequera; enfrentado a los poderes de turno que no comprenden el verdadero valor de la prensa independiente; crítico a perpetuidad de los grandes santones de la prensa nacional, Hildebrandt ha sido todo este tiempo una verdadera piedra en el zapato para todos quienes han querido medrar desde el abuso y la prepotencia, desde la indecencia y la felonía.
La lectura de este libro es obligatoria para quienes no quieren convertirse en el coro ovejuno del establishment, para despercudirnos de tanta costra fermentada por una mala educación y una peor cultura propaladas desde los centros burocráticos del poder. Leerlo ha sido para mí una agradable confirmación, un deleite renovado con el lenguaje, una forma de acceder a la felicidad, un secreto gozo frente a ciertos cuadros y escenas que el autor ha pintado con gracia y mejor humor, momentos en que me he sorprendido con la mueca malévola de Zaratustra en la mirada y con la risa disolvente de Shiva en el rostro.

Lima, 29 de octubre de 2011.

domingo, 23 de octubre de 2011

ETA: el fin de la lucha armada

El anuncio del cese definitivo de la actividad armada hecha por la banda terrorista ETA, no sólo constituye una declaración de gran relevancia histórica para España, sino que abre igualmente un abanico de perspectivas sobre el porvenir inmediato y el de largo plazo en la península.


Luego de más de cuatro décadas entregada a la violencia como método de lucha política, con un saldo de 829 muertos, miles de afectados directa o indirectamente y un clima permanente de zozobra y miedo institucionalizados -sobre todo en el País Vasco-, la organización radical más longeva de la Europa contemporánea, ha decidido de motu proprio poner punto final a su accionar delictivo, no sin la presión decisiva que en los últimos tiempos han obrado diversas fuerzas tanto nacionales como internacionales.


El inicio de sus actividades armadas se remonta al año 1968, cuando ETA perpetró su primer atentado terrorista, el cual seguiría su curso macabro de muerte y destrucción por los siguientes años, intercalados con breves periodos de tregua que enseguida eran violentamente levantados para sumir al país en una nueva oleada de incertidumbre y terror. Eran los años de la férrea dictadura franquista, cuando España vivía sus años más sombríos y aún no se vislumbraba el final de esa larga noche que unos años más tarde llegaría con la promesa del retorno de la monarquía y de la democracia.


Durante todo este tiempo, desde que se fundara ETA en 1959, una consigna autonomista espoleó el alma nacionalista de una facción extremista de los vascos en pos de la ansiada independencia de lo que ellos llaman Euskal Herria. Pero escogieron el camino más pedregoso, la vía truculenta de la violencia ciega y el golpe demencial. Eligieron equivocadamente el método más sangriento y homicida, aquel que los llevaría a un enfrentamiento absurdo e inútil con el gobierno y la sociedad españoles, obteniendo únicamente como seguro resultado el haberles salido el tiro por la culata de la desesperación.


Una trayectoria zigzagueante ha seguido la organización, con algunas escisiones en medio de la lucha, detenciones claves de varios de sus dirigentes principales y un objetivo que se escabullía a través de la ilusa pretensión de imponer sus objetivos por la sola razón de la fuerza. El rechazo de un amplio porcentaje de la sociedad española y vasca, no fue ningún impedimento para alargar por tanto tiempo una batalla absolutamente condenada a la esterilidad y al vacío.


Numerosos intentos de acabar con el terror se estrellaron tantas veces con un empecinamiento revestido de una coraza de soberbia y estupidez, como aquella del año 1988 cuando se firmó el Pacto de Ajuria Enea, que casi inmediatamente fue dinamitado por la furia irracional de un grupo cuya filosofía se entronca con la peor tradición del anarquismo cerril de la Europa decimonónica.


Hasta que en las últimas semanas se ha reunido la Conferencia de San Sebastián, con la participación de notables personalidades de la política europea y de la izquierda abertzale, aquella ligada ideológicamente a la banda en cuestión, pero que asume posiciones más racionales y reclama a su vez el cese definitivo del camino de las armas y la asunción de la lucha política a través de los medios democráticos.


Un punto que no puede ser soslayado en las semanas y meses siguientes, cuando se establezcan los canales adecuados para encuadrar el rumbo de los hechos, es el que se refiere a las víctimas de 43 años de imperio del miedo, para quienes es lícito reclamar una mínima exigencia de verdad y justicia, de memoria y reparación como condiciones ineludibles para una paz auténtica y una reconciliación nacional.


Hubiera sido deseable que en su declaración final, los miembros de ETA hubiesen también anunciado la disolución de la organización y la entrega simultánea de las armas, como medidas efectivas que garanticen su real propósito de asumir de manera concreta el camino de la negociación y el diálogo, reconociéndolos implícitamente como únicos medios de zanjar sus reclamos políticos de manera democrática y civilizada.




Lima, 23 de octubre de 2011.

sábado, 15 de octubre de 2011

Vargas Llosa y el teatro

Acabo de leer dos entretenidas piezas de teatro publicadas allá por los años ochenta por nuestro insigne Premio Nobel Mario Vargas Llosa: La señorita de Tacna (1981) y Kathie y el hipopótamo (1983). Ambas sondean problemas similares de la relación entre el escritor y la ficción, y en ambas se puede vislumbrar esa obsesión central que para el novelista peruano ha tenido siempre el asunto aquel de las mentiras y las verdades en el mundo de la literatura.


La historia de una distinguida dama del sur del Perú, que rememora sus años juveniles ante la mente aviesa y curiosa de su sobrino nieto, se erige en el asunto medular de una trama que se equilibra entre la sátira y el sainete. Cuando la Mamaé, una longeva mujer que espera sus últimos años en medio de recuerdos nebulosos y miserias del cuerpo, evoca sus esplendores y glorias pasadas, Belisario -el aspirante a escritor de la familia-, está ahí presto para canibalizar una biografía que puede ser fascinante para su exploración y explotación literaria.


De forma análoga, el deseo de una mujer de querer encarnar sus sueños y anhelos más desaforados en una buhardilla de París, teniendo como cómplice y amanuense a un escritor frustrado que se presta a auxiliarla en el arduo oficio de poner en palabras el relato de sus quimeras, se convierte en una bella estratagema para desarrollar el viejo entredicho que se suscita entre el mundo de la fantasía y el mundo real, entre la realidad de la ficción y la realidad real -según la famosa disyuntiva vasgasllosiana.


El propio autor ha confesado su perplejidad para entender, luego de tantos años dedicados al oficio, el misterioso proceso del surgimiento de las historias, ese dudoso camino que una vez empezado no se sabe muy bien a dónde nos conducirá. Pues si está más o menos claro para un autor de ficciones el tema que termina apoderándose de su obra, no lo está definitivamente el desenvolvimiento que tendrá, ni mucho menos quizá el fin con el que será rematado.


El teatro representa, en los casos comentados, el medio más apropiado para encarnar ese enigma singular que constituye la vivencia de una mentira, pero que sin embargo puede albergar verdades tan profundas como la que podemos extraer de una vida verdadera si sabemos observarla. Porque en el teatro, ese caos azaroso y oscuro de la vida adquiere un orden que nos permite entenderla, o por lo menos seguirla con más cuidado de que lo habitualmente hacemos con ella.


Tanto Belisario en la primera pieza, como Santiago en la segunda, nos ponen en el papel de protagonistas testigos del proceso de gestación y alumbramiento de una obra de ficción. Asistiendo al entramado mismo de donde brotan las historias, describiéndola con precisión de relojero y dejándonos el testimonio de su nacimiento, nos están revelando también el secreto mejor guardado del rol que juegan estos divertimentos que el hombre se ha inventado para salvarse de una vida que se niega rebeldemente a ser única y exclusiva.


Dice Vargas Llosa que así como los animales viven su vida de comienzo a fin, el ser humano no; que su inconformidad con la vida que le ha tocado vivir, que es fuente de infelicidades, insatisfacciones y rebeldías, lo empuja asimismo a la creación de un lujoso juego que se vuelve en la portentosa vía que le permite escapar a ese determinismo unívoco y gris, aunque sea a través de las elucubraciones afiebradas de la imaginación y la fantasía.


Es a ese juego de fingir las mentiras, que la vida no tiene para sentirse completa, que se entregan los personajes en estas dos ficciones fraguadas por nuestro mayor escritor. No olvidemos que el primer amor literario de Vargas Llosa fue el teatro, que su vida como escribidor se estrenó en plena adolescencia con La huída del Inca, una obra de teatro con la que obtuvo su primer premio en su ya dilatada carrera de creador. Y que si las condiciones hubiesen sido las propicias cuando se iniciaba en la literatura, probablemente su actividad principal sería la de dramaturgo. Mas aquí se reivindica, de forma espléndida con el género, con estas magníficas piezas teatrales que nos hacen sentir de la manera más viva que “nuestros apetitos y nuestras fantasías siempre desbordan los límites dentro de los que se mueve ese cuerpo mortal al que le ha sido concedida la perversa prerrogativa de imaginar las mil y una aventuras y protagonizar apenas diez.”


Ya quisiera ver representadas en escena los diálogos y las situaciones que dan vida a los personajes que encarnan en las obras, para confirmar una vez más que “la ficción es el hombre ‘completo’, en su verdad y en su mentira confundidas.”



Lima, 16 de octubre de 2011.

domingo, 9 de octubre de 2011

Un Nobel sueco

Aun cuando siempre sean discutibles las decisiones que cada año toma la Academia Sueca al otorgar los Premios Nobel, especialmente el de literatura, no se puede dejar de reconocer las acertadas veces en que su criterio ha dado en el clavo. En el caso del Premio Nobel de este año, entregado al poeta sueco Thomas Tranströmer, parece que ha sucedido esto último. Más allá de que el galardonado pertenezca precisamente al país que es la sede oficial de la Fundación Nobel, lo cual muchas veces ha avivado las suspicacias, tanto su trayectoria literaria como la calidad de su obra lo hacen legítimo merecedor al reconocimiento internacional que dicho premio significa.


Es muy poco lo que se conoce de la obra de Tranströmer en Latinoamérica -es la primera vez, por ejemplo, que oigo hablar de este poeta-, e incluso en Europa, donde al parecer disfruta de un justo prestigio entre el selecto público que lo sigue. Y a pesar de haber sido traducido a medio centenar de lenguas en el mundo, su poesía ha estado encerrada en un círculo elitista de profesores y académicos, además de poetas y escritores, que no ha tenido una difusión como quizás se merecía.


Estoy usando los condicionales porque no conozco la obra del poeta sueco, de quien recién he empezado a leer la poca poesía que se encuentra disponible por el internet. De la docena de libros publicados a lo largo de medio siglo, apenas un puñado de ellos leídos a vuelo de pájaro, no pueden dar una visión cabal de la totalidad de su obra. Lo que sí he apreciado de inmediato, tal vez por ser un tipo de poesía que valoro sobremanera, han sido los haikus, que este poeta de occidente también cultiva, al igual que otros tantos de este lado del mundo.


En el largo recorrido de sus ochenta años de existencia, numerosas han sido las vicisitudes del laureado vate, pero una de ellas ha sido la que ha alimentado con una tenacidad y una energía invencibles: su amor sin límites por la poesía, ese secreto y misterioso gozo por la palabra, ese combate sutil y amoroso con el lenguaje. Dicen que comenzó a escribir poesía a los trece años, y que a los diecisiete ya tenía su primer volumen, que publicaría algunos años después.


Entre los candidatos de este año al preciado galardón, figuraban igualmente notables exponentes de las letras contemporáneas, como el poeta, compositor y cantante estadounidense Bob Dylan, o el escritor japonés Haruki Murakami. Se afirmaba también en los pasillos secretos de los apostadores, que el poeta peruano Carlos Germán Belli habría figurado entre los posibles voceados al ansiado laurel. No hay duda de que Belli es actualmente el poeta peruano vivo más importante, y que su obra reúne de sobra los requisitos mínimos para alcanzar dicho reconocimiento mundial. Desde que lo supe, Belli se convirtió en mi candidato favorito, en la figura que mejor encarnaba la estatura del decir poético aunada a la calidad y maravilla del ser humano.


Sea como sea, lo cierto es que después de muchos años en que los consagrados eran mayoritariamente narradores o novelistas, este año es el turno de la poesía, probablemente el género que más cabalmente expresa tanto la profundidad como la belleza de una lengua. Y ello ya es motivo suficiente para sentirnos satisfechos cuando el nombre de un poeta es catapultado al primer plano de la admiración universal.


Qué mejor pretexto que una noticia así para acceder al ámbito más íntimo de un auténtico creador, al sereno hogar del alma de un ser en que se cuecen lentamente las palabras para luego brotar en chorros de espléndida sublimidad. Es lo que sucederá a partir de ahora con Thomas Tranströmer, el aeda nórdico que a los sesenta años sufrió un derrame cerebral que lo dejó hemipléjico, pero que en ningún momento se convirtió en un impedimento para su vocación poética.


Sabremos que además de psicólogo y profesor, labores que ejerció durante años, existe un reducto especial en su inquieto espíritu que lo impulsó a dedicarse a esta extrañísima e ingrata labor de juntar palabras, para decir lo que todos y cada uno de los hombres siente, piensa y quisiera decir. En una palabra, una forma de acercarnos a nosotros mismos, para sondear nuestros abismos y superficies de la mano de un ser investido por los dioses con un don inefable y místico.



Lima, 9 de octubre de 2011.

sábado, 1 de octubre de 2011

Ditirambos a la literatura

La pasión por las letras, así como las que se suelen experimentar por otras artes, especialmente por la música y la pintura, constituye un manantial indetenible de efervescencias personales y de goces espirituales, que quien lo vive, quisiera trasmitir a los demás como si fuera la confesión más exaltada de un placer inaudito y único. El joven, o no tan joven, letraherido, siente que ha descubierto una cantera secreta de mágicos conjuros y hechizos deslumbrantes, que lo inmunizan de los trasiegos cotidianos que la vida le infiere de modo implacable.


Eso es lo que significa, en su sentido más profundo, el motivo y el tema de Cartas a un joven novelista, un libro epistolar que Mario Vargas Llosa publicó en 1997 y que, cualquiera sea la época en que se lea, sirve como un magnífico compendio de consejos, testimonios, guías y orientaciones para quien quiera asumir la literatura como la actividad central de su vida, además de altamente gratificante. Tiene el mismo sabor y objetivo que otro espléndido libro del siglo XIX, escrito por el delicado poeta alemán Reiner María Rilke, y que titula justamente Cartas a un joven poeta.


En doce cartas se dirige invariablemente a ese “querido amigo” que puede ser cualquiera de nosotros, cualquiera que ante la desmesura de su incipiente vocación, quisiera recibir la palabra sabia y precisa de alguien que no sólo admira, sino que puede erigirse en la persona clave para el destino y la asunción de la vocación de este novato escritor.


Todos los secretos y entresijos del arte de contar le son revelados al ficticio joven, ávido de conocer las mañas y artimañas de un milenario arte que, nacido en la oscuridad más remota de los tiempos, ha evolucionado de tal manera que ha llegado a los nuestros revestido de ciertas exquisiteces y sofisticamientos, de la mano tanto de la escritura como de la aparición de esto que ahora conocemos como literatura, pero que en aquellas época estaba sin duda ataviada sólo de oralidad.


Cada carta es el magnífico pretexto para desarrollar un aspecto de los muchos que integran el maravilloso arte novelesco, empezando por el principal de ellos, que es el de saber cómo se vive la vocación por la literatura, y que Vargas Llosa explica valiéndose de la conocido metáfora de la solitaria, ese bicho que se enquista en nuestro organismo para colonizarlo por completo y convertirnos en sus siervos y esclavos a perpetuidad.


Luego pasa, en la segunda carta, a detallar el proceso de la creación, explicándole a su joven destinatario de dónde se extraen las historias, para lo cual se sirve de la imagen del catoblepas, ese animal fantástico, ya cifrado por Borges, que se alimenta de sí mismo. El novelista sería, según Vargas Llosa, un ser autofagocitario, que se devora a sí mismo para extraer la materia de su creación.


Las siguientes cartas están dedicadas a exponer la manera cómo se logra adquirir el poder de persuasión en las ficciones; a dilucidar el asunto del estilo para que la escritura posea esa marca personal que es muy importante en un novelista; a esclarecer el problema del narrador tanto desde el punto de vista espacial como desde el punto de vista temporal; a diferenciar el nivel de realidad en que están escritas las historias, echando mano para ello a los ejemplos de escritores como Flaubert, Faulkner o Cortázar.


Asimismo le describe, con profusas explicaciones, el uso de las mudas y el salto cualitativo, la caja china, el dato escondido y los vasos comunicantes. En todas ellas, el emisor hace gala, merced a su experiencia, de un gran conocimiento en la materia que trata, sugiriéndole de paso, a su curioso receptor, las lecturas más diversas a través de sutiles menciones a obras consagradas de la literatura universal.


En la última carta, titulada “A manera de posdata”, le advierte que cada uno de los aspectos que contienen el tenor de las misivas, conforman en verdad un todo armónico e irrompible, pero que por asuntos estrictamente técnicos, los pedantes han inventado esas denominaciones. Y a continuación, despidiéndose, le pide irónicamente que olvide todo lo que le ha dicho en sus cartas y que se ponga a escribir novelas.


Ya no soy un joven, pero no he renunciado aún a ser un novelista, es por ello que he leído con suma delectación este hermoso libro que me viene a confirmar en esa fe literaria, de cuya verdad es culpable el propio Vargas Llosa, de que “la literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderme contra el infortunio.”



Lima, 1 de octubre de 2011.