El anuncio del cese definitivo de la actividad armada hecha por la banda terrorista ETA, no sólo constituye una declaración de gran relevancia histórica para España, sino que abre igualmente un abanico de perspectivas sobre el porvenir inmediato y el de largo plazo en la península.
Luego de más de cuatro décadas entregada a la violencia como método de lucha política, con un saldo de 829 muertos, miles de afectados directa o indirectamente y un clima permanente de zozobra y miedo institucionalizados -sobre todo en el País Vasco-, la organización radical más longeva de la Europa contemporánea, ha decidido de motu proprio poner punto final a su accionar delictivo, no sin la presión decisiva que en los últimos tiempos han obrado diversas fuerzas tanto nacionales como internacionales.
El inicio de sus actividades armadas se remonta al año 1968, cuando ETA perpetró su primer atentado terrorista, el cual seguiría su curso macabro de muerte y destrucción por los siguientes años, intercalados con breves periodos de tregua que enseguida eran violentamente levantados para sumir al país en una nueva oleada de incertidumbre y terror. Eran los años de la férrea dictadura franquista, cuando España vivía sus años más sombríos y aún no se vislumbraba el final de esa larga noche que unos años más tarde llegaría con la promesa del retorno de la monarquía y de la democracia.
Durante todo este tiempo, desde que se fundara ETA en 1959, una consigna autonomista espoleó el alma nacionalista de una facción extremista de los vascos en pos de la ansiada independencia de lo que ellos llaman Euskal Herria. Pero escogieron el camino más pedregoso, la vía truculenta de la violencia ciega y el golpe demencial. Eligieron equivocadamente el método más sangriento y homicida, aquel que los llevaría a un enfrentamiento absurdo e inútil con el gobierno y la sociedad españoles, obteniendo únicamente como seguro resultado el haberles salido el tiro por la culata de la desesperación.
Una trayectoria zigzagueante ha seguido la organización, con algunas escisiones en medio de la lucha, detenciones claves de varios de sus dirigentes principales y un objetivo que se escabullía a través de la ilusa pretensión de imponer sus objetivos por la sola razón de la fuerza. El rechazo de un amplio porcentaje de la sociedad española y vasca, no fue ningún impedimento para alargar por tanto tiempo una batalla absolutamente condenada a la esterilidad y al vacío.
Numerosos intentos de acabar con el terror se estrellaron tantas veces con un empecinamiento revestido de una coraza de soberbia y estupidez, como aquella del año 1988 cuando se firmó el Pacto de Ajuria Enea, que casi inmediatamente fue dinamitado por la furia irracional de un grupo cuya filosofía se entronca con la peor tradición del anarquismo cerril de la Europa decimonónica.
Hasta que en las últimas semanas se ha reunido la Conferencia de San Sebastián, con la participación de notables personalidades de la política europea y de la izquierda abertzale, aquella ligada ideológicamente a la banda en cuestión, pero que asume posiciones más racionales y reclama a su vez el cese definitivo del camino de las armas y la asunción de la lucha política a través de los medios democráticos.
Un punto que no puede ser soslayado en las semanas y meses siguientes, cuando se establezcan los canales adecuados para encuadrar el rumbo de los hechos, es el que se refiere a las víctimas de 43 años de imperio del miedo, para quienes es lícito reclamar una mínima exigencia de verdad y justicia, de memoria y reparación como condiciones ineludibles para una paz auténtica y una reconciliación nacional.
Hubiera sido deseable que en su declaración final, los miembros de ETA hubiesen también anunciado la disolución de la organización y la entrega simultánea de las armas, como medidas efectivas que garanticen su real propósito de asumir de manera concreta el camino de la negociación y el diálogo, reconociéndolos implícitamente como únicos medios de zanjar sus reclamos políticos de manera democrática y civilizada.
Lima, 23 de octubre de 2011.
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